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Authors: Anne Michaels

Tags: #Drama, Relato

Piezas en fuga (16 page)

BOOK: Piezas en fuga
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Alex enciende las luces constantemente. Estoy sentado en la penumbra de media tarde, con un cuento royéndose un camino hacia la superficie, cuando aparece de golpe en casa, llena del mercado del sábado y de tranvías llenos de gente y del mundo cotidiano que me estoy perdiendo —y enciende todas las luces. «¿Por qué estás siempre a oscuras? ¿Por qué no enciendes las luces, Jake? ¡Enciende las luces!»

El momento que yo llevaba medio día intentando alcanzar, carcomiendo la tristeza, se desvanece bajo una bombilla. Las sombras se escurren hasta la próxima vez, cuando Alex vuelve a aparecer con su vitalidad desvergonzada. Nunca comprende; piensa, sin duda, que me hace bien, devolviéndome al mundo, arrancándome de las fauces de la desesperación, rescatándome.

Y lo hace.

Pero cada vez que se me escapa, cabizbajo, un recuerdo o una historia, se lleva consigo más de mí mismo.

Empiezo a pensar que Alex me está lavando el cerebro. El rollo de Gerard Street, el jazz del Tick Tock, la política de cafetería en el River Nihilism, que pertenece a un artista del origami que hace pájaros con billetes de dólar, la moda de la pasión por Trudeau y por la corneta. El retrato que le ha hecho un pintor con medio bigote. Lo larga que es, la sexualidad nerviosa que ahora controla totalmente —todo me está haciendo olvidar. Athos recompuso pedazos de mí lentamente, como si estuviese preservando madera. Pero Alex —Alex me quiere hacer estallar, prenderle fuego a todo. Quiere que vuelva a empezar.

El amor debe cambiarte, no puede hacer otra cosa que cambiarte. Aunque ahora parece que no quiero la comprensión de Alex. Ahora su falta de comprensión parece demostrar algo.

Miro a Alex arreglarse para ir a ver a sus amigos. Su perfección es descorazonadora. Se ajusta un grueso brazalete de oro alrededor de una fina manga negra. El vestido que lleva es ceñido como un capullo. Cada cremallera que sube, botón que abrocha, imperdible que cierra, libera el poder de su belleza.

Cuando Alex sale con «los chicos», «la gente», «la panda», yo me quedo en casa, soy el esqueleto con la guadaña. «Te lo pasarás mejor sin mí».

Para el padre de Alex, para Maurice e Irena, Alex me ha dejado. Pero soy yo quien la ha abandonado a ella.

Vuelve tarde y se tumba encima de mí. Puedo oler el humo en su vestido, en el pelo.

Lo siento, me dice. No volveré a salir sin ti.

Los dos sabemos que esto lo dice sólo porque no es verdad. Tira de cada uno de mis dedos por separado, un tirón largo por cada falange. Me besa la palma. Un rubor se le extiende por la piel.

Recorro con mis manos su pelo sedoso. Noto la marca de nacimiento en la coronilla. A los pocos minutos sus zapatos caen al suelo con un golpe. Bajo la larga cremallera y la lana negra y suave se separa, se abre una estela de piel blanca. Le aflojo con un masaje los nudos de la espalda, cansados por pasar demasiadas horas con tacones, demasiados taburetes precarios y horas de conversación, inclinándose para oír por encima del barullo. Trazo lentos círculos en su espalda lisa y caliente, como si amasara pan para sacarle el aire. Me imagino la marca leve que le han dejado los ligueros en los muslos. Es delgada y liviana, tiene los huesos de un pájaro. El pelo lleno de humo le cae sobre la boca abierta, su boca abierta contra mi garganta. Completamente vestida, sus piernas y brazos perfilan los míos debajo de las mantas —ahora estoy dentro del abrigo de Athos. Siento la humedad de su aliento, su oreja pequeña.

Ninguna ola de deseo me mueve a calcar con mi lengua su columna, a pronunciarla, centímetro a centímetro milagroso.

Estoy despierto mientras ella duerme. Cuanto más la abrazo, más lejos retrocede Alex de mi tacto.

Hay un decrescendo en el noveno compás, y después de pianissimo a piano tan de prisa, pero no tan suave como el diminuendo del decimosexto compás

Bella está sentada a la mesa de la cocina con la música delante. Practica con los dedos sobre la superficie de la mesa y anota en la partitura lo que debe recordar. Es domingo por la tarde. Mi padre está dormido en el sofá y Bella no quiere despertarle. Ahora puedo escuchar los golpecitos, tumbado junto a Alex. Puedo oír a Bella dando golpecitos en la pared que separa nuestras habitaciones, un código que inventamos para poder darnos las buenas noches desde la cama.

De vuelta a casa de comprar huevos para mi madre, Bella me contó la historia de Brahms y Clara Schumann. No era propio de ella, pero Bella cazó al vuelo la oportunidad de hacer el recado, porque estaba lloviendo y quería usar el elegante paraguas que mi padre le había comprado por su cumpleaños. Me dejó que caminara debajo de él con ella, pero empeñándose en llevarlo como un parasol, de modo que ninguno de los dos permanecimos secos. Yo le gritaba para que lo sujetara recto. Tiraba de él, ella lo agarraba de nuevo, y acabé por quedarme fuera del preciado perímetro, de mal humor y calándome hasta los huesos, provocando su arrepentimiento. Bella siempre me contaba historias cuando quería que yo la perdonase. Sabía que no podía resistirme a escuchar. «A los veinte años Brahms se enamoró de Clara Schumann. Pero Clara estaba casada con Robert Schumann, por quien Brahms sentía veneración. ¡Brahms adoraba a Robert Schumann! Brahms nunca se casó. Imagínate, Jakob, le fue fiel toda la vida. Le escribía canciones. Cuando Clara murió, Brahms estaba tan afectado que de camino al funeral se equivocó de tren. Se pasó dos días cambiando de trenes, intentando llegar a Francfort. Brahms llegó justo a tiempo para arrojar un puñado de tierra sobre el ataúd de Clara…» «Bella, ésa es una historia terrible, ¿qué clase de historia es ésa?»

Dicen que durante las cuarenta horas que pasó en los trenes la mente de Brahms se estaba llenando ya con su última composición, el preludio coral «O Welt ich muss dich lassen» —«Oh Mundo, debo abandonarte».

Que estaban rotos por errores que no tenían posibilidad de arreglar; todo sin terminar. Todos los pecados del amor sin detalles, detalles sin amor. Arrepentirse de hablar, de haberse quedado sin tiempo para hablar. De guardarse uno mismo. De dar la espalda demasiado a menudo para dormir.

Intentaba imaginar sus necesidades físicas, la indignidad de las necesidades humanas que alcanzan extremos tales que igualan la añoranza por tu mujer, hijo, hermana, padre, amigo. Pero en verdad ni siquiera puedo empezar a imaginarme el trauma de sus corazones, de que se los hayan llevado en medio de la vida. Los que tenían niños pequeños. O los que acababan de enamorarse, arrancados de ese estado de gracia. O los que habían vivido de manera invisible, los que nunca fueron conocidos.

Una noche de julio las ventanas están abiertas; oigo niños gritando en la calle. Sus voces están suspendidas en el calor que se evapora de aceras y jardines. La habitación está inmóvil frente a la agitación de los árboles. Alex me respeta lo suficiente como para molestarse en pronunciar las palabras: «No puedo soportar más esto». Estoy demasiado cansado como para levantar la cabeza del brazo sobre la mesa y abro los ojos para ver el dibujo borroso de la tela, demasiado cerca como para enfocarlo.

Cuando dice, «no puedo soportar esto más», también quiere decir, «he conocido a otra persona».

Quizá un músico, un pintor, un médico que trabaja con su padre. En cuanto a irse, quiere que yo la mire: «¿Esto es lo que quieres, no? Hasta el último rastro de mí se habrá ido…, mi ropa, mi olor, incluso mi sombra. Mis amigos cuyos nombres no recuerdas…».

Es un desorden neurológico, sé lo que tengo que hacer pero no puedo moverme. No puedo mover un músculo ni una célula. «Eres desagradecido, Jake, esa palabra sucia que tanto odias…»

Cuando Mamá y Papá me trajeron aquí por primera vez, había treinta y dos latas
.

Más que suficiente para un niño pequeñito como tú, dijo Mamá. Recuerda, dos latas al día. Mucho antes de que se te acaben las latas habremos vuelto. Papá me enseñó a abrirlas. Mucho antes de que se terminen la latas, habremos vuelto a buscarte. No le abras la puerta a nadie, ni aunque te llamen por tu nombre. ¿Entiendes? Papá y yo tenemos la única llave y vendremos por ti. Nunca abras las cortinas. Prométeme que nunca, nunca abrirás la puerta. Nunca abandones este cuarto, ni un minuto, hasta que hayamos vuelto. Espéranos. Promételo
.

Papá me dejó cuatro libros. Uno es sobre un circo, uno es sobre un granjero, los otros dos son sobre perros. Cuando me acabo uno, empiezo con el siguiente y cuando me termino los cuatro, empiezo otra vez. No me acuerdo cuántas veces
.

Al principio caminaba alrededor de la habitación cada vez que me apetecía. Ahora tengo un sitio para la mañana, otro para después del almuerzo. Cuando el sol está entre la alfombra y la cama, entonces puedo cenar
.

Ayer fue la última lata. Pronto voy a tener mucha hambre. Pero ahora que ya no queda ni una lata, volverán Mamá y Papá. La última lata significa que ya llegan
.

Quiero salir pero prometí que nunca dejaría la habitación hasta que volvieran. Lo prometí. ¿Qué pasaría si volviesen y yo no estuviera
?

¡
Mamá, hasta comería zanahorias cocidas! Ahora mismo
.

Anoche hubo mucho ruido afuera. Hubo música. Parecía una fiesta de cumpleaños
.

La última lata significa que pronto estarán aquí. Estoy flotando. El suelo está muy lejos. Y si no abro la puerta, y si salgo por esa grieta pequeña en el techo

Ha pasado una semana desde que se fue Alex. Si regresara, me encontraría en el mismo sitio en el que me dejó. Levanto la cabeza de la mesa. La cocina de julio está oscura.

Terra Nullius

Llego a Atenas a medianoche. Dejo la maleta en el Hotel Amalias y vuelvo a salir a la calle. Cada paso es como cruzar el umbral de una puerta. Parece que recuerdo las cosas sólo a medida que las voy viendo. Las hojas susurran bajo las farolas. Subo por la cuesta empinada de Lykavettos, tambaleándome, deteniéndome a descansar. Pronto ni siquiera noto el calor, mi sangre y el aire tienen la misma temperatura.

Me quedo mirando la casa que fue de Kostas y Daphne y que parece haber sido redecorada recientemente, hay flores colgando de maceteros en las ventanas. Desearía abrir la puerta principal y penetrar en el desaparecido mundo de su cariño. Encontrarlos ahí, pequeños como dos niños, con los pies apenas rozando el suelo cuando se reclinan en el sofá.

Kostas, en la última carta que me envió antes de morir: «Sí, tenemos la constitución democrática. Sí, la prensa es libre. Sí, Theodorakis está libre. Ahora podemos volver a ver nuestras tragedias en el anfiteatro y cantar los rebetika. Pero no hay un día en que podamos olvidar la masacre de la politécnica. O el largo encarcelamiento de Ritsos —incluso cuando recoge su título honoris causa por la Universidad de Salónica o lee su “Romiosini” en el Estadio Panatinaikos…».

Desde fuera de la casa de Kostas y Daphne, no parece posible que ya no estén, que Athos lleve muerto cerca de ocho años. Que Athos, Daphne y Kostas ni siquiera llegaran a conocer a Alex.

Quiero llamar a Alex a larga distancia, darme la vuelta y coger un avión a Canadá; como si fuera esencial contarle cómo fue aquello, esas semanas con los tres en esa casa cuando era joven. Como si ésta fuera la información que falta, la que nos hubiera salvado. Quiero contarle que ahora sería capaz de animarme, si ella quisiera aceptarme de nuevo.

Permanezco tumbado y despierto en mi habitación de hotel hasta sentirme capaz de echarme a llorar de agotamiento. Llevo despierto desde Toronto; dos días y dos noches. El tráfico en Amalias nunca cesa. Durante toda la noche oigo el ruido de la calle mientras recorro el camino que me saca del pasado.

Por la mañana no estoy preparado para el idioma alemán que se habla en la plaza Syntagma, no estoy preparado para los turistas que andan por todas partes. Cojo el primer vuelo del día para Zakynthos. El viaje aéreo es tan corto que me desorienta. Pero la pista de aterrizaje está rodeada de campos que reconozco. El viento caliente cimbrea silenciosamente los lirios silvestres y la hierba alta.

Camino cuesta arriba en trance.

El terremoto ha convertido nuestra casita en un mojón. Entierro las cenizas de Athos bajo las piedras de nuestro escondite. Los asfódelos que utilizamos tanto tiempo atrás para hacer pan crecen por todas partes por entre el montón deshecho de piedras. Parece adecuado que ahora que Athos ya no está, la casa no esté tampoco. Después, en el pueblo a medio reconstruir, pregunto en el kafenio y me dicen que el viejo Martin se murió el año pasado. Tenía noventa y tres años y todo Zakynthos asistió a su funeral. Desde el terremoto, Ioannis y su familia viven en la península. Pocas horas después abandono Zakynthos a bordo de El Delfín y cruzo el estrecho. Las tumbonas de plástico naranja brillan como caramelo duro. El cielo es un mantel azul ondeando, suspendido en el viento. En Kyllini me monto en un autobús de regreso a Atenas. Ceno muy tarde con una bandeja en el balcón de mi habitación de hotel. Cuando me despierto por la mañana estoy aún completamente vestido.

Al día siguiente fui a Idhra en barco. Al atracar dejé atrás un enjambre de turistas. Subiendo por las estrechas callejuelas, el pueblo, con sus paredes encaladas de pura luz solar, se desvaneció.

La casa familiar de Athos —donde estoy ahora sentado escribiendo esto, tantos años después— es una crónica de las generaciones de Roussos. Los diversos muebles dan la impresión de haber sido arrastrados cuesta arriba hasta la casa en distintas décadas y, en lugar de cargarlos cuesta abajo, los han dejado y han ido añadiendo más, como en un agregado rocoso. A menudo he intentado adivinar qué pieza del mobiliario representa a qué antepasado Roussos.

La señora Karouzos parecía contenta de que por fin la casa volviera a abrirse. Aún era una niña en los años veinte, cuando el padre de Athos vino a Idhra por última vez. Me pregunto si me encontraría deficiente cuando me miró de arriba abajo, si estaba o no pensando, así que en esto se ha convertido el linaje de los Roussos.

Aquella primera noche, con la luna en la ventana inmovilizada como una moneda en pleno giro, exploré la biblioteca de Athos. Volví a encontrarme bajo su protección.

Había muchos volúmenes de poesía, más de los que recordaba, además de las lecciones de Athos: Paracelso, Linneo, Lyell, Darwin, Mendeléiev. Guías de campo. Esquilo, Dante, Solomos. Me son tan familiares —pero no sólo lo que contienen: mis manos recordaban los cueros agrietados y con relieves, con las esquinas gastadas hasta el cartón, los libros de tapas blandas suavizados por el aire marino. Y, deslizados entre los libros, recortes de periódicos frágiles como la mica. Cuando era pequeño buscaba entre todos ellos ese libro que me lo enseñaría todo, del mismo modo que buscaba un idioma, igual que alguien busca el rostro de una mujer. Hay un proverbio hebreo: Coge un libro en las manos y eres un peregrino a las puertas de una ciudad nueva. Incluso encontré mi pañuelo de oración, un regalo que me hizo Athos después de la guerra y que nunca había usado, doblado cuidadosamente y guardado aún en su caja de cartón. El extremo inferior del pañuelo es del más claro azul, como si lo hubiesen mojado en el mar. El azul de una mirada furtiva.

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