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Authors: Jonathan Maberry

Tags: #Terror

Paciente cero (47 page)

BOOK: Paciente cero
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—Hay que ocultarlo todo —dijo El Mujahid—, tanto el corte como los cardenales.

Saleem sonrió.

—Dame una hora y te garantizo que nadie te reconocerá ni verá esa herida. Tengo todo lo que necesito en mi apartamento.

—Excelente.

Acordaron una hora para que volviese Saleem y, luego, el joven se marchó un tanto deslumbrado por haber estado en presencia de El Mujahid.

Uno de los agentes de Ahmed lo siguió en secreto, aunque tanto él como El Mujahid estaban convencidos de la dedicación de Saleem a la causa. Cuando se fue, el Guerrero se puso la camisa y se la abotonó.

—Ahora mismo Gault sabe que he esquivado a sus asesinos y que tenemos el detonador —dijo El Mujahid—. Si fuese lo bastante hombre como para dejarse barba, Gault se la estaría arrancando ahora mismo. Debe estar muy confundido por lo que ha ocurrido. —Hizo una pausa—. ¿Dónde está el envío de Amirah?

—Andrea lo instaló hace más de una semana y está muy bien oculto. Nadie lo detectará —dijo Ahmed refiriéndose a su amiga estadounidense, una mujer a la que había convertido a su nueva rama del islam hacía unos años. Hizo un gesto señalando una maleta que había traído consigo.

—¿Qué versión envió Amirah? Probé la generación siete en un pueblo y fue impresionante.

—La generación diez.

—¿Diez? —dijo casi sin aliento el Guerrero—. Quieres decir que la generación siete…

Ahmed sonrió y sacudió la cabeza.

—Mi hermana es ambiciosa y su ira hacia el diablo de Occidente es muy grande. No dijo mucho en su mensaje codificado, pero aseguró que esto barrerá Estados Unidos de la faz de la tierra como lo haría el aliento de Dios.

El Mujahid murmuró una plegaria.

Ahmed hizo un gesto con la cabeza señalando la maleta.

—Ropa, identificación, armas… todo está ahí dentro. Una vez que Saleem realice sus trucos de magia podrás caminar entre ellos sin levantar sospechas. Todo está en su sitio, hermano, y Andrea estará allí para asegurarse de que todo va bien. —Hizo una pausa y se volvió a lamer los labios con nerviosismo—. Hay una cosa más. Mi hermana nos envió algo. Lo envió a través del conducto de Gault y fue entregado a través del correo internacional de materiales peligrosos a un hospital de Trenton, Nueva Jersey, ayer a última hora. Los documentos que lo acompañan y los formularios están perfectos para que no llame la atención de nadie. Mi hermana es muy lista.

—Sí lo es. ¿Qué envió?

Ahmed sonrió.

—Bueno…, en el paquete decía que eran muestras para investigación bacteriológica. Algo que ver con plagas de plantas. Y en realidad contiene eso en su mayoría, enviado desde uno de los laboratorios de Gault en la India a un laboratorio de Estados Unidos, pero de los veinticuatro tubos de materiales infecciosos había dos que contenían algo muy distinto. —Hizo una pausa y repitió aquello último—. Bastante diferente, bendito sea Alá.

—Dímelo…

—Envió la generación doce de Seif al Din.

—¿Necesitamos más? Pensaba que…

Ahmed sacudió la cabeza.

—Esto no es un arma, hermano. Si la generación diez es la espada, la generación doce es el escudo.

El Guerrero parecía confuso y luego, a medida que lo fue entendiendo, una gran masa de tensión acumulada abandonó su cuerpo con una larga exhalación.

—Alabado sea Alá y bendito sea su nombre.

Ahmed estiró la mano y le apretó el brazo a El Mujahid.

—¡Lo ha conseguido! —dijo con un susurro de excitación—. Tiene un antídoto. Amirah hizo lo que nadie más ha sido capaz de hacer… ha creado una cura para la enfermedad. Podemos liberarla tal y como estaba planeado y entonces solo los infieles estadounidenses morirán, pero nosotros, nosotros, hermano, ¡nosotros sobreviviremos!

La habitación parecía haberse puesto a girar y El Mujahid cayó de rodillas desde su silla. Llevaba semanas preparándose mental y espiritualmente para lo que pensaba que sería una misión suicida. Había aceptado la voluntad de Alá de morir con el Seif al Din al contagiar a los estadounidenses. Era un precio muy pequeño que pagar por dar un golpe mortal, el mayor que nadie había infligido en un enemigo. La aniquilación total de los estadounidenses y un océano entre el páramo en que se convertiría Norteamérica y el resto del mundo. Pero ahora… ¡ahora…!

Bajó su mareada cabeza hasta el suelo y alabó a Alá, llorando de alegría, llorando al saber que el único Dios verdadero había decidido perdonarle y dejarle seguir luchando por su verdad aquí en la Tierra. El Paraíso era una promesa maravillosa, pero El Mujahid era un guerrero y habría lamentado abandonar la batalla con tanto por hacer.

A Ahmed se le saltaron las lágrimas y se arrodilló junto a su cuñado y amigo; luego rezaron juntos, convencidos de que todo funcionaría y que nada podría detener al Seif al Din.

Nada.

93

Almacén del DCM, Baltimore / Sábado, 4 de julio; 6.44 a. m.

Cogimos dos coches, un par de todoterrenos BMW X6 del DCM a estrenar que estaban equipados como los coches de James Bond, compartimentos secretos, blindaje, vídeo frontal y posterior, enlaces a satélite espía e incluso ametralladoras en la parte anterior y posterior ocultas detrás de faros antiniebla falsos. A Church le encantaban estos juguetes.

—¿No tiene asientos eyectables? —le pregunté a Grace mientras subíamos al vehículo guía.

—Tú bromea, pero tenemos un Porsche Cayenne con opción de eyección para conductor y pasajero.

—¿De verdad? —Sonreí y puse mi mejor cara de Sean Connery—. Mi nombre es Ledger, Joe Ledger.

Ella me lanzó una mirada fría.

—Que Dios me perdone, pero si me llamas Pussy Galore o Holly Goodhead te pegaré un tiro y te tiraré en una cuneta.

—Ni lo sueñes —dije y, en voz baja, añadí—, señorita Monneypenny.

—Hablo en serio. En una cuneta.

Hice un gesto como si me cerrase una cremallera en la boca. Todos llevábamos trajes oscuros, corbatas rojas y camisas blancas, y pequeñas banderas de Estados Unidos en las solapas, así como audífonos detrás de la oreja. Bastante impresionante para un trabajo de doce horas. Me refiero a que yo puedo llevar este tipo de trajes, pero Bunny es como un toro de grande. Me maravillé por la red de contactos de Church. Debía estar bien tener tantos amigos en tantas industrias. Un día de estos tendría que adivinar quién demonios era Church.

Como herramienta llevaba mi vieja arma del calibre 45 pegada contra los riñones, con dos cargadores extra enganchados en el cinturón. En el tobillo izquierdo llevaba un pequeño Smith & Wesson modelo 642 Airweight Centennial, un revólver del 38 sin percutor, que es una de las armas de apoyo más prácticas. También tenía un cuchillo de respuesta rápida, un cuchillo táctico que podía sujetarse con un clip de bolsillo y que con un golpe de muñeca podía sacar una hoja de unos ocho centímetros y medio que, aunque era corta, era más que suficiente en manos de un buen guerrero de arma blanca. A mí se me da muy bien utilizarlos y prefiero la velocidad a la longitud de la hoja. Con todo aquello me sentí que estaba demasiado elegante para la fiesta, teniendo en cuenta que íbamos a interrogar a oficiales del Gobierno, no a asaltar la Bastilla, pero soy uno de esos tíos que cree que el lema de los Boy Scout es uno de los mejores consejos que jamás se hayan dado: «Siempre preparado».

Grace estaba muy guapa con aquel traje, que cumplía las funciones de ocultar las armas y revelar sus curvas en un perfecto equilibrio. Este no era un traje cualquiera. Se había puesto un poco de maquillaje y se había pintado los labios de un atractivo color rosa. El maquillaje entraba dentro de las directrices profesionales, pero el carmín de labios… Estoy bastante seguro de que era una elección personal con un propósito diferente y esperaba que mi ego masculino o mi pensamiento lascivo no fuese el que me hiciese pensar eso.

Lo único que dije fue:

—Qué bien le sienta arreglarse, comandante. —Le regalé mi mejor sonrisa mientras lo decía. La que hace que me salgan arruguitas alrededor de los ojos. Sin embargo, Grace no se giró, se fue a la parte de atrás del almacén y se desvistió de inmediato. Era encomiable su fortaleza ante aquella sonrisa.

—Abróchate el cinturón —dijo con un tono que podría transmitir hasta cincuenta significados diferentes.

Cuando nos dirigíamos hacia las puertas principales del Almacén una figura se cruzó en nuestro camino: era Rudy, y también estaba vestido como un agente del Servicio Secreto. Grace redujo la velocidad y, cuando se detuvo, Rudy abrió la puerta trasera y entró.

Yo me di la vuelta para mirarle y dije:

—Te recuerdo que no es Halloween hasta octubre.

—Muy gracioso —dijo mientras me lanzaba una cartera con una identificación. La abrí.

—«Rodolfo Ernesto Sanchez y Martínez, doctor en medicina. Agente especial, Servicio Secreto de Estados Unidos» —leí—. ¿Es alguna especie de chiste?

—Si lo es, entonces el señor Church es el único que sabe cómo acaba —dijo Grace sonriendo—. Ha impresionado mucho al señor Church, doctor.

—Rudy —le dijo, corrigiéndola.

—Lo siento. Me dijo que el otro día le hizo un interrogatorio bastante completo.

Aquello me sorprendió.

—¿Él admitió eso?

—No entró en detalles, pero me dio la impresión de que lo caló bastante bien.

—Interesante —dijo Rudy—. Joe…, quiere que esté contigo cuando hagas las entrevistas.

—No me importa, Rude, pero si hoy ocurre algo… —Dejé la frase en el aire.

—Entonces correré a esconderme, no te preocupes, vaquero. Lo mío es ser un amante, no un guerrero.

Grace se giró y lo miró con ojos inquisidores.

—Apuesto a que podría arreglárselas muy bien. —Y de nuevo, otra frase para interpretar de muchas maneras. Rudy hizo un gesto elegante con la cabeza y se acomodó en su asiento.

—¿Llevas pistola? —le pregunté. A petición suya, hace un par de años le había enseñado a disparar poco después de que empezase a trabajar como psiquiatra para la policía. Él pensaba que le ayudaría con sus pacientes el hecho de entender por completo el poder, tanto real como imaginario, de tener en la mano un arma.

—Ya me has visto disparar, vaquero. ¿Estoy preparado para llevar un arma en público?

—No sería buena idea para la seguridad pública.

—Tú lo has dicho.

Grace puso en marcha el coche y salimos del Almacén seguidos del equipo Eco. Cuando estábamos en la I-95 dirigiéndonos hacia el norte de Filadelfia, Rudy preguntó:

—¿No se dará cuenta el auténtico Servicio Secreto de que somos de mentira?

Grace se encogió de hombros.

—Solo si se lo decimos, y solo lo haremos si es necesario. Nuestras credenciales son auténticas, las ha autorizado el mismísimo presidente.

—¡Vaya! —dijo Rudy. No le había votado, pero su cargo y lo que representaba era mucho mayor y tenía más significado que cualquiera otra persona que lo hubiese ocupado. Quizá más que todos los anteriores juntos. Cierto grado de respeto era apropiado, independientemente de la ideología política de cada uno—. Eso es mucho poder.

—El señor Church conoce… —empezó a decir Grace, pero Rudy la cortó.

—No, eso es mucho poder para nosotros. Nuestro equipo. —Hizo una pausa—. Para los ocho que somos. —Al girarme hacia él continuó—. Todavía hay un traidor dentro del DCM y eso significa que uno de los hombres que van en el coche de atrás podría ser un espía o un asesino. O peor aún, un simpatizante de los terroristas. —Entonces meneó la identificación—. Y esto da acceso total a la esposa del presidente y a medio Congreso. ¿Eso es prudente?

Grace le sonrió por el espejo retrovisor.

—El señor Church confía en que mantengamos el control de la situación.

Lo único que pudo contestar Rudy fue:

—Sala 12.

94

Sebastian Gault / Provincia de Helmand, Afganistán / 4 de julio

El helicóptero de Gault aterrizó a doscientos kilómetros del búnker, cerca de un puesto fronterizo de la OMS. El supervisor, un epidemiólogo arrugado llamado Nasheef, estaba dispuesto a prestarle un coche a Gault, pero le advirtió de los peligros de viajar por el desierto afgano sin escolta militar.

—Estaremos bien —le aseguró Gault—. Tenemos las credenciales de la Cruz Roja y de la OMS. Incluso ahí fuera eso nos proporcionará un viaje seguro.

Pero Nasheef insistió en proporcionarles un conductor, a su fornido sobrino, que había combatido con la guerrilla contra los soviéticos. Ni toda la discusión del mundo disuadiría a Nasheef y protestar demasiado podría levantar sospechas, así que aceptaron a regañadientes.

Una hora después estaban saliendo del campamento en dirección hacia el oeste.

Gault había reclamado su posición como el macho alfa en su relación con Toys, aunque de vez en cuando sentía el fantasma del recuerdo de la bofetada que Toys le había asestado en Bagdad.

—¡Id con Dios! —les dijo Nasheef. Ambos sonrieron, pero no por nada bueno.

95

Filadelfia, Pensilvania / 4 de julio; 9.39 a. m.

El tráfico de entrada a Filadelfia era muy denso. Los Phillies jugaban dos partidos y un puñado de estrellas de rock había organizado un concierto bajo el lema Freedom Rocks («La libertad mola») en el Wachovia Center, cerca del aeropuerto. Se estimaba que medio millón de personas bajarían al centro de la ciudad y al Centro de la Campana de la Libertad. En líneas generales se creía que sería el día más grande, multitudinario y ruidoso de la historia de Filadelfia.

—Un gran día para viajar —gruñó Rudy desde el asiento de atrás.

—Ya casi hemos llegado —dijo Grace saliendo de la I-95 hacia el Penn’s Landing. Yo había llamado de antemano y había pedido que nos recibiesen un par de polis de carretera en moto para ayudarnos a atravesar el tráfico.

Grace nos informó sobre la gente que íbamos a intentar entrevistar. Había seis agencias involucradas en varios aspectos de seguridad. Las dos personas que nos interesaban más eran Robert Howell Lee, el director de operaciones especiales de un mando conjunto del FBI y Seguridad Nacional, y Linden Brierly, el director regional del Servicio Secreto y el enlace directo entre el Servicio Secreto y su departamento matriz de Seguridad Nacional. Ellos habían propuesto al DCM más personal que todas las demás agencias juntas. Ambos tenían muchos contactos en el ejército y habían enviado candidatos de cada rama del servicio. Parecía lógico empezar con ellos para aprovechar el tiempo. También eran los hombres más implicados con la seguridad en el evento del Centro de la Campana de la Libertad.

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