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Authors: Anne Michaels

Tags: #Drama, Relato

Piezas en fuga (30 page)

BOOK: Piezas en fuga
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Donde más daño había causado era en tu estudio. Las cosas de tu mesa dispuestas de otro modo, los cajones colgando, libros mirados y luego dejados a un lado, apilados azarosamente, abiertos sobre una silla. Tu cuarto parecía registrado por un investigador a quien le hubieran concedido un solo minuto para buscar la referencia de la cual dependía su vida.

Recoloqué la casa despacio, deteniéndome a apreciar cada libro al alisar las páginas dobladas, sentándome a leer unos cuantos párrafos, a admirar las ilustraciones de barcos y plantas prehistóricas.

Fue cuando estaba poniendo los libros en su sitio cuando los encontré. No en una pila abandonada por Petra, sino simplemente descubiertos por el espacio abierto junto a ellos en la estantería. Había dos libros, ambos con golpes en las esquinas, probablemente de llevarlos en los bolsillos o en cestas de picnic. Uno parecía ligeramente hinchado por el agua, como si te lo hubieras dejado en la terraza una noche, quizá después de haberle leído en alto a Michaela a la luz de las lámparas de tormenta. Dentro del primero, tu nombre y la fecha, junio de 1992. En el segundo, noviembre de 1992; cuatro meses antes de tu muerte.

Tu caligrafía era ordenada y pequeña, como la de un científico. Pero tus palabras no lo eran.

Al llegar la tarde la lluvia no caía ya con tanta fuerza; bajaba en senderos por las ventanas negras. Aún se oía el viento. Estuve sentado a tu mesa largo rato antes de abrir el primer cuaderno. Luego leí sin orden.

El tiempo es un guía ciego…

Permanecer con los muertos es abandonarlos…

Uno se rompe por una fotografía, por el amor que cierra la boca antes de pronunciar un nombre…

En la cueva que forma su pelo…

Era ya bien entrada la noche cuando apoyé tus diarios, con la nota de Michaela dentro, junto a la puerta principal, al lado de mi chaqueta y mis zapatos.

Empecé a cubrir los muebles con las sábanas.

La ciencia está llena de historias de hallazgos hechos cuando un error corrige otro. Después de revelar dos secretos en tu casa, Petra descubrió otro más. Tirado en el suelo junto al sofá, el chal de Naomi.

No puedes caerte a medias. El primer segundo después de traspasar el borde, te da la impresión de que asciendes. Pero te destruirá la quietud.

En Hawai, el silencio es una advertencia de terremoto. Es un silencio espantoso porque sólo se percibe el ruido de las olas cuando se detiene.

Recojo el chal y lo examino a la luz. Lo huelo. El perfume no resulta familiar. Intento recordar cuándo fue la última vez que vi a Naomi con él.

Recuerdo la noche en que le robaste el corazón a Naomi. La ternura con la que le contestaste. «Parece adecuado traerles algo hermoso de vez en cuando».

Sé que no es suyo; sé que tiene uno exactamente igual. El chal es un diminuto cuadrado de silencio.

Naomi, a quien conozco desde hace ocho años —no sé decirte cómo son sus muñecas, o el nudo de hueso del tobillo, o cómo le crece el pelo en la nuca, pero soy capaz de adivinar su estado de humor casi antes de que entre en la habitación. Te puedo contar lo que le gusta comer, cómo sujeta el vaso, lo que opinaría de un determinado cuadro o de un determinado titular. Sé lo que opina de sus recuerdos. Sé lo que recuerda. Conozco sus recuerdos.

Naomi iría al piso de abajo y empezaría a preparar el café y luego se reuniría conmigo en la ducha, nuestros olores todavía sobre ella, mi piel enjabonada descubriéndolos al abrazarla. Sé que en los últimos meses añoraba aquellas mañanas de invierno cuando nos despertábamos temprano y salíamos en coche, deteniéndonos en algún lugar fuera de la ciudad a desayunar, todas las pequeñas cafeterías de los pueblecitos —el «Driftwood», el «Castle», el «Bluebird»— vagando por carreteras, pasando por terrenos en barbecho, el boceto de las colinas. A veces hacíamos noche en algún sitio, todas las camas ajenas en las que despertamos, y yo malgasté el amor, lo malgasté.

Miré el interior de la casa por última vez. Las sábanas relucían débilmente. Las alfombras y las almohadas de colores vivos, los mascarones de proa, los alféizares repletos de pedazos del mundo recogidos en diversos viajes, tu tienda de campaña de sultán, tu camarote de capitán, tu estudio de terrateniente —todo devorado.

Desde la cima de tu cuesta podía ver las luces del pueblo de Idhra, como monedas desperdigadas. El viento resultaba astringente.

Volví adentro, subí las escaleras hasta el dormitorio, y devolví a su sitio la nota de Michaela.

No estoy seguro de si hice esto por ti o para proteger a Maurice Salman, tu viejo amigo que tan profundamente te echa de menos.

El viento oscuro había empujado la masa nubosa hacia el mar, y el cielo nocturno sobre la isla estaba sorprendentemente claro. En el haz de mi linterna refulgían los campos aplastados por la lluvia.

Di la vuelta a la casa, cerrando las contraventanas.

La estación de paso

El teatro Acumulonibus se elevaba sobre la plaza Syntagma de Atenas. La niebla dejaba manchas bajo los limpiaparabrisas, las ventanillas del taxi chillaban.

La lluvia en una ciudad extranjera es diferente a la lluvia de los lugares conocidos. Esto no lo sé explicar, aunque la nieve es igual en todas partes. Naomi dice que también pasa con el atardecer, que es diferente dondequiera que estés, y en una ocasión me contó la vez que estuvo paseando por Berlín, sola, perdida en el día de año nuevo, intentando encontrar el camino de vuelta al hotel. Se encontró al final de una calle sin salida, en el Muro, con cemento rodeándola por tres lados, en la penumbra. Dice que se echó a llorar porque era la puesta del sol y el día de año nuevo y estaba sola. Pero yo creo que fue Berlín lo que le hizo llorar.

Sentí una oleada de compañerismo por los comensales de mi alrededor, que hallaban consuelo en el bastión de comida caliente y bebida. Era el tercer día de lluvia. La gente masticaba gruesas lascas de pan con una corteza que les ejercitaba las mandíbulas, mojaban bollos y galletas en tazas enormes de café con leche humeante.

Taberna, oasis, hostal campestre en la autopista del rey. Estaciones de paso. Dostoievski y las mujeres caritativas de Tobol’sk. Ajmátova leyendo poesía para los soldados heridos de Tashkent. Odiseo cuidado por los palacianos de Schería.

Ascendían olores de animales y campos de la lana húmeda y las chaquetas engrasadas en el café más popular del centro de Atenas. El restaurante era una cueva de ruidos; la máquina del café
espresso
, la leche hirviendo, conversaciones en voz alta. Una luz repentina me hizo girar la cabeza y vi los dos gemelos de oro apagados por el pelo al levantarse Petra la masa negra del cuello. Luego reaparecieron, los anillos de Saturno. Se puso de pie. Un hombre, con la mano en el centro de su espalda, la dirigía entre las mesas hacia la calle abarrotada.

Alcancé la puerta del restaurante justo a tiempo para verles pasar, como las pulseras perdidas en su pelo oscuro, por la pared de luz en el borde de la plaza. Les miré desaparecer hacia las callejuelas sin iluminación de la plaka.

Había dejado de llover. La gente empezaba otra vez a aventurarse por las calles. Volvía incluso a salir la luna. Sólo los ruidos de los cafés penetraban en la oscuridad, y pronto hasta las voces gritonas de los bebedores se apaciguaron para quedar en silencio, a medida que yo recorría las callejas oscuras hacia el interior de la plaka, como una hormiga perdida en la tinta negra de un periódico.

Me encontré subiendo en espiral por la montaña, las estrechas bocacalles del mercado absorbidas poco a poco por las aceras rotas, con hierba creciendo entre los adoquines, terrenos vacíos entre las casas. Pronto apenas se veía Atenas en el valle, centelleando como la luz de la luna sobre el agua, bajo la proa inmensa del monte.

Aceras irregulares, vallas industriales, cable viejo y botellas rotas, puntas de rayos de luna. Macetas, ropa asomando de los balcones, sillas de cocina por fuera de las casas, los restos inundados de una comida olvidada sobre una mesa pequeña. Las casas estaban más asentadas en la roca, eran más decadentes y vitales cuanto más subía. El residuo del uso, no del abandono.

La carretera desembocaba en un campo urbano salpicado de muebles rotos, cajas de cartón, periódicos húmedos. La basura dejaba su sitio a las flores silvestres. Caminé dificultosamente por la hierba empapada y estuve largo rato mirando la ciudad abajo a lo lejos. El aire era fresco y nuevo.

Entonces me di cuenta de que compartía la oscuridad. Sabía por sus voces que los amantes no eran jóvenes. No me moví. El hombre profirió su pequeño grito, y unos momentos después, ambos rieron.

No era la cercanía de su intimidad lo que me desató, sino esa pequeña risa. Pensé en Petra, volviéndose hacia mí en la oscuridad, sus ojos serios como los de un animal. Oí sus voces débiles y les imaginé recolocándose la ropa mutuamente.

En el barco de Idhra había oído a un joven explicarle a otro que en los países con familias numerosas los maridos y las mujeres a menudo tienen que escaparse de sus casas pequeñas al campo para huir de los oídos de los niños. «¡Los que se engendran en la hierba no son los primogénitos, sino todos los que vienen detrás! Además, a las mujeres les gusta mirar el cielo».

Oí el roce de su ropa cuando cruzaron el campo. La luz se hizo tenue. Para cuando encontré el camino de vuelta al hotel, por el cielo se colaba el día.

Cuando nos casamos, Naomi dijo: a veces necesitamos las dos manos para salir de un sitio. A veces hay sitios empinados, en los que uno ha de caminar a la cabeza del otro. Si no te encuentro, buscaré más dentro de mí misma. Si no soy capaz de seguirte el ritmo, si estás muy adelantado, mira hacia atrás. Mira hacia atrás.

En mi habitación de hotel, la noche antes de irme de Grecia, conozco la alegría de una pena ordinaria. Por fin mi infelicidad es propiamente mía.

Durante horas, apoyado contra la ventana fría, sobre el espeso Atlántico inmóvil, preveo mi regreso.

Son las cinco y media. Naomi está llegando a casa ahora mismo. Me la imagino en la puerta, luchando con las llaves. Un libro, quizá las
Chabolas de los Siete Mares
, de Hugill, en una mano. En la otra una bolsa de la compra. Mandarinas, su cáscara fragante, sus dulces vitaminas. El pan arrugado por el calor del horno, miga blanda forzada a abrirse desde dentro. La cara de Naomi, rosada por el frío y por la niebla, la espalda de sus medias salpicada de nieve sucia.

En el taxi nocturno desde el aeropuerto miro por la ventanilla de atrás del coche de mis padres, recordando los domingos de invierno de mi niñez. Pasamos por el vacío encantado que rodea la ciudad iluminada, dejando atrás la tierra de labranza bajo el cielo helado de noviembre. La primera luz de las estrellas es una piel de escarcha sobre los campos. Mis pies de niño están fríos dentro de las botas. Pequeñas zonas de césped de ciudad, calles estrechadas por la nieve. El sonido de un camino abriéndose a paladas en algún punto del barrio, un coche de paseo.

El taxi pasa por el fulgor amarillo de ventanas sobre jardines morados; quizá Naomi no esté en casa, quizá estén encendidas las luces de todas las casas menos la nuestra…

—En Grecia vi a una persona con un chal exactamente igual que el tuyo. Me acordé de ti con él puesto. ¿Todavía lo tienes?

—Cientos de mujeres tendrán ese mismo chal. Es de Eaton. ¿Y además qué tiene de importante un chal?

—Nada, nada.

Ahora, desde una distancia de veinte mil pies, aparece el borde irregular de la ciudad, la frontera temblorosa de una pared celular.

En la cama le hablaré a Naomi de las trombas marinas que al avanzar inhalan criaturas luminosas, plantas de mar, y se convierten en tubos fulgurantes, retorciéndose, cimbreándose a través del océano nocturno. Le hablaré del medio millón de toneladas de agua levantadas del lago Wascana y del tornado que enrolló una valla de alambre, con postes y todo, como si fuera un ovillo de lana. Pero no acerca de la pareja que se escondió en su habitación hasta que pasó el tornado, y luego, al abrir la puerta del dormitorio, descubrió que el resto de la casa había desaparecido…

Naomi está sentada en la cocina a oscuras. Yo estoy de pie en el umbral y la miro. No dice nada. Es noviembre pero siguen las pantallas puestas, las hojas húmedas se pegan a la malla. Las pantallas se difuminan y parecen cristal gris y tengo miedo de cómo se mira las manos sobre la mesa.

Mi mujer cambia de postura en la silla, el pelo le corta la cara en dos. Y cuando desaparezca así su cara, el sonido habrá llegado a mi boca: Naomi.

Evitaré confesar que estuve con una mujer en Idhra, que el pelo se le derramaba desde el borde de la cama hasta el suelo…

Naomi, recuerdo una historia que me contaste. Cuando eras pequeña tenías un cuenco favorito, con un dibujo en el fondo. Querías comértelo todo, encontrar el cuenco vacío lleno de flores.

El avión desciende trazando un amplio arco.

Una vez vi a mi padre sentado en la cocina de azul nieve. Yo tenía seis años. Bajé por las escaleras en plena noche. Mientras dormía hubo una tormenta. La cocina refulgía con oleadas nuevas apiladas contra las ventanas; azules como el interior de una grieta de glaciar. Mi padre estaba sentado a la mesa, comiendo. Me paralizó su cara. Ésta fue la primera vez que vi llorar a mi padre.

Pero ahora, desde miles de pies de altura, veo otra cosa. Mi madre está de pie detrás de mi padre y la cabeza de él se apoya en ella. Mientras él come, ella le acaricia el pelo. Como un circuito milagroso, cada uno absorbe la fuerza del otro.

Entiendo que debo dar lo que más necesito.

Agradecimientos

«Cuando peligró el barco, se acordó de ellos…».

Nikos Pendzikis

Muchos libros me han ayudado en mi investigación de la guerra —testimonios originales además del trabajo de historiadores; en particular
The Survivor
de Terrence Des Pres, que renovó mi decisión a medida que iba escribiendo. Mi decisión también se vio fortalecida por la obra de John Berger. Me gustaría también agradecer
The Politics of the Past
, en edición de Gathercole y Lowenthal, y
The Worst Journey in the World
de Apsley Cherry-Garrard. Las citas breves de Theotokas son de
The Experience of Occupation
, 1941-44, de Mark Mazower; las citas de Wilson, Bowers y Taylor son de
With Scott, The Silver Lining
, de Griffith Taylor, y del
Diary of the Terra Nova Expedition
, de Edward Wilson. Las traducciones de las letras de las canciones judías de la primera parte son de
The Yiddish Song Book
, de J. Silverman; las de la segunda parte provienen de
Yes, we sang
, de Shoshana Kalisch, que también me brindó respuestas largamente deseadas a preguntas concretas.

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