Luego están los caprichos sin piedad: niños arrojados desde ventanas, barbas arrancadas de rostros, decapitaciones. La familia que cena silenciosamente cuando la puerta se revienta y se abre con un rugido. El tornado ronda las calles, parece pasearse a placer, seleccionando sus víctimas, caprichoso, el negro embudo siniestro deslizándose por el paisaje, gimiendo con el ruido de mil ferrocarriles.
A veces le leía a mi madre mientras ella preparaba la cena. Le leía acerca de los efectos de un tornado en Tejas, que fue reuniendo objetos personales hasta recoger en el desierto montones de manzanas, cebollas, joyas, gafas, ropa — «el campo». Suficientes cristales rotos como para cubrir diecisiete campos de fútbol — «Kristallnacht». Le leí acerca de los relámpagos —«el signo de la Ese Ese, Ben, en los cuellos de las camisas».
De las conversaciones con mi madre, a los once o doce años, supe que «los que tenían un oficio tenían más posibilidades de sobrevivir». Fui a la biblioteca y encontré
El Niño Electricista
de Armac y me dispuse a adquirir un vocabulario nuevo. Conductores, diodos, voltímetros, bobinas de inducción, tenazas de brazos largos. Asaltaba la serie del «Desfile de la Sabiduría», la
Electrónica para Principiantes
,
El Mundo Vivo de la Ciencia
. Luego me di cuenta de que conocer las palabras correctas podía no ser suficiente. Vacilante, le pedí dinero a mi padre para comprarme mi primera mesa de circuitos y una plancha de soldar. Aunque él sabía poco de estas cosas, no me sorprendió que le viera la utilidad y animara mi interés durante algún tiempo. Íbamos juntos al Almacén Científico Esbe a comprar fiadores y enchufes y diversos botones y discos. Por mi cumpleaños me compró un microscopio y platinas. El resto del equipo me lo compré yo: el higrómetro de ampolletas húmedas y secas, el quemador de Bunsen, tubos-Z y embudos, pipetas y matraces cónicos. Mi madre vació un armario generosamente para hacer sitio para mi laboratorio, donde me pasaba las horas yo solo. Ni siquiera me amilanó la bata de laboratorio que me hizo con una sábana rota. No se me daba muy bien nada de aquello y siempre tenía que seguir las instrucciones de un libro, porque no tenía ningún instinto ni para la electricidad ni para la química, pero me encantaba el olor de soldar y me quedé atónito cuando mi primer circuito encendió una bombilla en la penumbra de aquel armario.
Una tarde de verano un vecino del descansillo llamó a la puerta y me entregó un tebeo de Clásicos Ilustrados. A mi madre, el señor Dixon, que trabajaba en una tienda de ropa de caballero y siempre vestía de forma inmaculada, le despertaba una especial timidez. El señor Dixon había comprado el tebeo para su nieto, que resultó que ya tenía ese número —105,
De la Tierra a la Luna
, de Julio Verne. Mi madre intentó pagarle, insistentemente, hasta que se hizo evidente que el señor Dixon no pensaba aceptar ningún dinero. Entonces le agobió con su agradecimiento. Mientras, yo andaba camino del balcón, leyendo ya: «Cuando un hombre está casi condenado a pasar el resto de su vida dando vueltas a la luna, y luego sobrevive una caída de unas 200.000 millas al Pacífico, aprende a no tener miedo».
Después de eso, le suplicaba a mi madre que me diera dinero para coleccionar las versiones ilustradas de las obras maestras de la literatura. Devoraba cada una de ellas desde la espectacular cubierta hasta la última petición, que era casi una regañina: «Ahora que has leído la edición de Clásicos Ilustrados, no te pierdas el placer añadido de leer la versión original». Después de consumir la pulpa, incluso masticaba la cáscara: edificantes ensayos sobre diversos temas llenaban las páginas finales. Breves biografías («Nicolás Copérnico: Hombre Clave en el Estudio del Sistema Solar»), los argumentos de las óperas famosas, y datos arcanos que nunca he olvidado. Por ejemplo, al final de
Las Conquistas de César
: «Una legión está compuesta por 6.000 hombres»; «Las naves griegas tenían ojos pintados en las proas para que los barcos pudieran ver»; «César siempre hablaba de sí mismo en tercera persona».
También había una serie sobre «Perros Heroicos»: Brandy, el setter de rápidos reflejos que salvó a un niño pequeño de un toro. Foxy, Héroe de la Resistencia, cuyo amo se escondía del Huno.
El primer tebeo que me compré era una aventura marina de Nordhoff y Hall. Seguí al narrador a través de sus encuentros con huracanes y motines («“Hemos tomado el barco…” “¿Cómo, está usted loco, señor Churchill?”»). Elegí
Hombres contra la Mar
porque al abrirlo leí: «He pedido papel y lápiz para escribir esta crónica de todo lo que ha ocurrido… para mantener a raya la soledad que ya se cierne sobre mí…».
Después de semanas de dar la lata, a los catorce años, mi madre consintió en que fuera con varios compañeros del colegio a la Exposición Nacional de Canadá, una feria anual. Nunca me había sentido tan estimulado, tanta pertenencia sin mediación, anónima, en medio de la multitud, como aquel día. Teníamos las camisetas manchadas, las manos y las suelas de los zapatos pegajosas —y toda la muchedumbre glutinosa burbujeaba enérgicamente bajo el sol de agosto. Nos asombrábamos ante la televisión en color, relojes que no necesitaban que se les diese cuerda, y nos galvanizaban las maravillas de la tecnología de las mesas de circuitos en el Edificio de Calidad de Vida. Recorríamos la avenida central, chillábamos hasta aterrizar en el Volador y en la Rueda de Fuego. Cuando necesitábamos un descanso nos sentábamos encima de las vallas de los pabellones de agricultura mirando en acción las máquinas de esquilar ovejas y las de ordeñar. Para agradar a mi madre yo coleccionaba panfletos de papel charol sobre las últimas virguerías domésticas —enceradoras, batidoras eléctricas, abrelatas eléctricos. Mi bolsa de la compra se hinchaba con banderolas y gorros de cartón, bolígrafos de promoción de diversas compañías y productos, cuadernos de jarabe de trigo «Beehive», muestras en miniatura de loción de afeitar y quitamanchas, cajas de cereales y paquetes de bolsitas de té.
Al volver a casa, muy excitado, lo volqué todo sobre la mesa para que mi madre lo inspeccionase. Miró el botín y luego lo metió todo a presión de nuevo en la bolsa. No podía creerse que las cosas que había cogido fuesen gratis; pensaba que yo me había equivocado. Levantó un puñado de bolígrafos y lápices. Yo grité: «¡Los regalaban! ¡Te lo juro! ¡Se llaman “muestras gratuitas” porque son gratuitas!…». Me puse histérico.
Mi madre me hizo prometer que no le diría nada a mi padre, que escondería la bolsa en mi habitación. A la mañana siguiente, muy temprano, caminé hasta la esquina y tiré mi tesoro en un cubo de la basura.
Ahora existía entre nosotros otro tipo de unión. Mi madre hacía alusión al incidente de vez en cuando con astucia. Aunque estaba convencida de que había hecho mal llevándome esas cosas —aunque admitiese que fue un accidente— me protegía. Culpa mía. Secreto nuestro.
A partir de ese momento empecé a extender mis fronteras, a dar rodeos de vuelta a casa desde el colegio. Empecé a conocer la ciudad. Los barrancos, los ascensores de carbón, la fábrica de ladrillos. Aunque entonces no hubiera sido capaz de expresarlo con palabras, me fascinaban los restos. El silencioso drama de abandono de las fábricas vacías y los almacenes de residuos, los decrépitos buques de carga y las ruinas industriales.
Pensé que estaba animando a mi madre a dejar de esperarme junto a la ventana o en el balcón, a darme libertad, a no esperarme hasta tarde. Me gustaría pensar que en aquel momento no sabía lo cruel que era mi comportamiento. Cuando mi padre y yo abandonábamos el apartamento por la mañana mi madre nunca se sentía segura de que fuéramos a volver.
Aprendí a no traer a casa a amigos del colegio. Me desasosegaba que nuestros muebles fueran viejos y raros. Me avergonzaba la precaución y la necesidad de mi madre cuando se cernía sobre mis amigos. «¿Qué apellido tienes…, qué hacen tus padres…, dónde naciste?» Mi madre nos rogaba a mi padre y a mí que le diéramos información sobre nuestro propio mundo; noticias sobre profesores y compañeros, los estudiantes de piano de mi padre, las vidas privadas de quienes conocíamos, para su frustración, muy poco. Cuando abandonaba el apartamento para hacer la compra, o en verano para admirar los jardines del vecindario (le encantaba la jardinería y cuidaba una maceta y una espaldera en el balcón), mi madre se preparaba cuidadosamente. Llevaba en el bolso nuestros pasaportes y cartas de ciudadanía «por si nos robaban». Nunca dejaba ni un plato sucio en el fregadero, incluso si iba sólo a la tienda de la esquina.
Para mi madre el placer fue siempre algo serio. Celebraba el aroma cada vez que desenroscaba la tapa del café instantáneo. Se detenía a inhalar cada doblez fragante de nuestra colada recién hecha. Se pasaba media hora comiendo una porción de hojaldre de pastelería como si el mismo Dios la hubiese amasado con Sus Propias Manos. Cada vez que compraba algo nuevo, normalmente un artículo de primera necesidad (cuando una prenda de vestir había sido remendada demasiadas veces), lo acariciaba como si fuera la Primera Blusa o el Primer Par de Medias. Era sensual hasta unas proporciones tales que tú, Jakob Beer, no podrías ni concebir. Me miraste aquella noche y me colocaste en tu zoo humano: otro espécimen con mujer hermosa; otro academicus desperdicius. ¡Pero el embalsamado eras tú! Con tu calma, tu expansiva saciedad.
La verdad es que ni te diste cuenta de mi presencia aquella noche. Pero yo vi a Naomi abrirse como una flor.
Estaba a punto de comenzar mi segundo año en la universidad y estaba decidido a vivir solo, un hecho que mi madre llevaba todo el verano negándose a aceptar. Una mañana agotada de sol de agosto llevé mis cajas de libros al fresco garaje de cemento y cargué el coche. Mi madre se retiró detrás de la puerta cerrada de su dormitorio. Sólo salió cuando había llevado ya la última caja y realmente me estaba yendo. Preparó con severidad un paquete de comida y algo se perdió entre nosotros, irrevocablemente, en el momento en que esa bolsa de plástico pasó de su mano a la mía. A través de los años el paquetito absurdo —suficiente para una sola comida, para detener el hambre por un segundo— me era entregado en el umbral al final de cada visita. Hasta que cada vez dolía menos y la bolsa era simplemente como el palo de caramelo que me daba mi madre desde el asiento delantero en nuestras excursiones dominicales.
La primera noche que pasé en mi propio apartamento, estuve tumbado en la cama a pocas millas al otro lado de la ciudad y dejé que las llamadas telefónicas de mi madre sonaran en la oscuridad. No llamé en una semana, aunque sabía que les estaba poniendo enfermos de preocupación. Cuando por fin fui a verles pude ver que, aunque mis padres seguían en sus silencios separados, mi defección les había dado una intimidad nueva, una nueva cicatriz. Mi madre aún se inclinaba hacia mí con confidencias, pero sólo para retirarlas. Al principio pensé que me estaba castigando por su necesidad de mí. Pero mi madre no estaba enfadada. Mis esfuerzos por liberarme le habían hecho un daño más profundo. Estaba asustada. Creo que en determinados momentos mi madre hasta desconfiaba de mí. Empezaba a contar una historia y se quedaba callada. «A ti esto no te interesa». Cuando yo protestaba, me sugería que me fuera al salón con mi padre. Todo ello empezó a pasar con más frecuencia todavía cuando Naomi entró en nuestras vidas.
El comportamiento de mi padre permaneció inalterable. Cuando yo iba de visita, seguía encontrándomelo, o bien impaciente, mirando el reloj con desesperación, o bien inmóvil, observando un libro en su habitación —otra crónica de superviviente, otro artículo con fotografías. Después, en mi apartamento en el piso superior de un edificio viejo cerca de la universidad, me quedaba mirando el tejido de la colcha, la estantería. La tintorería, la floristería y la droguería de la acera de enfrente. Sabía que mis padres también estaban despiertos, nuestro insomnio era un pacto antiguo para mantenernos vigilantes.
En los fines de semana daba paseos largos y autoconmiserativos hasta el otro lado de la ciudad; por las noches me metía en los libros. Me pasé la mayor parte de mis años de universidad en solitario, excepto durante las clases y cuando trabajaba a tiempo parcial en una librería. Tuve un romance con la directora adjunta. Seguimos después de nuestro primer abrazo, sólo para asegurarnos de que era tan carente de alegría como parecía. Tenía una silueta maravillosamente rellena, firme por todas partes, especialmente alrededor de sus ideas políticas. Debajo del caftán solía llevar camisetas con eslóganes más allá de los cuales nunca me aventuré: «La mano izquierda da lo que la derecha quita». A veces me reunía con un grupo de compañeros de clase para cenar o ir al cine, pero no hice verdaderos esfuerzos por entablar amistades.
Durante mucho tiempo pensé que todas las energías se me habían gastado al salir por la puerta de la casa de mis padres.
Mi padre era un hombre que se había borrado a sí mismo todo lo posible, dentro de los límites de la ciudadanía legal. De modo que yo esperaba una lucha larga cuando llegara el momento de solicitar su pensión de la tercera edad, a pesar de que esos ingresos eran esenciales para ellos. Llamé por teléfono a la oficina pertinente para enterarme de los documentos que necesitaban y le pasé la información a mi madre.
Unas semanas más tarde fui a cenar a casa. Mi padre estaba en su habitación con la puerta cerrada. Mi madre bajó el fuego del horno y se sentó a la mesa de la cocina.
—No le hables más a tu padre de solicitar la pensión.
—Esto ya lo hemos discutido…
—Estuvimos allí ayer.
—Bien. Por fin.
Mi madre me hizo un gesto con la mano como si estuviese despidiendo a un bobo.
—Piensas que lo entiendes todo… Fue al sitio correcto. Llevaba consigo todos los papeles necesarios. Le entregó el certificado de nacimiento al hombre de la ventanilla. El hombre le dijo, «Conozco muy bien el lugar donde nació usted». Tu padre pensó que el hombre era de allí también. Pero entonces el hombre bajó la voz, «Sí, estuve destinado allí en 1941 y 1942». El hombre se quedó mirando a tu padre, y entonces tu padre comprendió. El hombre se inclinó sobre la mesa y dijo, tan bajito que tu padre apenas le oyó, «No tiene usted los papeles necesarios». Tu padre se fue tan de prisa como pudo. Pero tardó horas en volver a casa.
Eché mi silla hacia atrás.
—Ben, no. Déjale en paz. Si sabe que te lo he contado no saldrá de su habitación para cenar.