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Authors: Jonathan Maberry

Tags: #Terror

Paciente cero (42 page)

BOOK: Paciente cero
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Fue a servirse un gin tonic, pero al echar el cubito en el vaso vio que le temblaban las manos.

—¡Maldita sea esta mujer! —rugió y, de repente, lanzó el vaso al otro extremo de la habitación con tanta fuerza que lo rompió en miles de fragmentos plateados que cayeron brillando sobre la moqueta.

»¡Maldita seas! —repitió, esta vez con los ojos llenos de lágrimas.

¿Qué debería inferir de esto y de las otras pistas que había captado durante las últimas semanas? ¿Realmente Amirah sentía algo por el bruto de su marido? ¿Era eso posible? Después de todo el sexo, después de la traición constante y de todo el complot a espaldas del Guerrero, ¿podría haberse enamorado de El Mujahid? Gault cogió otro vaso e hizo otra mezcla, se tragó la mitad para regar su seca garganta y echó más ginebra sin añadir más tónica.

Entonces le ocurrió algo que estuvo a punto de pararle el corazón. Se oyó el pulso en los oídos cuando lo que en principio era una sospecha se convirtió en una realidad palpable. La ginebra que se había bebido se convirtió en vómito al darse cuenta de que todas las piezas de aquel puzle encajaban y que la imagen que reflejaba era una que nunca había esperado ni previsto.

¿Y si Amirah siempre había amado a El Mujahid? ¿Y si todo esto, desde el principio, desde antes de su reunión clandestina en Tikrit, si todo lo que ella había hecho por él, con él y a él había formado parte de un esquema previo, uno que él no había diseñado? ¿Y si era algo que habían tramado los propios Amirah y El Mujahid, algo que habían elaborado con tanta sutileza que le habían hecho creer que fue él quien los reclutó? ¿Y si lo embaucaron para que financiase su plan, el de ellos, en lugar de ser al contrario? Toys había sugerido esta posibilidad una vez, pero Gault la había desestimado con una carcajada.

Pero… ¿y si todo era cierto?

—¡Por todos los santos! —dijo en voz alta, y ahora le temblaban tanto las manos que la ginebra que tenía en el vaso fue a parar a su camisa.

¿Y si Amirah y El Mujahid no le estaban ayudando a estafar al Gobierno de Estados Unidos miles de millones de dólares en investigación y en producción? ¿Y si nunca les preocupó el dinero? ¿Era eso posible? Toys había tenido razón todo este tiempo. Ahora veía la verdad clara como el agua. Solo había una cosa más poderosa que el dinero, sobre todo en esta parte del mundo.

¿Y si esto era la yihad?

Gault retrocedió a trompicones y su espalda chocó contra el minibar. Le fallaron las piernas y cayó al suelo, vertiendo lo que le quedaba de bebida sobre sus muslos. No sintió la humedad ni el frío. Lo único que pudo sentir fue un sentimiento incipiente de terror al darse cuenta de que le había dado el arma más mortífera del mundo a un asesino perverso e inteligente, y que le había asegurado, sí, asegurado, que nada podría detener la difusión del patógeno Seif al Din. El Mujahid no llevaba con él la cepa más débil, ahora Gault estaba seguro de ello. El Guerrero se había llevado la nueva cepa de Amirah, la generación siete. La imparable. La que infectaba demasiado rápido para cualquier tipo de respuesta. El Guerrero la liberaría y la plaga barrería de la faz de la tierra el hemisferio occidental. ¿Creía Amirah que los océanos podían contener su expansión? ¿O es que en su locura religiosa eso era algo que ya no le importaba?

Se arrastró por el suelo hasta la mesa y cogió el teléfono, pulsó el marcado rápido y esperó durante cuatro interminables tonos a que Toys respondiese con un musical «Holaaa».

—¡Vuelve aquí! —dijo Gault con un susurro ronco.

—¿Qué ha pasado? —dijo Toys rápidamente, en voz baja y con tono de urgencia.

—Es… —comenzó Gault y luego rompió en sollozos—. Dios mío, Toys… creo que soy el culpable de que todos vayamos a morir.

79

Crisfield, Maryland / Jueves, 3 de julio; 3.13 p. m.

Me pasé la mitad del día con Jerry. Una vez le hube explicado mis teorías empezamos a compararlas con lo que él había deducido de sus investigaciones forenses. Ambos estábamos en la misma onda. Le dije a Jerry que reuniese a todos los expertos forenses que habían llegado mientras yo estaba durmiendo y fui a buscar a Church. Al salir me encontré con Rudy, que me acompañó a la furgoneta de los ordenadores, donde Church y Grace estaban consultando el MindReader en busca de Lester Bellmaker.

—Jerry Spencer está listo para darnos un informe forense preliminar —dije—. Creo que deberíamos reunirnos lo antes posible.

—¿Tienes algo? —dijo Grace, y me miró inquisitiva.

—Quizá, pero quiero que los dos oigan primero a los forenses y luego podremos jugar a conjeturar.

Church hizo una llamada para convocar la reunión.

Grace nos dijo que el MindReader había encontrado a dos Lester Bellmaker en América del Norte y a seis más en el Reino Unido, pero hasta ahora ninguno de ellos parecía tener la más mínima conexión con terroristas, enfermedades o con Baltimore. El resultado que más se aproximaba era un tal Richard Lester Bellmaker que sirvió en las fuerzas aéreas de 1984 a 1987, licenciado con honores. Eso era todo. El tío gestionaba una cadena de centros de entretenimiento familiar, un Chuck E. Cheese, a las afueras de Akron, Ohio, y por mucho que Grace buscaba en su pasado, no encontraba nada.

—Esto no nos lleva a ninguna parte —dijo.

—Y es muy lento —añadió Church.

—¿Es posible que Aldin nos mintiese? —preguntó Grace mirando a Rudy—. Usted visionó los videos del interrogatorio y vio las lecturas telemétricas. ¿Cuál es su evaluación?

Rudy se encogió de hombros y dijo:

—Por lo que pude ver ese hombre estaba desesperado por decir la verdad. Eso se veía sobre todo en su voz. Estaba intentando hacer una declaración de moribundo y quería marcharse con la conciencia lo más limpia posible.

—¿Entonces decía la verdad? —preguntó Grace.

Rudy frunció los labios.

—Probablemente sea justo decir que estaba diciendo la verdad de lo que sabía, pero no podemos descartar la posibilidad de que estuviese repitiendo información falsa proporcionada por los guardias.

—Eso es cierto —asintió Grace—, lo cual significa que podríamos estar perdiendo tiempo y recursos en una búsqueda infructuosa.

—¿Entonces qué hacemos? —preguntó Rudy.

—Seguir buscando —dijo Church.

80

Sebastian Gault / Hotel Ishtar, Bagdad / 2 de julio

La puerta de la habitación de Gault se abrió de repente y Toys entró corriendo con una pistola en la mano. Todo el afecto había desaparecido y en su lugar sintió una frialdad de reptil al atravesar la habitación. Al ver a Gault en el suelo, Toys cerró la puerta de una patada y corrió al lado de su jefe.

—¿Estás herido? —preguntó rápidamente, buscando señales de sangre o de heridas.

—No —dijo Gault con un hilo de voz—. No… es que… —Y rompió a llorar.

Toys lo estudió con los ojos entrecerrados. Puso el seguro de su arma y la guardó en la cartuchera que llevaba debajo de la chaqueta. Luego agarró a Gault por las axilas y, con una fuerza sorprendente, lo puso de pie y le ayudó a caminar hasta una silla. Gault se sentó y se cubrió el rostro con las manos, sollozando.

Toys pasó el cerrojo a la puerta y comprobó que el detector de micrófonos ocultos seguía funcionando. Luego acercó una butaca y se sentó delante de Gault.

—Sebastian —dijo con voz suave—, dime qué ha pasado.

Gault levantó lentamente la cara; la tenía empapada en lágrimas. Sus ojos reflejaban un pánico desesperado.

—Sea lo que sea, podemos arreglarlo —le aseguró Toys.

Vacilante y tartamudeando, Gault le contó lo de la llamada a Amirah y la horrible idea que le había venido a la cabeza. El rostro de Toys sufrió un proceso de cambio que pasó de una profunda preocupación al descrédito y, finalmente, a la ira.

—¡Ese pedazo de zorra!

—Amirah… —La voz de Gault volvió a desintegrarse en lágrimas.

Sin decir una palabra y sin previo aviso, Toys le cruzó la cara a Gault con rapidez y con saña. Este último estuvo a punto de caerse de la silla y luego lo miró fijamente. Las lágrimas pararon de brotar ante la imposibilidad de lo que acababa de ocurrir. Toys se acercó a él y, con una voz mortalmente tranquila, dijo:

—Deja de lloriquear, Sebastian. Me cago en todo, para ya.

Gault estaba demasiado asombrado como para responder.

—Por una vez intenta pensar con la cabeza en vez de con la polla. De haberlo hecho antes lo habrías visto venir. Joder, yo sí que lo vi venir y llevo años advirtiéndote sobre esa puta y su marido. Por Dios, Sebastian, debería darte una paliza.

Gault se volvió a incorporar a la silla sin parpadear siquiera.

Toys se recostó y esperó a que se le pasase el ataque de ira.

—¿Estás totalmente seguro de todo eso? ¿Es una suposición o lo sabes?

—No… no lo sé seguro —consiguió decir Gault—. Pero me vino a la cabeza. Fue como un flash.

—Como un flash —dijo Toys con desprecio—. Que Dios me ayude.

—Si… si ellos…

—Cállate —dijo Toys mientras sacaba el teléfono. Marcó un número. Al tercer tono respondió una voz.

—¿Línea? —preguntó Toys.

—Despejada —dijo el Estadounidense.

—Te llamo en nombre de nuestro jefe. Hay un problema. Escúchame atentamente y toma las decisiones pertinentes. La Princesa y el Boxeador se han salido del rebaño.

—¿Qué? ¿Por qué?

La boca de Toys adoptó una mueca fea al decir:

—Creen que siguen en la iglesia.

Aquel no era el código acordado, pero Toys estaba seguro de que el Estadounidense captaría el significado, y así fue.

—Siempre he desconfiado de esos dos, desde el principio. ¡Santo Dios!

—Sí, bueno, eso es un consuelo para todos, ¿no?

Toys colgó y miró fijamente a Gault.

—Escúchame, Sebastian… si El Musculín va a liberar la última generación de la plaga en Estados Unidos entonces tenemos que suponer que Amirah habrá tomado algún tipo de precaución.

Gault volvió a enfocar la mirada.

—¿Precaución?

—Está pirada, en eso estoy de acuerdo, pero no me creo que quiera destruir todos los países. Muchos de ellos con creyentes auténticos, no te olvides.

Gault se sentó recto.

—¿Qué estás diciendo?

—Estoy diciendo que probablemente tenga una puta cura para esta cosa. O un tratamiento. Algo que evite que se cargue a su gente. Puede que El Mujahid ya esté inoculado, pero eso no importa. Lo que tenemos que hacer es llevar nuestros rubicundos culos al búnker, sacarle a golpes algo de información a tu novia y luego asegurarnos de que Gen2000 empieza a encontrar la cura por si acaso nuestro amigo Estadounidense no puede detener al Guerrero a tiempo.

—El búnker… sí. —Gault asintió y su mandíbula se tensó al tiempo que sus ojos se enfriaban varios grados—. Sí, seguro que Amirah pensó en eso.

Toys lo interrumpió:

—Sebastian, entiéndeme —dijo con una voz fría—. Trabajo para ti y te quiero como a un hermano, pero me has puesto en peligro al dejar que todo esto se te fuese de las manos. Te advertí sobre Amirah cientos de veces y ahora te ha clavado un cuchillo por la espalda. Si tiene una cura entonces la conseguiremos como sea. —Sus ojos verdes se encendieron—. Y luego le vamos a meter una bala en ese cerebrito tan brillante.

Gault cerró los ojos por un momento, como si quisiese bloquear esa imagen, pero, cuando los abrió, Toys vio que se había producido un cambio. Los ojos que lo miraban desde el rostro hinchado y lleno de lágrimas de Gault eran despiadados, casi salvajes y repletos de un intenso odio.

—Sí —dijo.

81

Crisfield, Maryland / Jueves, 2 de julio; 6.00 p. m.

Los forenses habían montado la carpa en una esquina del aparcamiento. Tal y como Dietrich había prometido, era una carpa de circo auténtica. Los laterales de seda y la cúpula en forma de concha tenían dibujos de animales pintados de colores chillones (elefantes, cebras, jirafas y monos) y alrededor de la base había una fila de payasos a escala real saltando y brincando. Y, en su interior, Jerry Spencer era el director de pista.

Varios equipos de expertos se habían pasado el día recogiendo pruebas y sacándolas del edificio en bolsas protectoras. La tienda tenía varias salas limpias, de plástico y selladas herméticamente que estaban marcadas con el logo de los Centros para el Control de Enfermedades. Había hombres y mujeres con trajes especiales para materiales peligrosos trabajando en una de ellas y tenían una línea de producción en la que iban haciendo una autopsia detrás de otra. En ese extremo de la tienda había un camión refrigerado y los cadáveres de los caminantes a los que ya se había practicado la autopsia eran depositados en bolsas para cadáveres y amontonados como trozos de madera.

Había una docena de expertos en la reunión, además de Jerry, Grace, Dietrich, Rudy y Hu. Church se las había ingeniado para cambiarse de traje. Yo seguía con mi camiseta y mis pantalones militares sucios que llevaba debajo del traje Hammer. Seguro que olía bastante mal.

—Empecemos con los cuerpos —dijo Jerry en cuanto todos nos hubimos sentado. Le hizo un gesto con la cabeza a una mujer negra y alta de piel dorada y ojos castaños claros.

La doctora Clarita McWilliams era profesora de patología forense en el Hospital Universitario Thomas Jefferson de Filadelfia.

—Tenemos un recuento total de víctimas que asciende a doscientas setenta y cuatro. La clasificación es la siguiente: once soldados terroristas, cinco científicos y técnicos, dos trabajadores de apoyo no especificados, cinco personas del DCM y doscientos cincuenta y un… caminantes. —Miró brevemente a su alrededor a través de sus gafas de media luna, luego se aclaró la voz y continuó—. Había noventa y un caminantes adultos hombres, ciento veintidós mujeres adultas, veintiún niños que aparentaban tener menos de dieciocho años y diecisiete niñas aproximadamente de la misma edad.

La clasificación étnica de los caminantes es: ciento veinticuatro caucásicos, setenta y tres negros, veintiocho asiáticos y veintiséis amerindios. Si quieren una división racial más precisa me llevará algo de tiempo.

—¿Qué nos dice eso? —pregunté yo.

—Se acerca bastante a una muestra representativa de la población general —dijo McWilliams—. Quizá un poco diferente en la mezcla hombre-mujer. Si hay algún patrón, todavía no es evidente.

—¿Qué sabemos de la procedencia de esta gente? —pregunté.

Dietrich levantó la mano.

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