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Authors: Anne Michaels

Tags: #Drama, Relato

Piezas en fuga (10 page)

BOOK: Piezas en fuga
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En el muelle, Daphne nos dio una cesta de comida; la boutimata dura que te rompe los dientes a no ser que la empapes en leche o café, aceitunas y
domates
de su jardín para comer con pan, ramitas crujientes de orégano y albahaca, atadas con un cordel.

Una valiosísima botella de popolaro. Kostas le dio a Athos una edición de los poemas de guerra de Sikelianos,
Akritika
, y a mí su ejemplar más querido de una selección de poesía griega tamaño bolsillo con tapas duras, plantando en mí hileras de palabras que crecerían durante el resto de mi vida.

Daphne me achuchó la cara al decirme adiós, y yo sentí cómo mi madre me acariciaba el mentón para hacerme una barba con las manos enharinadas.

Daphne me metió una naranja en el abrigo y me acordé de Mones, que guardaba en el bolsillo la preciada cáscara por el olor, y medio día después abría la boca en el patio del colegio y allí sobre la lengua tenía una pepita de naranja como una perla.

«En xenetia —en el exilio», dijo Athos durante nuestra última noche con Daphne y Kostas en el jardín, «en un paisaje extraño, un hombre descubre las canciones antiguas. Clama por agua de su propio pozo, manzanas de su propia huerta, por las uvas de moscatel de sus propias viñas».

«¿Qué es un hombre sin paisaje?», dijo Athos. «Nada más que espejos y mareas».

Athos y yo, juntos en cubierta, mirábamos la ciudad brillante al otro lado del agua. Desde esta distancia nadie podría adivinar el alboroto que había roto a Grecia, y que seguiría haciéndolo durante años. Anochecía. De dos en dos, de tres en tres, después como sal… las estrellas. Nos pusimos los jerséis que nos había metido Daphne en las maletas y permanecimos por fuera, en el viento frío. Podía oler la lana de la manga de Athos sobre mi hombro. Como arden las llamas, primero en rojo y luego en azul, así se fue purificando el agua azul plata. Después el mar empezó a oscurecerse y Atenas, refulgiendo en la distancia, parecía flotar sobre el horizonte como un barco luminoso.

Es el misterio de la madera, murmuró Bella.

La estación de paso

Como Atenas, Toronto es un puerto activo. Es una ciudad de almacenes abandonados y muelles, de ensiladoras frente al mar y de patios de mercancías, de carbón y una refinería de azúcar; de destilerías, el olor empalagoso de la malta ascendiendo del lago en las húmedas noches de verano.

Es una ciudad en la que casi todo el mundo viene de fuera —un mercado, un caravasar— y trae consigo sus diferentes modos de morirse y de casarse, sus cocinas y sus canciones. Una ciudad de mundos abandonados; el lenguaje como una especie de adiós.

Es una ciudad de barrancos. Quedan atrás los vestigios de lo salvaje. La ciudad se puede cruzar por estos grandes jardines hundidos debajo de las calles, mirando hacia arriba a los barrios flotantes, casas construidas en las copas de los árboles.

Es una ciudad de puentes que cruzan valles. Corre un tren por los patios traseros. Una ciudad de senderos escondidos, de garajes de chilla con tejados ondulados de hojalata, de vallas de madera vencidas por donde los niños han hecho atajos. En abril, las calles densamente arboladas se inundan de sámaras, una marea verde. Ríos olvidados, presas abandonadas, los restos de una fortaleza iroquesa. La neblina de una memoria subtropical inunda los parques públicos, una ciudad construida en el cuenco de un lago prehistórico.

Desde el gran vestíbulo de piedra caliza de Union Station, con sus muchas vías y túneles, los pasajeros de tren que llegaban de los muelles transatlánticos de Montreal invadían las calles de Toronto. Una tarde lluviosa de principios de septiembre.

Había una pequeña multitud en la puerta de la estación, pero a partir de ese único punto concurrido, la ciudad se extendía desértica, como la oscuridad derramada más allá del charquito de luz de una lámpara. Los viajeros se dispersaban en taxis y en cuestión de minutos quedaba vacía incluso la ancha plaza donde se encontraba la estación.

Athos y yo viajamos hacia el norte por lo que parecía una ciudad evacuada, una metrópoli fantasmal bajo la lluvia. Pasamos por delante de edificios llorosos de piedra: la estafeta de correos, bancos, el majestuoso Hotel Royal York, el ayuntamiento. Quizá sea así como se sintió mi padre al llegar a Varsovia por primera vez, con su padre. Tranvías en las calles desiertas, la misma llovizna gris, hojas relucientes como el cristal. Athos y yo entramos en Toronto; torres, luces, anchas avenidas, grandes automóviles y la burda intimidad de los anuncios que nace de tantos viviendo tan juntos: polvos dentífricos, tónico capilar, maquillajes, mujeres posando en posturas que me daban vergüenza.

El taxi nos llevó a una dirección de la avenida St. Clair Oeste, un piso a medio amueblar que alguien de la universidad nos había realquilado. Inspeccionamos las habitaciones, abrimos los grifos, abrimos los armarios. Athos pasó algunos minutos alabando la idea de las ventanas cubiertas con pantallas. «Electricidad, agua corriente. Después de Zakynthos, esto va a ser como vivir en un hotel».

No deshicimos ninguna maleta y cruzamos la calle para ir a un restaurante que se anunciaba abierto «toda la noche». Pedí mi primera comida canadiense: tostadas con mantequilla y sopa de verduras. Athos se comió su primer trozo de pastel de calabaza. Athos, que fumaba rara vez y además en pipa, compró cigarrillos canadienses —Macdonald, los que traen un dibujo de una chica escocesa en el paquete— y un
Telegram
de Toronto. Una camarera con el nombre Aimée prendido en la solapa le ofreció café, cosa que yo aguardaba con ansiedad, preocupado porque se había referido a un «tazón ilimitado». Hizo una mueca al comprobar el sabor aguado. Había lámparas colgando muy bajas sobre cada mesa. Desde nuestro cubículo junto a la ventana de vidrio cilindrado, vimos que el edificio en el que se encontraba nuestro apartamento se llamaba Heathside Gardens. A pesar del ruido amigable de los platos al chocar y de la charla de las camareras con sus tiesos delantales blancos, era un restaurante triste. Era la primera vez que veía gente comiendo a solas en público —una visión que me inquietó y a la que me costaría algún tiempo acostumbrarme.

Athos estaba nervioso pero cansado. A primera hora del día siguiente tenía una cita con Taylor en la universidad. Volvimos a Heathside Gardens. Sólo había una cama; yo me tumbé en el sofá. Usamos nuestros abrigos como mantas. La luz de las farolas de la calle se filtraba a través de las cortinas ralas. En la semioscuridad de la ciudad, con la cabeza llena de inglés, miraba la habitación con los ojos muy abiertos sin poder dormir, hasta mucho después de la hora a la que terminaban los rumores y los chillidos de los tranvías.

Un rato después oí a Athos intentando no despertarme, caminando por el vestíbulo hacia la cocina sobre suelos crujientes. Asomó la cabeza para mirarme. «Duerme, Jakob, está todo bien. Yo vuelvo pronto con el desayuno». Apenas si podía levantar la cabeza o abrir la boca para decir adiós. Otros podrían haber saltado de la cama a explorar su nuevo mundo, pero a mí me aturdía la desesperación. Miré al techo y conté las kounoupia, los mosquitos muertos sobre la instalación de luz, hasta que me quedé dormido y soñé con la chica de los cigarrillos Macdonald, con maquinillas de afeitar eléctricas y con polvos dentífricos Pepsodent.

En la universidad las clases estaban repletas de hombres que regresaban de la guerra y el escasísimo profesorado del departamento de geografía tenía que esforzarse hasta el límite. Athos preparaba sus clases, realizaba su propia investigación y lograba salir del piso cada mañana sin apenas dormir. A menudo le miraba subirse al tranvía con los papeles reventándole el maletín y las gafas todavía colocadas en mitad de la frente. Mientras Athos se pasaba todo el día enseñando en el edificio McMaster de la calle Bloor, yo asistía a clases tanto en griego como en inglés en el Colegio Athena. Acepté con agrado las tareas de hacer la compra y limpiar. Me alegraba poder cuidar ahora de Athos, que confiara en mí. Athos todavía cocinaba la mayoría de las veces, le gustaba, le relajaba. Y todos los domingos, hiciera el tiempo que hiciera, salíamos a caminar.

Athos me instruía en las sutilezas del inglés en la mesa de la cocina de la avenida St. Clair. El idioma inglés era un alimento. Me lo metía en la boca con hambre. Se me extendía por el cuerpo una ola de calor, pero también de pánico, porque el pasado se iba silenciando con cada bocado. Athos esperaba pacientemente en la cocina, mientras yo roía y tragaba.

Los hechos de la guerra nos empezaron a llegar a través de revistas y periódicos. En nuestro pequeño apartamento mis pesadillas despertaban a Athos. Después de una mala noche solía agarrarme por los hombros: «Jakob, deseo robarte los recuerdos mientras duermes, bombearte los sueños poco a poco».

Un niño no sabe mucho de la cara de un hombre, pero siente lo que la mayoría de nosotros cree toda la vida, que puede distinguir una cara buena de una mala. Los soldados que cumplían con su deber, entregándoles a las madres las cabezas cortadas de sus hijas —con las trenzas y las horquillas aún en su sitio—, no tenían el mal en la cara. En sus facciones no había perversión mientras hacían lo que hacían. ¿Dónde estaba su odio, su repugnancia, si ni siquiera lo llevaban en los ojos, que se revolvían de manera invisible en las cuencas, enfocando el hecho innegable de que habían ido demasiado lejos? Existe la posibilidad de que si uno no puede verla en el rostro, entonces es que no queda una conciencia que levantar. Pero esa explicación es evidentemente falsa, porque había quienes reían al sacarle los ojos a alguien con un palo, al hacer pedazos cráneos infantiles contra los buenos ladrillos de buenas casas. Durante mucho tiempo creí que no se aprende nada de la cara de un hombre. Cuando Athos me agarró por los hombros, cuando me dijo, «mírame, mírame» para convencerme de su bondad, él no podía saber hasta qué punto me estaba aterrorizando, lo carentes de significado que eran esas palabras. Si la verdad no está en el rostro, ¿entonces dónde está? ¡En las manos! En las manos.

Intenté enterrar imágenes, cubrirlas con palabras griegas e inglesas, con las historias de Athos, con todas las edades geológicas. Con los paseos que dábamos Athos y yo todos los domingos al interior de los barrancos. Años después lo intentaría con una avalancha nueva de hechos: horarios de trenes, archivos de los campos, estadísticas, métodos de ejecución. Pero por las noches mi madre, mi padre, Bella, Mones, sólo tenían que levantarse, sacudirse la tierra de la ropa, y esperar.

Athos me enseñó a preparar stifhados rellenos de pescado y verdura, «yemista» —pimientos rellenos, incluso boutimata— galletas con «molasses» y canela que él se comía en plena noche sentado a la mesa de trabajo mientras planificaba el curso, Historia del Pensamiento Geológico.

Para celebrar nuestra primera nevada en Toronto Athos decidió que organizaríamos un banquete. Me mandó a la calle transformada a comprar pescado. En aquellos primeros meses, cuando salía solo, nunca me aventuraba más allá de las pocas tiendas alrededor del piso. Ese día la calle tenía un aspecto tan extraordinario que decidí caminar un poco más lejos. Entré en una nueva tienda de comestibles, me sacudí las botas y esperé. Salió un hombre de la trastienda y me miró desde lo alto, con las manos enormes colgándole por encima del mostrador. Tenía el delantal manchado. Con un acento cerrado me ladró, «¿Qué quieres?». El sonido de su voz gritando me clavó al suelo. Volvió a ladrar, «¿A qué has venido?».

—Pescado fresco —susurré.

—¡No! Tenemos sospechas —alzó la voz—. Tenemos sospechas.

Salí corriendo por la puerta.

Athos estaba picando champiñones junto al fregadero. «¿Qué pescado compraste? ¿“Barbounia”? ¿“Glossa”? Ojalá estuviera aquí Daphne para preparar su “kalamarakia”». Yo seguía de pie en el umbral. Pasado un momento alzó la mirada y me vio la cara. «Jakob, ¿qué ha pasado?»

Se lo conté. Athos se limpió las manos, se quitó las zapatillas de una sacudida y me dijo secamente, «Ven».

Yo esperé fuera de la tienda. Escuché barullo. Risas. Athos salió, sonriendo aliviado. «No pasa nada, no pasa nada. Estaba diciendo “pechugas”, no “sospechas”». Athos se empezó a reír. Estaba de pie en medio de la calle riéndose. Le miré con odio, el calor subiéndome por la cara. «Lo siento, Jakob, es que no lo puedo evitar…, hace tanto que no me río… Ven adentro, ven adentro…»

Jamás volvería a entrar en esa tienda.

Sabía que estaba portándome de un modo ridículo incluso cuando me zafé de él y caminé de vuelta al piso solo.

El lenguaje. La lengua agarrotada se encariña, huérfana, de cualquier sonido: se pega, lengua contra metal frío. Después, finalmente, muchos años después, se arranca y queda dolorosamente libre.

Existe un borde grueso y negro sobre las cosas que están separadas de sus nombres. Mis vocabularios lisiados consistían en la variedad habitual de elementos —pan, queso, mesa, abrigo, carne— además de algunas reservas más idiosincrásicas. De Athos había aprendido a decir estrato rocoso, infinito y evolución —pero no cuenta corriente ni casero. Podía mantener competentemente mi punto de vista en una discusión sobre volcanes, glaciares o nubes, en griego o en inglés, pero no entendía lo que significaba «cocktail» o «kleenex».

No tuve que esperar mucho tiempo para escuchar historias de la Antártida de boca del propio Griffith Taylor. Los Taylor a menudo organizaban fiestas en su mansión de Forest Hill, y en las primeras navidades que pasamos en Toronto invitaron a la celebración a todo el departamento de geografía. Me pregunto qué les pareceríamos a los colegas de Athos. No sé cuánto sabían ellos de nuestra historia. Con casi catorce años era tan alto como Athos, y los huesos y los labios y las cejas oscuras parecían saltarme de la cara. En aquellos días Athos daba la impresión física de ser un aventurero retirado, de ser un hombre que podía pasarse las tardes catalogando sus hallazgos. La señora Taylor se refería a nosotros como «Los Solteros».

Nos invitaban a tomar el té en el jardín, a fiestas de Nochevieja, a fiestas de fin de curso. Cada ocasión terminaba con Taylor cantando «Waltzing Mathilda». Los Taylor poseían un cierto aire romántico —no sólo la casa y los criados, la luz de las velas y el aparador repleto de chucherías delicadas. Creo que los Taylor estaban muy enamorados. En esas primeras navidades me regalaron una bufanda de lana. La señora Taylor nos estrechó la mano al marcharnos y nos sonrió con calidez. Después Athos y yo nos acusamos mutuamente de habernos ruborizado.

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