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Authors: Anne Michaels

Tags: #Drama, Relato

Piezas en fuga (17 page)

BOOK: Piezas en fuga
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Sujeto la lámpara cerca de los espantes. Me decido por los Salmos, finos y con tapas duras, encuadernados en cuero rojo oscurecido por muchas manos. Athos lo encontró en una papelera en la Plaka. «Perfecto. Naranjas. Higos. Salmos».

Estaba muy cansado por el viaje, y por el calor. Me llevé el librito al dormitorio y me acosté.

«La tristeza me ha devorado la vida, los gemidos han consumido los años…, los que me conocen tienen miedo cuando escuchan mi nombre. He sido olvidado como un muerto a quien no se considera, como un cántaro roto…»

«Mi fuerza se ha secado como la tierra cocida…, hay perros a mi alrededor, estoy aislado por una muchedumbre de hombres malvados. Me han arrancado las manos y los pies… Se repartirán mi ropa».

«En el día del mal me llevará a su casa, me esconderá en su tienda, me subirá a los más altos picos…».

Me estiré sobre la colcha de algodón. El purificador viento de verano —el meltemi— se abrió camino bajo mi camisa hasta mi piel húmeda. La señora Karouzos había repuesto todas las lámparas. Por primera vez en dos décadas, añadían su luz a las del pueblo allá abajo.

«Hablaré un idioma oscuro con la música de un arpa».

Hay lugares que te convocan y lugares que te advierten que debes alejarte. En Idhra se abrió dentro de mí una punzada de olores con el aguijón excitante del recuerdo. Burros y polvo, piedras calientes lavadas con agua salada. Limón y retama dulce.

En la habitación de Athos, en la casa de su padre. Oí los gritos y se hicieron más fuertes, me llenaron la cabeza. Me encerré más en mi interior, no me alejé. Me agarraba a los lados de la mesa y sentía cómo me iba tragando el azul. Me perdí, descubrí que el mundo podía desaparecer. En las largas noches, en el rubor de la lámpara, en una pureza de páginas blancas.

La niña estaba lamiendo el rocío de la hierba. Zdena no traía agua consigo, así que le dijo a la niña que se chupase un dedo «… y cuando realmente tengas hambre… mastica». La niñita la miró un momento, luego se metió el índice en la boca
.

—¿
Cómo te llamas, pequeña
?


Bettina
.

Un nombre limpio, pensó Zdena, para una niña que ahora está tan sucia
.

—¿
Cuánto tiempo llevas aquí esperando, de este modo, junto a la carretera
?


Desde ayer —murmuró
.

Zdena se arrodilló a su lado
.

—¿
Tenía que venir alguien a buscarte
?

Bettina asintió
.

Zdena cogió la maleta de la niña, vio que el asa estaba manchada de sangre. Le abrió a Bettina las manos, que tenían estrías de tanto agarrarla
.

La distancia de vuelta al pueblo era de seis millas. Zdena llevaba un cuadrado de tela lleno de hierbajos para cocinar. En casa tenía un hueso para hacer sopa y las hierbas le darían sabor al caldo. A ratos Zdena sujetaba a la niña y a ratos la niña se colocaba sobre las botas de Zdena y caminaban juntas
.

Mientras caminaban, Bettina se chupaba las puntas del pelo. Sus mechones ocupaban toda su atención y no miraba a su alrededor
.

Esa noche la niñita miró cómo Zdena preparaba la sopa. Hundía el pan en el potaje aguado y engullía sopones, con los labios cerca del borde del cuenco
.

Vivían sin llamar la atención. A Bettina le gustaba contar el estampado del vestido de Zdena, poniendo un dedo en el centro de cada ramillete de flores. Zdena notaba el dedito de Bettina a través de la tela fina en distintos lugares del cuerpo; era como el juego de unir los puntos. Zdena tomaba forma
.

La niña se sentaba en su regazo y escuchaba historias. Zdena sentía sus pechos de cuarenta años, y su tripa, calentarse con el peso de la niña. La tristeza que cargamos, la tristeza de cualquiera, pensaba Zdena, tiene exactamente el mismo peso que un niño que duerme
.

Una tarde de agosto, con las carreteras antes cortadas por el barro ahora polvorientas tras semanas de un verano caluroso, un hombre se detuvo frente a la casa de Zdena. Se enteró de que era la hija del zapatero (el padre de Zdena no tenía hijos varones) y necesitaba que alguien le arreglase las botas
.

El hombre esperó en la baranda, en calcetines, mientras Zdena le hacía los arreglos. Cada tacón necesitaba cinco clavos pequeños. Bettina observaba atentamente. Hacía mucho calor. Cuando hubo terminado, Zdena les sacó a cada uno un vaso de agua
.

La niña hundió la cara en la falda de Zdena, sus bracitos rodeaban sus piernas. No estaba claro si necesitaba consuelo o si estaba empeñada en consolar
.


Es idéntica a ti —dijo el hombre
.

Vine a Idhra a insistir sobre ciertas preguntas hasta romperlas.

Las preguntas sin respuesta deben hacerse muy despacio. El primer invierno que pasé en la isla observé cómo la lluvia llenaba el mar. Durante semanas enteras, sábanas de agua oscura tapaban las ventanas. Todos los días antes de cenar caminaba hasta el borde del acantilado y vuelta. Comía sentado a la mesa de trabajo, igual que Athos, con un plato vacío sujetando las páginas de un libro.

Aunque las contradicciones de la guerra parecen repentinas y simultáneas, la historia acecha antes de golpear. Algo que se tolera pronto se convierte en algo bueno.

No debo usar tanto el pedal en el primer ritardando

Según la tradición hebrea hay que referirse a los antepasados como «nosotros», no como «ellos». «Cuando nos expulsaron de Egipto…» Esto alienta la identificación y la responsabilidad con respecto al pasado pero, sobre todo, provoca el colapso del tiempo. El judío está por siempre abandonando Egipto. Un buen modo de enseñar ética. Si las elecciones morales son eternas, las acciones individuales se revisten de un significado inmenso, por insignificantes que sean: no sólo para esta vida.

Una parábola: Le piden a un rabino respetado que hable a los fieles de un pueblo vecino. Al rabino, bastante famoso por su sabiduría práctica, se le acercan para pedirle consejo donde quiera que vaya. Como desea estar a solas en el tren durante unas horas, se disfraza con ropajes harapientos y, con sus andares de viejo, todos le toman por un campesino. El disfraz es tan eficaz que provoca miradas de desaprobación y murmullos insultantes entre los pasajeros ricos de su alrededor. Cuando el rabino llega a su destino, le reciben los dignatarios de la comunidad que le saludan con calor y respeto, ignorando, con mucho tacto, su aspecto. Los que le habían ridiculizado en el tren se dan cuenta de su importancia e inmediatamente le suplican que les perdone. El anciano no contesta. Durante muchos meses, estos judíos —que, a fin de cuentas, se consideraban a sí mismos hombres buenos y piadosos— imploran la absolución del rabino. El rabino permanece en silencio. Finalmente, cuando ha pasado casi un año, visitan al anciano en el Día del Temor de Dios, cuando está escrito que cada hombre debe perdonar a su prójimo. Pero el rabino aún se niega a hablar. Desesperados, alzan por fin la voz: ¿Cómo puede un santo varón cometer semejante pecado, guardarse su perdón en un día como éste? El rabino sonríe seriamente. «Todo este tiempo le habéis estado pidiendo perdón al hombre equivocado. Debéis pedirle al hombre del tren que os perdone».

Claro que es el perdón de todos los campesinos el que hay que buscar. Pero la idea que quería transmitir el rabino es aún más tiránica: nada borra un acto inmoral. Ni el perdón. Ni la confesión.

E incluso si un acto pudiera perdonarse, nadie podría soportar la responsabilidad de perdonar en nombre de los muertos. Ningún acto violento se resuelve jamás. Cuando el que puede otorgar el perdón ya no puede hablar, sólo queda silencio.

La historia es el pozo envenenado que se infiltra en el agua subterránea. No es el pasado desconocido el que estamos condenados a repetir, sino el pasado que conocemos. Cada acontecimiento registrado es un ladrillo cargado de potencial, de precedente, arrojado al futuro. Llegará un momento en que ese acontecimiento golpeará a alguien en la nuca. Esta es la duplicidad de la historia: toda idea registrada se convertirá en idea resucitada. Saldrá de la tierra fértil, del abono de la historia.

La destrucción no crea un vacío, simplemente transforma la presencia en ausencia. El átomo que se divide crea ausencia, energía palpable que «falta». En el universo del rabino, en el universo de Einstein, el hombre permanecerá por siempre en el tren, familiarizado con la humillación pero no humillado porque, al fin y al cabo, se trata de un caso de confusión de identidad. Se le levanta el ánimo: realmente no es él el objeto de esta persecución; se le hunde el ánimo: cómo podría demostrar, por qué debería demostrar, que él no es lo que ellos creen que es.

Estará ahí sentado para siempre; igual que en el reloj pintado en la estación de Treblinka serán siempre las tres. Igual que sigue flotando en la brisa pavorosa del andén el consejo fantasmal: «A la derecha, vayan a la derecha». La unión del recuerdo y la historia cuando comparten el tiempo y el espacio. Cada momento es dos momentos. Einstein: «… todos nuestros juicios en los que el tiempo juega un papel son siempre juicios sobre acontecimientos simultáneos. Si, por ejemplo, digo que el tren llegó a las siete, lo que quiero decir es: la manecilla corta de mi reloj marcando el siete y la llegada del tren son acontecimientos simultáneos…, la hora de la llegada no tiene ningún significado funcional…». El acontecimiento tiene significado sólo si hay testigos de la coordinación del tiempo y el espacio.

Testigos como los que vivían cerca de las incineradoras, dentro del radio del olor. Los que vivían por fuera de las verjas de un campo, o estuvieron por fuera de las puertas de las cámaras. Los que se movieron unos pasos a la derecha en el andén de la estación. Los que nacieron en la siguiente generación.

Si en vez de éste utilizo el segundo dedo, me dará tiempo a tocar la voz media en el segundo compás

La ironía es un par de tijeras, una vara de zahón, que apunta siempre en dos direcciones. Si el acto malvado no puede borrarse, entonces el bueno tampoco. Es una medida tan exacta de una sociedad como cualquier otra: ¿cuál es el acto más pequeño de caridad que puede considerarse heroico? En aquellos tiempos, ser moral no requería más que el parpadeo más leve de un movimiento —un micrómetro— de ojos que miran a otro lado o parpadean, mientras un hombre cruzaba corriendo un campo. ¡Y los que daban agua o pan! Penetraron un reino más elevado que el de los ángeles simplemente por permanecer en el fango humano.

La complicidad no es repentina, aunque ocurre en un instante.

Para que se demuestre su certeza, sólo es necesario que la violencia se presente una vez. Pero el bien demuestra su verdad a través de la repetición.

Debo mantener el mismo tempo cuando empiezo el pianissimo

En Idhra por fin empecé a sentir que mi dominio del inglés me permitía ya trasladar la experiencia. Me obsesionaban los bordes palpables del sonido. El momento en que el lenguaje por fin se rinde ante lo que está describiendo: los diferenciales más sutiles de la luz o la temperatura o la tristeza. Soy un cabalista sólo en el sentido de que creo en el poder del conjuro. Un poema es tan nérveo como el amor; el carril de un ritmo que dirige la mente.

Este hambre de sonido es casi tan aguda como el deseo, como si uno pudiera honrar cada centímetro de piel con palabras; y así, suspender el tiempo. Una palabra se encuentra como en casa en el deseo. Ninguna estación del corazón está más llena de soledad que el deseo, que mantiene el mundo preparado, envenenado por la belleza, cuya única permanencia es la pérdida. Maurice tenía una opinión tan definitiva de los poemas que publiqué antes de regresar a Idhra, que declaró con un tono de compasión por los ignorantes: «Esto no son poemas, son historias de fantasmas».

Lo que también quería decir pero no dijo era: Antes de que naciera nuestro hijo Yosha, yo también pensaba que creía en la muerte. Pero sólo me convencí al ser padre.

Después de un año en Idhra, al final del verano, Maurice, Irena y Yosha, que aún iba a gatas, vinieron de visita.

Maurice y yo pasamos muchas tardes calurosas en el pequeño patio de la taberna de la señora Karouzos mientras Irena y Yosha descansaban.

Una tarde, mientras conversábamos, Maurice hizo rodar un limón bajo la gruesa palma de su mano, sobre el mantel blanco y azul. Dijo:

—Sa —siempre comienza un comentario del que está particularmente orgulloso con «c’est ça», que en su prisa por exponer la idea se convierte en un farfullo.

—¡Quieres ser como Zeuxis, señor de la luz, que pintó unas uvas tan reales que los pájaros intentaron comérselas!

Me recliné en la silla, levantando las patas delanteras, con la cabeza apoyada contra el muro de piedra. El patio se inclinó. Las contraventanas verdes y un cielo puro. Luego miré el rostro enrojecido y muy redondo de Maurice. Irena y él eran los únicos amigos que tenía sobre la tierra. No podía parar de reírme y pronto él también se estaba riendo. El limón se escapó de la mano de Maurice y se tambaleó callejuela abajo hasta el muelle.

Desde el principio me sentí como en casa en estas colinas, con imágenes rotas suspendidas sobre todos los abismos, todos los valles, el espíritu volviendo la vista al cuerpo. Las túnicas azules de su Señor más pálidas que las flores, la cara de su Redentor fraccionada por el clima. Imágenes en cajas de madera diminutas como casetas de pájaros, con la pintura agrietada y la madera raída como una soga por la lluvia y el sol. Escribía rodeado de un zumbido calmo, con el calor que barnizaba las hojas de los árboles, que volvía blancas las casas sudorosas, los tejados rojos y calientes revolviéndose deslumbrados.

Pero también sabía que sería siempre un extraño en Grecia, por mucho tiempo que viviera allí. De modo que a lo largo de los años intenté anclarme en los detalles de la isla: el sol quemando la noche hasta hacerla desaparecer de la superficie del mar, las huertas de olivos bajo la lluvia invernal. Y en la amistad de la señora Karouzos y su hijo, que me cuidaban desde una cierta distancia.

Intenté bordar la oscuridad, suturas negras donde cosía mis piedras centelleantes, seguras y apretadas, enterradas en la tela: los intermezzos de Bella, los mapas de Athos, las palabras de Alex, Maurice e Irena. Negro sobre negro, hasta que la única manera de ver la textura habría sido colocar toda la tela bajo la luz.

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