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Authors: Jonathan Maberry

Tags: #Terror

Paciente cero (53 page)

BOOK: Paciente cero
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Mientras recorría la corta distancia de apenas dos metros saqué rápidamente de su funda de bolsillo el cuchillo plegable de las RRF y con un golpe de muñeca coloqué la hoja en su sitio. Aquel movimiento me llevó una fracción de segundo y cuando el caminante más adelantado me alcanzó, di vueltas como una bailarina, pero al final de la pirueta me agaché mucho y le di una cuchillada en la parte posterior de la rodilla. El RRF estaba cruelmente afilado y los tendones de aquella criatura se partieron como una vieja cuerda. Mientras se tambaleaba y caía lo empujé hacia el segundo caminante y embestí contra sus cuerpos que cayeron hasta chocar contra el tercero, poniendo el brazo muy rígido y golpeándolo con la palma de la mano para empujarlo hacia atrás; entonces, me agaché bajo sus brazos extendidos, evitando sus dientes castañeteantes y me levanté detrás de él. Lo agarré por el pelo con la mano izquierda y deslicé la punta del cuchillo hasta el punto débil: la apertura arqueada situada en la base del cráneo. La hoja atravesó la columna vertebral y el caminante se estremeció hasta quedarse inmóvil e, instantáneamente, cayó hacia delante.

El caminante que había intentado agarrarme después de matar a Colby corría ahora hacia mí rápidamente y medio inclinado. Utilicé el brazo para rechazar los suyos que ya me alcanzaban y di un quiebro, como un torero; entonces, levanté el cuchillo, lo dejé caer y hundí toda la hoja en el sincipucio, el punto blando situado en la parte superior del cráneo. Le di a la hoja un brutal medio giro y tiré de ella hacia arriba, retrocediendo para evitar las salpicaduras en forma de arco de la sangre y el tejido cerebral.

Ya solo quedaban dos.

El que había inutilizado se arrastraba por el suelo hacia mí, pero el otro venía vivito y coleando a toda carrera. Cuando estaba a dos pasos de mí, me eché hacia delante y me giré a un lado, de forma que su cuerpo no me encontró por unos milímetros. De nuevo cambié mi trayectoria dando un giro y me situé detrás de él, intentando de nuevo encontrar su punto débil; su pelo estaba lleno de gomina y se me escabulló con la hoja de mi cuchillo clavada en el sólido hueso de su cráneo. Al girar me arrancó el mango de la mano y en ese caso no merecía la pena pelear, así que lo solté, lo agarré por el cuello con el brazo y proyecté la cadera hacia atrás. Cuando lo tienes delante es difícil, pero no mortal; cuando el atacante está espalda con espalda con la persona a la que está intentando derribar, entonces todas las decenas de kilos de fuerza se concentran en el punto más débil del cuerpo. Su cuello se quebró como un manojo de palillos húmedos.

El último caminante se arrastraba lentamente hacia delante, pero salté por encima de sus brazos y caí sobre su espalda. Pude oír el crujido de sus vértebras. Se desplomó, muerto de la cintura para abajo. No podía dejarle así, por lo que recuperé el RRF. Esta vez no había forma de que el caminante se retorciera, porque mi hoja había encontrado su objetivo y acabé con él.

112

Grace / La Cámara de la campana / Sábado, 4 de julio; 12.05 p. m.

Grace estaba hablando con Joe a través del intercomunicador y de repente el espacio que la rodeaba se llenó de silbidos de alas. Un reportero salió disparado hacia atrás cuando una bala le perforó el pecho, y tiró al suelo a Grace. Mientras caía, vio a tres hombres separarse de la multitud. Todos llevaban pistolas y reconoció las armas como las pistolas de plástico de alta densidad que los terroristas solían colar a hurtadillas por los detectores de metales de los aeropuertos. Probablemente disparaban munición cerámica. Nada de metal, pensó, mientras se quitaba de encima al reportero muerto y cogía su pistola.

El primero de los tres pistoleros la vio y levantó su arma, pero Grace le disparó dos balas, en el pecho y en la cabeza, que le hicieron salir despedido contra la pared. Apuntó al segundo asesino al tiempo que dos figuras aparecían de repente por el ángulo muerto de los asesinos. Gus Dietrich derribó al pistolero de la izquierda con tres disparos rápidos: dos en mitad de la espalda y uno en la parte posterior de la cabeza. Junto a él apareció Bunny, sin armas, pero no la necesitó para el otro asesino: descargó un golpe en la muñeca del hombre con el puño cerrado, haciendo que la pistola cayera al suelo, y después le agarró por la garganta y la entrepierna y lo aplastó contra una esquina de la vitrina de la Campana de la Libertad. Retrocedió para dejar caer el cuerpo destrozado.

Entonces, apareció un cuarto hombre entre la multitud de turistas y apuntó con una pistola de polímero a la cabeza de Bunny. Grace no se preocupó tan siquiera por hacerle una advertencia; disparó dos tiros al hombre, que giró sobre sus pies, dejando un rastro de sangre. Bunny le dedicó un adusto saludo con la cabeza y recogió la pistola de plástico del hombre.

Entonces llegó el resto de los agentes del Servicio Secreto.

—Todavía hay seres hostiles entre la multitud —gritó Grace—. Búsquenlos a todos.

Los agentes se movieron muy rápido y se perdieron entre la multitud, empujando bruscamente a congresistas y a turistas por igual. Encontraron a un último personaje hostil, un tembloroso joven vestido como un turista japonés. Consiguió ponerse su pistola en la boca antes de que los agentes pudieran atraparle. El tiro le rebanó la tapa de los sesos.

Rudy se abrió paso entre la multitud y se acercó a Grace.

—¿Estás bien? —comenzó ella, pero él la interrumpió.

—Grace…, algunas de estas personas están enfermando. Ya está ocurriendo… más deprisa que antes. Tenemos que hacer algo. Debemos separarlos antes de que esto se convierta en otro St. Michael.

Mientras hablaba, uno de los reporteros se tambaleó hacia delante, se dejó caer de rodillas y vomitó. Levantó la mirada hacia ellos con rostro febril y unos ojos que ya se estaban poniendo vidriosos. El hombre estiró una desesperada mano como una garra hacia ellos.

—Ayuden… me…

113

Centro de la Campana de la libertad / Sábado, 4 de julio; 12.07 p. m.

Limpié el cuchillo y lo volví a meter en la funda. Luego cogí la pistola y la limpié rápidamente en la corbata de Colby. No tenía ni idea de cuántos agentes habían ido con la primera dama. ¿Existía la posibilidad de que estuviera segura en alguna parte? ¿Habría tenido tanta suerte?

Di un golpecito al auricular del micro, pero no oí nada, ni siquiera electricidad estática. Probablemente se había estropeado al chocar contra la pared. Estaba solo.

También estaba furioso conmigo mismo por no haber traído más fuerzas a Filadelfia; o tal vez por no haber presionado a Church para que cancelase el evento. Ambos lo considerábamos un posible escenario y aun así permitimos que siguiera adelante. Mientras pensaba estas cosas, me di cuenta de que esto era una de las réplicas del 11-S. Mucho tiempo después de aquello, todo lo que pudiese congregar a una multitud se cancelaba, pero entonces nuestra cultura movió ficha y ya no hubo más ataques. Nos confiamos. Tal vez incluso pensamos que, a falta de evidencia de lo contrario, realmente teníamos dominada a Al Qaeda y que habíamos luchado contra ellos de manera tan eficaz que la vida en Estados Unidos podría volver a ser normal.

Hoy estábamos pagando el precio de esa autosuficiencia. ¿Era culpa mía? ¿De Church? ¿O había sido un fallo cultural? Si conseguía sobrevivir tendría que estudiar más detenidamente estas preguntas; pero la filosofía social no te ayuda en el calor de un tiroteo, así que seguí adelante.

Todavía no había ni rastro de mis refuerzos, pero ya no podía esperar. Seguí avanzando cautelosamente, yendo de una habitación oscura a otra. Probé a encender las luces en el vestíbulo y en varias salas, pero no funcionaban. Alguien debía haber desconectado el automático. La única luz que había era el tenue brillo rojo de las luces de emergencia. Tenía que comprobar cada sala cerrada, cada armario, para ver si podía localizar a la primera dama, o al agente O’Brien, y durante ese tiempo sentía un punto caliente entre mis ojos, como si Ollie Brown estuviera colocando su mira láser sobre mí y esperase el momento para darme pasaporte.

Cinco salas después escuché sonidos húmedos del extremo más alejado de una fila de escritorios. Sabía lo que eran esos sonidos y realmente no quería mirar, pero no tenía elección. Sujeté con fuerza la empuñadura de mi 45 e hice unos disparos bajo los pupitres, a la altura de mis pies.

Había tres de ellos arrodillados, con las cabezas inclinadas hacia delante, como leones alrededor del cadáver de una cebra. Solo que el cadáver era el de un agente del Servicio Secreto y los leones eran oficinistas: dos mujeres y un hombre que llevaban ropa de trabajo informal e identificaciones del Centro de la Campana de la Libertad en sus cuellos. Sus manos y bocas estaban negras de sangre.

Me vino bilis a la garganta y me dieron arcadas. Solo fue un sonido minúsculo, lo bastante perceptible como para que sus cabezas dirigieran su atención hacia mí como los recelosos predadores que eran. El más cercano, una mujer, emitió una especie de silbido al verme.

Le disparé en la cabeza. El impacto la lanzó hacia atrás y cayó sobre el agente muerto en una perversa imitación de una postura íntima.

Los otros dos se levantaron y se abalanzaron contra mí, pero yo ya estaba preparado.

Dos tiros, dos muertos.

Miré los cuerpos y después al agente muerto. Tenía la garganta destrozada. ¿Conseguiría reanimarse, o aquello superaba el mecanismo de reparación de heridas del patógeno? Le apunté a la cabeza y justo cuando estaba poniendo el dedo en el gatillo, oí tres sonidos distintos al mismo tiempo.

A lo lejos, detrás de mí, escuché a Top Sims llamarme. A mis pies pude oír la primera contracción débil mientras una nueva y monstruosa fuerza ponía en marcha los motores que convertirían a este héroe caído en un asesino no muerto. Y luego oí gritar a la primera dama.

114

Gault y Amirah / El búnker

Gault se dio la vuelta y apuntó la pistola hacia las sombras. Cinco figuras llenaban el estrecho pasillo, arrastrando sus pies desnudos por el suelo. Con el pálido brillo de los paneles LED sus caras eran de un blanco fantasmal, pero los ojos y bocas eran negros como la boca del lobo.

Reconoció a uno de los monstruos: Khalid, el soldado que había sido el primero de los hombres de El Mujahid en aceptar dinero de Gault por hacerle servicios personales. A Gault le caía bien. Aquel tipo siempre había sido duro y hábil, pero ahora simplemente parecía un muerto. Su piel colgaba fláccida sobre su cráneo y su boca se abría para pronunciar un gemido absurdamente innecesario.

—Lo siento —susurró Gault. Su primer disparo se dirigió al hombro de Khalid y le hizo girar de tal forma que sus manos extendidas abofetearon al segundo zombi. Si Gault hubiera visto la escena en una película le habría parecido cómica, un chascarrillo oscuro; pero esto no era una comedia de zombis, ni una pantomima de la BBC. Esto era la muerte. El horror.

Las criaturas que estaban detrás de Khalid lo empujaron hacia delante para que siguiese avanzando hacia Gault aunque estaba mirando en dirección contraria, como los restos de un naufragio en una corriente que fluía desde las tripas del infierno. Gault sintió arcadas y disparó de nuevo. La cara de Khalid se desintegró y cayó al suelo. Otros dos tropezaron con él y cayeron al suelo rompiéndose varios huesos al chocar contra el hormigón. Gault les disparó a ambos en la cabeza; pero los dos últimos ya se estaban subiendo sobre los anteriores, moviendo las bocas mientras el aroma de la sangre empapaba el aire.

Disparó, disparó y volvió a disparar. Detrás de él, a través de la rendija de observación de la pared, escuchó la alocada risa de Amirah.

115

Grace / Cámara de la campana / Sábado, 4 de julio; 12.11 p. m.

—¡Por Dios… ayúdenme! —El senador júnior del estado de Alabama levantó la cabeza y miró con ojos suplicantes a Grace Courtland. Su piel ya había cambiado de un bronceado saludable al color de un pergamino viejo. Tenía dos marcas de pinchazos en la mejilla, donde le habían alcanzado un par de dardos de cristal.

Grace levantó la pistola y le apuntó.

—Póngase contra la pared, señor —dijo con firmeza.

—Yo… no me encuentro muy… —Sacudió la cabeza como si intentara aclarar sus confusos pensamientos—. Estoy… enfermo.

—Señor…, por el amor de Dios, por favor, quédese junto a la pared con los demás.

Detrás de él la voz de una mujer cortó el aire.

—Agente… ¿qué demonios se cree que está haciendo? Baje su arma inmediatamente. —No era la primera vez que la esposa del vicepresidente le había gritado en los últimos minutos. Grace se mantuvo firme.

La sala permanecía en silencio, salvo por los sollozos de los heridos. Grace, Bunny, Dietrich y Brierly se habían adentrado en la multitud y separaron a cualquiera que hubiese sido alcanzado por los dardos. Más de sesenta personas, todos ellos enfermos y tiritando de fiebre, estaban acurrucados en un grupo, junto a la pared más alejada de la puerta que tenía el rótulo «Solo personal». Rudy pasaba junto a ellos haciendo una evaluación médica rápida y meramente visual. Su cara estaba tensa y conmocionada. Un grupo de agentes del Servicio Secreto, quince en total, apuntaban con sus pistolas a los enfermos y heridos, pero incluso el más duro de los agentes parecía confuso y asustado. Fuera, al otro lado de las gruesas paredes de cristal, la Guardia Nacional estaban preparando emplazamientos de ametralladoras y el cielo sobre Independence Hall estaba lleno de aeronaves del ejército.

Las cosas habían comenzado a degenerar en pánico y, por lo tanto, Grace se había subido a la parte superior del podio y había dado un disparo al aire para hacer que la gente escuchara.

—¡Escúchenme! —gritó.

Bunny y Dietrich tomaron posiciones alrededor de la base del podio, con sus pistolas preparadas. Los quince agentes del Servicio Secreto restantes se colocaron formando una línea que separaba a los infectados del resto. En sus rostros se reflejaba la terrible duda, el conflicto interno que todos ellos sentían.

Con algunas frases breves, Grace le dijo a todo el mundo que la Campana de la Libertad había sido asaltada por terroristas y que era probable que todos aquellos heridos por los dardos estuvieran infectados por una enfermedad muy contagiosa. Eso ayudó a hacer la separación, ya que los ilesos se alejaron rápidamente de los demás. La enfermedad, les dijo ella, provocaría un comportamiento imprevisible y violento. Mientras hablaba, iba buscando indicios de infección en cualquiera que no hubiera admitido haber recibido un dardo.

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