Robert Howell Lee y su equipo del FBI estaban a cargo de la seguridad de las instalaciones y habían supervisado todos los preparativos interjurisdiccionales entre las fuerzas del orden locales, estatales y federales. Era descendiente indirecto de Richard Henry Lee, el hombre que había traído de Virginia al primer congreso continental con la resolución para declarar la independencia de Inglaterra. Era un hombre ambicioso que rondaba los cincuenta y que casi seguro sería el próximo director de la Agencia o quizá el pez gordo de Seguridad Nacional.
El otro hombre, Linden Brierly, también era un tipo centrado en su carrera. Había estado involucrado en algunas fases clave de la transición del servicio a Seguridad Nacional después del 11-S. Brierly sería el que supervisase la seguridad de la primera dama y de sus acompañantes.
Ambos eran hombres poderosos, patriotas, agentes de campo y políticos experimentados. Si hacíamos un movimiento en falso con ellos no solo echaríamos a perder la seguridad, sino que la cosa se calentaría tanto que ni siquiera la influencia de Church conseguiría salvar al DCM. Esto era difícil por dos razones: las carreras de todas las personas relacionadas con el DCM y la creencia (que ahora también compartía yo) de que ninguna organización del Gobierno de Estados Unidos estaba equipada como el DCM para contrarrestar amenazas como aquellas con las que nos habíamos enfrentado durante los últimos días. Una palabra mal dicha y estos tíos podrían descontrolarlo todo.
Pero sin presión, ¿de acuerdo?
—Hemos llegado —dijo Grace.
Amirah / El búnker, Afganistán
—¡Viene hacia aquí!
Amirah se giró de la gran caja de cristal que había en el laboratorio central al oír a Abdul entrar corriendo en la sala. La única respuesta que dio a su despliegue emotivo fue una sonrisa lenta.
—¿Me has oído? —le preguntó él. Llevaba un Kalashnikov colgado del hombro derecho y tenía la cara oscura de ira.
—Te he oído, Abdul —dijo con voz suave y distraída.
—Bueno… ¿cuáles son tus órdenes? ¿Hago que lo maten?
Amirah parpadeó muy despacio, una vez y luego otra.
—¿Matar a Sebastian? —De repente se echó a reír como si todo aquello fuese un chiste tremendamente divertido. Se cubrió la boca como una quinceañera para ocultar su sonrisa—. ¿Está solo?
—Ha traído a su ayudante y a un conductor.
—Bien. Dejadles que vengan.
—¿Venir? ¿Venir aquí? —repitió con incredulidad—. Amirah…, ya tienen que saber todo lo que estamos haciendo. Ha venido a clausurar todo esto.
—¿A clausurar todo esto? —dijo, y volvió a reírse.
Abdul la miraba fijamente. Amirah tenía los ojos casi llenos de lágrimas. Parecía drogada. O peor, ¡borracha! Pero eso era impensable.
—En realidad no quieres que venga aquí. No ahora. No ahora que lo sabe.
Ella sacudió la cabeza.
—¿Cuánto tardará en llegar al búnker?
—Treinta minutos.
—Reúne al personal en el comedor, Abdul.
—¿Por qué razón? —preguntó, y por un momento la mirada soñadora del rostro de Amirah se solidificó formando otra cosa. Algo frío y reptil que lo miraba desde sus hermosos ojos. Abdul dio un paso involuntario hacia atrás.
Los labios de Amirah se curvaron y se dio la vuelta para mirar a través del cristal a los monstruos que había creado. Eran cuatro y todos estaban arañando el interior de las paredes de cristal reforzado, con los ojos brillantes como estrellas negras.
—Ya tienes tus órdenes, Abdul —dijo sin girarse.
Él volvió hacia la puerta, con su ira enfrentándose a su duda. Observó a Amirah poner ambas manos sobre el cristal e inclinarse hacia delante hasta que su mejilla estuvo aplastada contra la superficie fría mientras los cuatro monstruos enclaustrados al otro lado se destrozaban entre sí para intentar llegar a ella.
Abdul se marchó.
Centro de la Campana de la Libertad / Sábado, 4 de julio; 10.28 a. m.
Estábamos en el Centro de la Campana de la Libertad, que está situado en la calle Market, entre las calles Quinta y Sexta, en la parte antigua de Filadelfia. Dado que el destacamento especial iba a trabajar en la seguridad del evento, había tenido la oportunidad de visitar el edificio unas cuantas veces durante los últimos meses y conocía muy bien su trazado. El edificio nuevo había sido la pieza central de una remodelación de la zona del Independence Mall que había costado trescientos millones de dólares, y habían invertido casi trece en el Centro, que abrió sus puertas en octubre de 2003. Aquel lugar tenía una superficie de unos mil doscientos metros cuadrados y era espacioso, estaba bien iluminado y era fascinante para cualquier turista o aficionado a la historia. La campana estaba colocada dentro una cámara de cristal que la agrandaba, para que los más de un millón de visitantes que llegaban cada año la viesen perfectamente.
Creo que todos nos sentíamos intimidados por lo que representaba. Al haberla visitado antes sabía que en realidad esta era la segunda campana; la primera había sido fabricada en la fundición Whitechapel, en Inglaterra, pero se agrietó poco después de su fundición. Un par de hombres llamados Pass y Stow la habían vuelto a fundir con una mezcla de cobre, latón y algo de plomo, zinc, arsénico, oro y plata, pero la segunda campana también se agrietó. Esa era la que teníamos ante nosotros. Los nombres de Pass y Stow estaban estampados en la parte frontal de la campana. Rudy se inclinó y leyó el resto de la inscripción:
«Proclame la libertad en todas las partes de toda la Tierra a todos los habitantes de esta, Lev. 25, 10. Según orden de la asamblea de la provincia de Pensylvania para la sede estatal de Philada».
—Han escrito mal «Pennsylvania» —observó Skip.
Yo sacudí la cabeza y dije:
—Era una de las formas de escribir el nombre de la ciudad aceptadas en ese momento.
—Jolín, esa cosa está rota —dijo Bunny sonriendo.
A nuestras espaldas había una segunda vitrina, pero esta estaba cubierta con una carpa de barras y estrellas, dentro de la cual estaba la nueva Campana de la Libertad. Dado que esta campana estaba destinada a sonar en acontecimientos especiales, no la habían colocado dentro de un cristal de aumento. El tiempo diría si esta era resistente a las grietas.
Esas campanas simbolizaban todo aquello por lo que había luchado el DCM, por lo que había sufrido y muerto su gente. Eran un emblema de los ideales intachables de libertad, democracia y justicia. A pesar de sus muchos defectos, la intención de los Padres Fundadores había sido buena en su gran mayoría. Libertad de palabra, de religión. El derecho a la vida. Aunque esos mismos fundadores no habían sido capaces de unirse para abolir la esclavitud y extender derechos iguales a todas las personas de ambos sexos, al menos habían echado a rodar la bola. La libertad resonó a través de todas las tierras y los océanos, hasta que su promesa finalmente se escuchó en todos los países de todo el mundo. Sin esa valentía y optimismo no podríamos estar aquí hoy. Los hombres y las mujeres, los blancos y los negros, los extranjeros y los nativos, unidos por una sola causa: luchar contra el odio y la destrucción. A pesar de todos mis años de cinismo práctico, sentía una auténtica oleada de patriotismo rojo, blanco y azul.
Rudy, que estaba a mi lado, dijo:
—Es una perspectiva genuina, ¿verdad?
—Júa —dijo Top en voz baja.
—¿Comandante Courtland…?
Al darnos la vuelta vimos a un hombre grande con un traje hecho a medida, fantástico y ligero, de color carbón, que caminaba con la mano extendida y una gran sonrisa en su cara morena. Lo reconocí de inmediato por la descripción de Grace. Linden Brierly, director general del Servicio Secreto. Nos acercamos para recibirlo junto al podio que habían levantado entre las vitrinas. Tenía tres escalones, estaba cubierto con tela de bandera roja, blanca y azul, y lleno de micrófonos, ninguno de los cuales estaba encendido ahora. Lo había comprobado.
Grace hizo las presentaciones y le ofreció la mano; Brierly le dio un solo apretón, pero fue firme.
—Sentimos tener que utilizar al Servicio Secreto como tapadera, señor —dijo ella—. El presidente pensó que sería lo mejor dadas las circunstancias.
Brierly no dejó pausa alguna y contestó:
—Claro, claro, lo entiendo —dijo, aunque probablemente no le gustase. A mí no me gustaría si fuese él; pero no había llegado tan lejos profesionalmente dejando que su rostro mostrase cuando no le gustaba algo. Miró a su alrededor para confirmar que no había nadie más en la sala, excepto Brierly y el equipo Eco.
—Me he reunido con su jefe, el señor Deacon. —Hizo una pausa y su sonrisa se convirtió en un gesto compungido—. ¿O es Church? Al parecer hay discrepancias sobre eso.
—Él prefiere que lo llamen señor Church.
—Un hombre interesante —dijo Brierly—. Intenté investigar sus antecedentes, pero estuve a punto de recibir un golpe en los nudillos del comandante en jefe.
Grace le devolvió la sonrisa, pero no dijo nada, ni tampoco Rudy. Yo practiqué mi postura tótem indio de madera.
Brierly esperó un segundo y luego se encogió de hombros.
—De acuerdo, ya lo pillo. No hay problema. Dígame, ¿qué puedo hacer por usted?
Grace y yo acordamos que ella se ocuparía de Brierly y yo de Lee, así que fue al grano.
—Señor —dijo ella—, nos gustaría hablar sobre los candidatos que usted sugirió transferir al DCM.
Aquello le sacó la sonrisa a Brierly.
—¿Y eso por qué, comandante?
En lugar de responder, Grace le preguntó:
—¿Qué me puede decir de los hombres que recomendó? —Y entonces recitó once nombres, incluido el del sargento Michael Sanderson, que era uno de los hombres de seguridad de Dietrich, y el del teniente segundo Oliver Brown. A los demás yo todavía no los conocía.
Vi a Brierly lanzarle una mirada al otro de la sala a Ollie y luego volvió a mirar a Grace.
—¿Podría ser un poco más concreta?
—Solo queremos aclarar algunas cosas —dijo con una sonrisa.
—¡Ajá! —dijo—. ¿Y para eso ha pedido una orden presidencial?
Grace no dijo nada.
Brierly aspiró entre dientes.
—Vale —dijo—, me han pillado.
Yo me puse tenso, pero luego esbozó una gran sonrisa.
—Un par de mis recomendaciones las hice por interés propio. He de admitirlo. Mike Sanderson es el hijo de un viejo amigo mío. La carrera de Mike se estancó tras dejar el Ejército y se unió al Servicio. Todos pensamos que subiría como un cohete, pero no pasó el corte para el destacamento presidencial y quien no lo consigue tiende a hundirse. Le prometí a su padre que cuidaría de él y el DCM me pareció una buena oportunidad para empezar de cero.
—¿Y el teniente Brown? —preguntó Grace.
Brierly se puso rojo.
—Bueno… eso es un poco más raro y ni siquiera estoy seguro de que debiéramos estar hablando de esto.
—Señor, estamos aquí por orden del propio presidente.
Brierly suspiró y miró al aire que nos separaba a Grace y a mí durante unos segundos. Los músculos laterales de su mandíbula se flexionaban mientras pensaba profundamente. Le dejamos pensar. Finalmente dijo:
—De acuerdo, pero si esta información sale de aquí será culpa suya porque estoy segurísimo de que sabré que yo nunca he dicho esto excepto en este preciso momento. —Asintió para sí tras tomar la decisión—. Seguridad Nacional y el Servicio han hecho una serie de operaciones ultrasecretas desde el 11-S. Misiones no oficiales, si quieren entenderme.
—Por supuesto, señor —dijo Grace. Yo asentí. Muchas operaciones encubiertas nunca llegaban al papel. La negación siempre es más fácil si no hay documentos de por medio.
—Ollie nunca estuvo en Irak. Eso… es una tapadera. Lleva cuatro años en el Delta Force y lo hemos utilizado en más de veinte operaciones. Cosas extremas. Misiones que implicaban a la inteligencia militar, el Servicio, Seguridad Nacional y la CIA… Últimamente, hasta que fue transferido al DCM, el teniente Brown trabajaba como agente del Servicio Secreto, pero uno que teníamos en préstamo en la Agencia.
—Sabemos que está en la CIA —dije—. ¿Está diciendo que es algo más que uno de sus agentes secretos?
Él gruñó.
—Capitán, hasta que le transferí era uno de los mejores operarios del Gobierno: operaciones encubiertas, infiltración y habilidades especiales… Incluye el paquete completo. —Brierly miró a nuestras espaldas, donde estaban cuadrados los dos hombres mirándonos fijamente.
»Y además de todo eso, es el mejor asesino que jamás he visto.
El Mujahid
—¿Qué tal estoy? —preguntó el Guerrero.
—¡Perfecto! ¡Ni la mismísima Amirah te reconocería!
El Mujahid se inclinó y se miró una última vez al espejo retrovisor del Explorer. Con lentillas azules, un tinte de experto que le había proporcionado un pelo pelirrojo y ondulado, aplicaciones de látex hábilmente fabricadas y un maquillaje que le hacía una piel pálida con unas cuantas pecas, el Guerrero parecía un enjuto joven irlandés. Saleem había utilizado una cinta especial para cambiar la forma y el ángulo de la nariz de El Mujahid dándole un aspecto respingón. El relleno de las encías le hacía resaltar los pómulos. Ni siquiera él podía ver al hombre que estaba debajo del maquillaje.
—El chico es un mago —dijo el Guerrero.
—Bueno… hay una cosa más antes de que nos vayamos —dijo Ahmed mientras cogía una cajita de la guantera. Abrió la cremallera y sacó una jeringuilla precintada. El líquido era de un color verde dorado luminoso y brillaba a la luz del sol—. Súbete la manga.
El Mujahid lo hizo y extendió el brazo. Ni siquiera parpadeó cuando Ahmed le clavó la aguja en la carne e inyectó todo su contenido.
—Amirah dijo que el antídoto estará en su punto álgido dentro de cuarenta minutos —dijo Ahmed— y aconseja que liberes la plaga en ese momento. Dijo que deberías estar totalmente protegido, pero también que una vez actives el dispositivo deberías huir lo más rápido posible. —Tomó aliento—. Además, las cosas se pondrán muy violentas rápidamente.
El Mujahid miró su reloj de pulsera.
—Entonces será mejor que nos movamos.
Ahmed asintió y sacó una segunda jeringuilla de la caja y se la inyectó a sí mismo. Llevaba una camisa hawaiana con dibujos de tucanes y se pinchó en lo alto del hombro, donde no se viese. Volvió a meter la caja en la guantera y se colgó al cuello una identificación que decía: «Prensa».