Piezas en fuga (14 page)

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Authors: Anne Michaels

Tags: #Drama, Relato

BOOK: Piezas en fuga
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Del mismo modo que me inclinaba sobre ella mientras leía, o solía acorralarla mientras tocaba, con el mismo apetito —para penetrar el misterio de los símbolos negros sobre el papel. A veces tocaba mi padre, pero no era ni la mitad de bueno que Bella, y le avergonzaba el betún que nunca lograba acabar de quitarse de las manos. Pero a mí me encantaba verle cojear a través de una melodía y, mirando atrás, me parece muy bien ver unas manos amoratadas por el trabajo sobre un teclado blanco, como manchadas por el esfuerzo de producir semejantes sonidos.

Era demasiado pequeño como para acordarme de los compositores o de los títulos de las piezas que Bella tocaba, así que si quería que tocase algo para mí, tarareaba la melodía. He deseado tantas veces a lo largo de los años cantar para ella, para que me enseñase los nombres de las cosas. Sólo me sabía los títulos de dos piezas, porque le pedía que tocase estas dos más que ninguna otra. Un intermezzo de Brahms y la «Luz de Luna» de Beethoven. Cuando tocaba a Beethoven, mi hermana me pedía que imaginara un lago profundo rodeado de montañas, donde el viento se queda atrapado y las olas se mueven en todas las direcciones bajo la luna. Cuando tiraba piedras al río a la luz de la luna, quizá Bella estuviera construyendo una elaborada fantasía sobre Ludwig y su Amante Inmortal. En mis recuerdos ella toca como si comprendiera íntimamente sus pasiones adultas, como si ella también fuera capaz de imaginarse a sí misma escribiendo en una carta «imposible dejar el mundo antes de extraer todo lo que tengo dentro… Providencia, otórgame aunque sea un solo día de felicidad pura».

La biblioteca musical estaba a pocas manzanas del piso, en medio de un parque. Era como tendría que ser una biblioteca de escuchar, habitaciones con revestimiento de madera, sillas acolchadas, árboles meciéndose tras las ventanas. Escuchar música solo y en público, como cenar solo en un restaurante, parecía una actividad extraña y vergonzante, pero después de la publicación de
Levantando falso testimonio
, caminar hasta allí después de cenar una o dos veces por semana se convirtió para mí en una costumbre. Había decidido escuchar sistemática y alfabéticamente a un compositor por cada letra del abecedario, y luego volver a empezar.

Una noche fría de marzo acababa yo de devolver los nocturnos de Fauré y estaba en el mostrador de reservas. Tenía el periódico conmigo y estaba examinando el crucigrama mientras esperaba pacientemente que la bibliotecaria me trajese los quintetos para piano y cuerda.

—Hip hip Fauré.

Me di la vuelta contra unos ojos azules como las cuevas de Kianou. Contra el ansia, la fuerza y la energía.

—Estoy haciendo una lista de chequeo, ¿es Liszt checo?

Tenía la rebeca abierta y, debajo, la blusa sedosa se le pegaba al cuerpo por la electricidad estática.

—No —conseguí decir, y después de unos segundos—: …Tampoco Bach, ni Bax ni Bix.

—¿Sacaste lo de la ciudad en Checoslovaquia? —me preguntó, señalando el crucigrama—… ¡Oslo! Ya sabes, Chec-oslo-vaquia.

En ese momento volvió la bibliotecaria con los quintetos. Sin saber qué decir cogí el disco y murmuré algo mientras me dirigía hacia las cajas con las partituras. Unos minutos después vi que se ponía el abrigo. En un ataque de valor salí corriendo tras ella por la puerta.

—Me encanta la primavera —dije estúpidamente, y entonces me di cuenta de que el viento la obligaba a sujetar con fuerza el abrigo.

Me preguntó si conocía los conciertos del conservatorio.

—Son gratis. AET.

La miré sin entender nada.

—Asociación para la Educación de los Trabajadores…, el sindicato… todos los domingos por la tarde a las dos.

Me quede ahí parado, desvalido, mirando los mechones de su pelo cobrizo revolotear alrededor de su boina escocesa de lana negra. Luego me miré los pies y luego sus piernas largas y sus botas cortas rematadas en piel.

—Adiós —dijo ella.

—Hasta la vista…

—¡
Ceylon
!
Abissinia Samoa
.
Can’t Roumania
;
Tibet
. ¡
Moscow
!
[3]

Se fue con paso largo y mirando hacia atrás una vez, me dirigió un saludo airoso, como una WAC en un póster de reclutamiento.

Así fue como conocí a Alexandra.

Su padre la llamaba Sandra y a ella no le importaba. Con él, Alex no tenía que demostrar nada. Llamaba a su padre Doctor Right —cosa que no constituía un signo freudiano sino que era simplemente la forma de decir Doctor Maclean en jerga cockney rimada— «
he’ll make you right as rain
»
[4]
.

El doctor Maclean maceró a su joven hija en orgullo militar británico. Le contó cómo sus compatriotas londinenses trasladaron tesoros históricos —incluyendo el Casco de Sutton Hoo recién desenterrado— a la estación de metro de Aldwych para protegerlos de los bombardeos. Le contó historias acerca del General Freyberg, «la Salamandra», a cuyas órdenes ejerció como oficial médico en Creta. Freyberg fue quien enterró a Rupert Brooke en Skyros y, al igual que Byron, cruzó nadando el Helesponto. Alex Gillian Dodson Maclean fue agasajada con narraciones sobre el agente del servicio de inteligencia británico Jasper Maskelyne quien, en la vida civil, venía de una familia de ilusionistas. Contribuyó a ganar la guerra a base de magia. Además de maquinar las tretas normales —señales de tráfico falsas, ovejas-bomba, bosques artificiales que disfrazaban pistas de aterrizaje y batallones de mentira hechos de sombras— Maskelyne también escenificaba burlas de ilusionista, ilusiones estratégicas a gran escala. Escondió todo el Canal de Suez con reflectores y focos. Trasladó el puerto de Alejandría una milla más arriba de la costa; cada noche bombardeaban una ciudad de cartón piedra en su lugar, con sus escombros de mentira y sus cráteres de lona.

Cuando me habló de estos trucos, me acordé de la arquitectura fantasmal de Speer, sus pilares de focos en Nuremberg, el espectro del coliseo que se desvanecía con el amanecer. Me acordé de sus columnas neoclásicas disolviéndose al sol aunque permaneciesen en pie las paredes de los recintos. Me acordé de Houdini, asombrando al público cuando se metía en cajas y baúles y luego se escapaba, sin saber que pocos años después otros judíos se agazaparían en cubos de basura y cajas y armarios, para poder escaparse.

Su madre murió cuando Alex tenía quince años. Su padre contrató un ama de llaves. Alex y el doctor se pasaban al menos una tarde a la semana jugando al Scrabble y hacían juntos el crucigrama del
Times.
los fines de semana. Alex se construyó un arsenal de ingenio lingüístico. Trabajaba como secretaria médica en la clínica de su padre, que él compartía con otros dos doctores. En sus ratos libres se inventaba anagramas médicos: «
Physician
,
heal yourself
:
Ill
?
Pay-shy
?
Our fee in cash
»
[5]
. Contempló la idea de hacerse médico ella también, pero se interesaba en demasiadas cosas al mismo tiempo. Su pasión era la música; era una oyente profesional. Iba a ver la orquesta sinfónica, iba a los clubs de jazz, escuchaba grabaciones y era capaz de reconocer quién estaba tocando la corneta o el piano tras unos cuantos compases. Conocer a Alex en la biblioteca musical fue como el regalo que supone tener un hermoso pájaro en el alféizar de la ventana. Era como la libertad justo al otro lado de una frontera, un oasis en la arena. Era todo piernas y brazos, larga y elegante, toda trocitos y retales con un solo encanto unificado. La quinceañera se asomaba a su rostro o a sus piernas y brazos justo cuando más sofisticada quería parecer. Esta inquieta inocencia era lo mismo que empastes de hierro a un imán; estaba enganchada a mi corazón por todas partes, afilada, cargada, escociéndome, y dispuesta a quedarse.

Supongo que yo estaba igualmente inquieto, pero no tenía noción de cómo me veía el mundo. Ambos éramos flacos como palillos de dientes. ¿Qué veía ella cuando me miraba enamorada? Su padre la había llenado de Europa, donde siempre llovía y todo era romántico, donde las cosas eran intensas y reclamaban compromiso. Cuando no se encontraba inmersa en la seguridad del enclave británico de sus compañeros de escuela, rotaba hacia el elemento inmigrante, hacia los acontecimientos organizados por el sindicato. Su padre les tenía un respeto especial a los griegos desde que fue testigo de cómo las viejas de Modhion resistían frente a los alemanes a base de escobas y palas. Supongo que Alex debió de creer que yo era el romanticismo para el que él la había preparado.

Alex creció con las alas desplegadas, pero siempre tuvo la esperanza, o así creía ella, de que alguien la forzaría a atarse los brazos a la espalda. Era un personaje de comedia de situación buscando en vano un momento serio. Gastaba mucha energía siendo moderna y estando a la última, y al mismo tiempo deseaba poseer una vida interior —sin tener que leérselo todo. Las buenas intenciones son lo último que desaparece en una relación. Nos atamos el uno al otro instantáneamente y separarnos nos llevó cinco años. Ella saltaba y me rodeaba el cuello con los brazos como una niña. Compraba zapatos rojos y se los ponía sólo cuando llovía porque le gustaba el aspecto que tenían sobre la acera mojada. Era un móvil perpetuo con ganas de hablar de filosofía. Alex, cuando no estaba bailando, estaba haciendo el pino.

Nos sentábamos en Bassel’s o en Diana Sweets; hablábamos por entre la niebla de la pastelería de Constantine, donde el olor a tabaco llegaba incluso a borrar el olor del pan. Llamaba al local de Constantine la «Ireka Bakery» —un palíndromo. Alex adoraba los palíndromos y habitualmente soltábamos nuestros favoritos en nuestros paseos por el centro de la ciudad. «
Too far Edna we wander afoot
». «
Are we not drawn onward
,
we few
,
drawn onward to new era

[6]
.

Pero Alex se encontraba en su elemento compartiendo una broma con sus amigos en el Top Hat o en el Embassy Club o en el Colonial. Se sentaba ante mesitas redondas con manteles de lino en el Royal York y balanceaba seductoramente sus ideas izquierdistas como si fueran zapatos de tacón. Una vez se unió a nosotros un joven triste. Su padre era el dueño de una fábrica de alfombras, pero el hijo estaba del lado del sindicato. Su vergüenza servía a dos señores. Más tarde, de camino a casa, Alex se rió. «¡No te desgastes sintiendo lástima por él! ¡Se ha metido en un lío persiguiendo una falda por las puertas del sindicato!»

Alex me escandalizaba, que era lo que ella pretendía. Se quitaba de encima las expectativas de los demás con su uso del lenguaje; su dureza era una manera de maldecir. Pronunciaba la frase deliciosa «persiguiendo una falda» como un contoneo, y a mí me dolía la ternura que me producía toda la inocencia frustrada de su lengua extravagante.

Alex era una devoradora de sables, una comedora de fuego. En su boca el inglés estaba vivo y era peligroso, esquinado y caliente. Alex, la Reina de Crucigramas.

Se corría juergas intelectuales, discutía toda la noche, se apoyaba en los hombres en bares abarrotados, empachándose de ideales. Era arrebatadora. Pero era una libertina política. Yo no tenía la confianza necesaria como para discutir de política canadiense con sus amigos marxistas de sangre azul. ¿Cómo podía discutir con ellos acerca de su comunismo de clase alta, ellos que brillaban con la fuerza de su certeza y que nunca habían tenido la desgracia de presenciar cómo los hechos negaban la teoría? Me sentía agusanado de inseguridades; mi circuito era europeo, mi voltaje no se correspondía con el enchufe.

A Alex le faltaba confianza en un solo terreno. Demasiado orgullosa como para revelar su inocencia, coqueteaba para mantener alejados a los hombres. Yo admiraba su armadura de palabras, aprendiendo gracias a ella cómo soportar en secreto mi propia timidez. Como hubiera dicho Maurice, Alex era un apretón dentro de un estrujón, una mujer de vía rápida que no podía saltar de su caballo para darse un revolcón en el pajar. Pero mi evidente, mi dolorosa falta de experiencia sacaba a relucir su propio deseo. Ella sabía que me paralizaba con solo acercarme y oler el perfume de la raíz de su pelo, de su nuca.

Cuando estaba con Maurice y con Irena una palabra vulgar —chaqueta, pendiente, muñeca— me deslumbraba en medio de una conversación. Me sentía bobo. Si Maurice vislumbraba el desastre, también era capaz de ver que Alex era ágil como una nutria, una explosión de coquetería en un traje de chaqueta entallado, o con la pernera drapeada sobre el brazo de un sillón.

Cuando abrió los ojos por primera vez, como mujer mía, en nuestra habitación del Royal York, Alex bostezó.

—Sólo por una vez, me encantaría destrozar una habitación de hotel.

El jersey de Alex sobre una silla, su perfume permanece en la lana. Detrás de los muebles escondía sus diversos bolsos, y cada vez que salía cambiaba objetos misteriosos de uno a otro. Se había mudado al piso que yo compartía con Athos, y ahora yo exploraba el sitio como un extraño. Me había internado en la antigua civilización de las mujeres. Los poliglicoles de sus perfumes y su maquillaje, de sus lociones y talcos, sustituyeron los viales de Athos de aceite de linaza y compuestos azucarados, su acetato de polivinilo y cera microcristalina, sus óxidos alcalinos y sus resinas que se endurecían con la temperatura.

Cuando Maurice e Irena nos invitaban a Alex y a mí a cenar, Irena utilizaba su cubertería de bodas y un mantel de encaje. Irena era una anfitriona aturullada y radiante, y nos servía su pastel de semilla de amapola con un orgullo avergonzado. Alex deseaba disfrutar de estas veladas pero estaba inquieta. Traía whisky y cigarrillos y se sentaba en el sillón de orejas con los pies recogidos, pero yo veía que estaba a punto de escaparse. Cada vez que estábamos en casa de Maurice e Irena, a ella le parecía que se estaba perdiendo algo, que se estaba perdiendo todo, lo que ocurría en algún otro sitio. Si iba a la cocina a ayudar a Irena o le daba un pequeño abrazo al despedirnos, mi corazón se ensanchaba con la esperanza de que algún día Alex aprendería a querernos a todos, tal como éramos.

Alex podía hacer que todos nos sintiéramos como padres, y ella ser la niña caprichosa y enérgica. Iba detrás de Irena y miraba el interior de los calderos y probaba los guisos con aprecio, luego se sentaba en el taburete de la cocina y se ponía a fumar. Mientras picaba verduras le contaba a Irena cosas sobre la clínica de su padre o sobre su último genio del jazz, luego se distraía y encendía otro pitillo, e Irena tenía que terminar el trabajo. El matrimonio le proporcionaba a Alex seguridad moral, sus prontos y su vena salvaje resultaban ahora socialmente inofensivos. Sí que valoraba nuestras conversaciones, nuestros largos paseos; agradecía que yo cocinara para los dos, ya que ahora me dedicaba a la traducción a tiempo completo y trabajaba en casa. Alex compartía las tareas domésticas pero se negaba a hacer la colada y a zurcir; como ella decía, «¿
Eurípides
?
Euménides
»
[7]
. Yo estaba traduciendo también poemas griegos para el amigo londinense de Kostas. Y durante algún tiempo di clases nocturnas de inglés a otros inmigrantes. Aún no estaba escribiendo demasiada poesía, pero sí que escribía cuentos muy cortos. Siempre tenían que ver, de un modo u otro, con el hecho de esconderse; y sólo se me ocurrían cuando estaba medio dormido.

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