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Authors: Anne Michaels

Tags: #Drama, Relato

Piezas en fuga (15 page)

BOOK: Piezas en fuga
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Llevábamos casados alrededor de dos años cuando mis pesadillas regresaron. Aun así, pasaría algún tiempo antes de que Alex y yo dejáramos de considerar nuestra felicidad nocturna como el más profundo logro de nuestro matrimonio.

A Alex le gustaba salir a tomar un desayuno grasiento los domingos lluviosos, para después ir a la sesión matinal. Como Maurice y yo habíamos estado yendo al cine juntos desde hacía años y ya que cuando Maurice e Irena conocieron a Alex fue cuando fuimos todos juntos a ver
Ben-Hur
, era una tradición que los cuatro fuéramos a ver cualquier cosa que pusieran en el Odeon cerca de casa de Maurice e Irena. Nunca elegíamos la película, sino que íbamos siempre al mismo cine. Este era probablemente el único asunto sobre el que estábamos todos de acuerdo; cualquier cosa que pusieran nos venía bien.

Acabábamos de ver
Cleopatra
y yo me di cuenta de que Maurice estaba apasionándose por Elizabeth Taylor. Caminaba delante con Alex, que intentaba sonsacarle los últimos cotilleos sobre el museo, donde Maurice llevaba ahora la sección de meteorología. Alex se giró hacia Irena y hacia mí y señaló una cafetería.

—¿Qué tal un «largo viaje a casa»?
[8]

Así es como Alex decía palíndromo, en jerga rimada, y todos sabíamos que en este caso se refería a uno de los mejores de su arsenal: «
Desserts, I stressed
»
[9]
. A Alex jamás se le hubiese ocurrido decir simplemente, vamos a parar a tomarnos un arroz con leche.

Era raro que Alex alargase nuestras salidas con Maurice e Irena; deduje que lo único que pasaba era que tenía hambre. Me miró y supo lo que yo estaba pensando. Levantó los ojos al cielo. Pillada.

—Jakob, tu mujer siempre quiere saber lo que pasa en el trabajo. ¿Es que no sabe que en el museo no hay «
hepcats
»? No le puedo contar más que viejas noticias. Pero Alex, si quieres saber cosas sobre vidas pasadas…

—¿Por qué no? Los
hepcats
tienen siete vidas, ¿no?
[10]

—Esta chica es imposible —dijo Maurice, haciendo con la cabeza un gesto de falsa desesperación.

—Bueno, qué más da —dijo Alex—. Además, ya tengo más que suficiente con la historia que me dan en casa.

Uno puede buscar significado en lo profundo o puede inventárselo.

De todos los portulanos —guías de puertos, cartas de navegación— que han sobrevivido del siglo XIV, el más importante es el Atlas Catalán. Lo preparó, por encargo del Rey de Aragón, el cartógrafo y fabricante de instrumentos Abraham Cresques el Judío. Cresques, judío de Palma, fundó en la isla de Mallorca una escuela de cartografía que perduraría largos años. La persecución religiosa obligó al taller de Cresques a establecerse en Portugal. El Atlas Catalán constituyó el mapamundi definitivo de su época. Incluía la información más reciente recabada por los viajeros árabes y europeos. Pero quizá la contribución más importante del atlas fuese lo que omitía. En otros mapas las regiones desconocidas del norte y del sur se incluían como lugares de mitos, de monstruos, de antropofagia y serpientes marinas. Pero en lugar de eso, el Atlas Catalán, buscador de la verdad, fiel a los datos, dejaba en blanco las partes desconocidas de la tierra. Este espacio en blanco estaba señalado, simple y aterradoramente, como Terra Incógnita, retando a cualquier marinero que desplegase la carta.

Los mapas históricos siempre han sido menos cabales. En ellos, la terra cognita y la terra incógnita habitan exactamente las mismas coordenadas de tiempo y espacio. Lo más que podemos aproximarnos a la localización de lo desconocido es cuando se derrite a través del mapa, una mancha transparente como una gota de lluvia se disuelve por el mapa como una marca de agua.

En el mapa de la historia, quizá la marca de agua sea la memoria.

Bella hacía ejercicios diarios para fortalecer los dedos; Clementi, Cramer, Czerny. Sus dedos me parecían, especialmente cuando nos peleábamos —dándonos pellizcos de gallina en las costillas— fuertes como los dientes de un martillo. Pero cuando tocaba a Brahms o cuando me escribía palabras en la espalda, demostraba que podía ser tan tierna como una niña normal.

El intermezzo comienza andante non troppo con molto expressione

Brahms, compositor, dirigía también el Coro Femenino de Hamburgo. Según Bella ensayaban en el jardín; Brahms se subía a un árbol y dirigía desde una rama. Bella se apropió del lema del coro: «¡fix oder nix!» —«o está a esta altura o nada». Me imaginaba a Brahms grabando una raya en la corteza del árbol.

Bella memorizaba, repitiendo frases hasta que tenía los dedos tan cansados que abandonaban toda resistencia y lo hacían bien. Inevitablemente, mi madre y yo también nos aprendíamos la música de memoria. Pero cuando terminaba de memorizar —compás por compás, sección por sección— y tocaba la pieza sin detenerse, me perdía; ya no me daba cuenta de los cien fragmentos acumulados sino que oía una larga historia, después de la cual la casa se quedaba en silencio durante lo que parecía un rato muy largo.

La historia es amoral: sucedieron hechos. Pero la memoria es moral; lo que recordamos conscientemente es lo que recuerda nuestra conciencia. La historia es el Totenbuch, el Libro de los Muertos, recopilado por los administradores de los campos. La memoria es el Memorburcher, los nombres de aquellos por los que se debe guardar luto, leídos en voz alta en la sinagoga.

La historia y la memoria comparten datos; es decir, que comparten el tiempo y el espacio. Cada momento es dos momentos. Pienso en los estudiosos de Lublin, que vieron cómo sus libros más queridos y santos eran arrojados a la calle por las ventanas del segundo piso de la Academia Talmúdica y quemados —tantos libros que la hoguera duró veinte horas. Mientas los académicos sollozaban en la acera, una banda militar tocaba marchas y los soldados cantaban con toda la fuerza de sus pulmones para ahogar los lamentos de aquellos ancianos; sus sollozos sonaban como soldados cantando. Pienso en el gueto de Łódz, donde los soldados tiraban a los niños por las ventanas del hospital para que otros soldados los «recogieran» con las bayonetas. Cuando el juego se volvió demasiado sucio, los soldados lo lamentaron en voz alta, gritando que la sangre les corría por las mangas, les manchaba los uniformes, mientras los judíos en la calle gritaban de horror, con las gargantas secas de tanto gritar. Una madre sintió el peso de su hijo en los brazos al mismo tiempo que veía el cuerpo de su hija en la acera. Unos respiraron hondo y se asfixiaron. Otros se afirmaron muriendo.

Busco el horror que, como la propia historia, no puede restañarse. Leo todo lo que puedo. Mi ansia por conocer todos los detalles resulta ofensiva.

En Birkenau, una mujer llevaba debajo de la lengua los rostros de su marido y de su hija, arrancados de una fotografía, para que no pudieran arrebatárselos.
Si todo cupiera debajo de la lengua
.

Noche tras noche sigo infinitamente el camino de Bella desde la puerta de casa de mis padres. Para darle un lugar a su muerte. En esto consiste mi tarea. Recojo datos, intentando reconstruir los acontecimientos hasta sus detalles más mínimos. Porque Bella podría haber muerto en cualquier lugar de esa ruta. En la calle, en el tren, en las barracas.

Cuando nos casamos esperaba que si dejaba entrar a Alex, si dejaba que entrase un dedo de luz, inundaría el descampado. Y al principio eso fue exactamente lo que ocurrió. Pero poco a poco, sin que Alex tuviera ninguna culpa, el dedo de luz empezó a apuntar hacia abajo, sin iluminar nada, ni siquiera el punto blanco de contraste que quemaba el suelo al tocarlo.

Y el mundo se quedó en silencio. De nuevo me encontraba bajo el agua, con las botas clavadas en el barro.

¿Importa que fueran de Kielce o Brno o Grodno o Lvov o Turín o Berlín? ¿O que la cubertería de plata o un mantel de lino o el caldero descascarillado —el de la franja roja, entregado a una hija de manos de su madre— fueran utilizados más tarde por un vecino, o por alguien a quien nunca conocieron? O si uno se fue el primero o el último; o si se separaron al subirse o al bajarse del tren; o si se los llevaron de Atenas o Radom, de París o Burdeos, Roma o Trieste, de Parczew o Biaíystok o Salónica. ¿Si les arrancaron de las mesas del comedor o de las camas del hospital o del bosque? ¿Si les quitaron las alianzas de boda de los dedos o los empastes de la boca? Nada de eso me obsesionaba; pero… ¿estaban callados o hablaban? ¿Tenían los ojos abiertos o cerrados?

No podía apartar mi angustia del preciso instante de la muerte. Estaba centrado en esa fracción histórica de segundo: el cuadro viviente de la trinidad del espanto —el perpetrador, la víctima, el testigo.

¿Pero en qué momento se convierte la madera en piedra, la turba en carbón, la piedra caliza en mármol? El instante gradual.

Cada momento es dos momentos.

El cepillo de Alex apoyado en el lavabo: el cepillo de Bella. Las trabas planas de pelo de Alex: las horquillas de Bella que aparecían en lugares extraños, como marcadores de libros, o manteniendo abierta la partitura sobre el piano. Los guantes de Bella junto a la puerta de entrada. Bella escribiéndome en la espalda: el tacto de Alex en la noche. Alex susurrándome las buenas noches pegada a mi hombro: Bella recordándome que ni siquiera Beethoven se acostaba más tarde de las diez.

No tengo nada que haya pertenecido a mis padres, casi ningún conocimiento de sus vidas. De las pertenencias de Bella, tengo los intermezzos, «Luz de Luna», otros trabajos para piano que de pronto me reconquistan; oír la música de Bella saliendo de un fonógrafo en una tienda, de una ventana abierta en un día de verano, o de la radio de un coche…

El segundo legato tiene que ser una pizca, y sólo una pizca, más lento que el primero

Cuando Alex me despierta en plena pesadilla me estoy frotando los pies para que les vuelva la sangre después de estar sobre la nieve. Ella está frotando mis pies contra los suyos y envolviéndome el costado con sus brazos suaves y delgados, bajándome por los muslos sobre las estrechas literas de madera, cajones de madera repletos de huesos que respiran, los pies contra las cabezas. Tiran de la manta, tengo frío. Nunca entraré en calor. Luego el cuerpo de Alex, firme y plano, una piedra contra mi espalda mientras ella escala, una pierna sobre mi costado, revolviéndose, dándome la vuelta. En la oscuridad, mi piel tirante, su aliento en mi cara, sus dedos pequeños en mi oreja, una niña que se aferra a una moneda. Ahora está aún quieta e ingrávida como una sombra, sus piernas sobre mis piernas, sus caderas estrechas y el tacto en la fría litera de madera en el sueño —repulsión— y tengo la boca apretada de miedo. «Vuélvete a dormir,» me dice, «vuélvete a dormir».

Nunca se debe confiar en las biografías. Demasiados acontecimientos en la vida de un hombre son invisibles. Desconocidos para los otros como nuestros sueños. Y nada libera al soñador; ni la muerte en el sueño, ni el despertar.

Los únicos amigos de Athos de la universidad con los que mantuve el contacto fueron los Tupper. Varias veces al año cogía el tranvía del este hasta el final del trayecto, donde me recogía Donald Tupper, y conducíamos hasta su casa en Scarborough Bluffs. A veces Alex venía conmigo; le gustaba el perro pastor de los Tupper, al que sacaba a pasear junto con Margaret Tupper, a lo largo de los acantilados que se ciernen sobre la expansión vacía del lago Ontario. Yo las seguía a cierta distancia con Donald, que se distraía como siempre con el paisaje y charlaba sobre el departamento de geografía poniéndose en cuclillas de vez en cuando sin avisar para examinar una piedra. Una tarde de otoño llegué a alejarme de él por lo menos nueve metros antes de darme cuenta de que se había caído al suelo. Me di la vuelta y lo encontré tumbado boca arriba en la hierba mirando la luna. «Mira qué profundos parecen desde aquí los mares de la luna, en el borde de los Grandes Lagos. Casi pueden verse los silicatos evaporándose de la tierra joven para asentarse en los cráteres».

Todos los años el jardín trasero de los Tupper se erosionaba unos pocos centímetros, hasta que un verano la caseta del perro, vacía, desapareció por el borde del precipicio durante una tormenta. Margaret pensó que esto era llevar la ciencia de la tierra un poquito lejos y su marido estuvo de acuerdo, con reticencia, en que deberían mudarse al interior. Alex le contó esto a su padre una noche cuando él nos estaba visitando.

—¿Para empezar, por qué puede querer alguien construir al borde de un precipicio —preguntó el doctor—, si los acantilados se han estado erosionando durante miles de años?

—Precisamente porque se han estado erosionando durante miles de años, papaíto —contestó la lista de mi Alex.

Cada momento es dos momentos.

En 1942, mientras metían a presión a los judíos bajo el suelo y luego los cubrían esparciéndoles tierra encima, había hombres que se arrastraban al introducirse en la oscuridad sorprendida de Lascaux. Los animales se despertaron de su sueño subterráneo. A ochenta metros bajo tierra estallaron a la vida a la luz de una lámpara: los ciervos nadadores, los caballos flotantes, rinocerontes, rebecos y renos. Tenían las aletas de la nariz húmedas y temblorosas, los pellejos exudaban óxido de hierro y manganeso, al olor de la piedra subterránea. Mientras un trabajador en la cueva francesa comentaba «qué delicia escuchar a Mozart en Lascaux en la paz de la noche», la orquesta del submundo de Auschwitz acompañaba a millones de personas a la fosa. La tierra estaba siendo levantada por todas partes, revelando tanto a animales como a hombres. Las cuevas son los templos de la tierra, la parte blanda del cráneo que se pulveriza al tacto. Las cuevas son los depósitos de los espíritus; la verdad habla desde el suelo. En Delphi, el oráculo se proclamaba desde una gruta. En el suelo sagrado de las fosas comunes, la tierra se llenó de ampollas y habló.

Mientras el idioma alemán aniquilaba la metáfora, convirtiendo a los humanos en objetos, los físicos transformaban la materia en energía. El paso del lenguaje/fórmula al hecho: de la denotación a la detonación. Poco antes de que el primer ladrillo rompiese una ventana en Kristallnacht, el físico Hans Thirring escribió, acerca de la relatividad: «Le quita a uno la respiración el pensar en lo que podría pasarle a una ciudad si la energía dormida de un solo ladrillo fuera liberada…, bastaría para arrasar una ciudad de un millón de habitantes».

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