Paciente cero (51 page)

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Authors: Jonathan Maberry

Tags: #Terror

BOOK: Paciente cero
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Al rodar por el suelo la solté y me arrodillé en posición de disparo. No tengo ni puñetera idea de cómo conseguí sujetar la pistola, pero seguía en mi mano, así que la levanté y la moví alrededor para encontrar a O’Brien, pero no estaba a la vista. Lo único que podía ver eran piernas y torsos mientras la gente se dispersaba, se tambaleaba y caía al suelo. La gente me golpeaba mientras corría y tuve que apartarme para no morir pisoteado.

Oí la voz de Grace, fuerte y estridente, ordenándoles a los agentes de la sala que sellasen las puertas. Ella lo sabía y entendía a lo que nos estábamos enfrentando: todas esas cuentas de cristal que habían salido despedidas de la campana estaban infectadas con la plaga. Por su voz diría que estaba tan aterrorizada como yo.

El Seif al Din había sido liberado. Después de todo lo que habíamos pasado podríamos perderlo todo en este momento si alguno de los infectados conseguía salir.

Dios…

—¡Equipo Eco! —grité y al instante apareció Bunny con la cara blanca como la leche y salpicada de sangre.

—¿Le han dado? —chilló.

—Al demonio con eso… ¡Tenemos que sellar las puertas!

—¡Ya está hecho! —Oí una voz chillar con muchísima fuerza y entonces me di cuenta de que era Brierly gritando a través de mi auricular.

—Las puertas están selladas. He ordenado reunir varios equipos como refuerzo en el exterior.

La muchedumbre golpeaba las paredes de cristal como una ola y alguna de las personas que estaban más cerca de las puertas tenía que estar siendo aplastadas por la ingente y violenta masa humana. Había gritos de ira, de terror y de dolor.

—Tengo a la esposa del vicepresidente —dije—, pero no veo a la primera dama, Brierly, ¿ha conseguido salir?

—Mi ayudante, Colby, y un equipo de agentes la llevaron a la sala de seguridad —dijo—. ¿Qué demonios está ocurriendo, Ledger?

—Estoy en la parte posterior del podio. Reúnase conmigo —dije—. ¡Ya!

Al girarme para buscarle, Bunny me dijo.

—Jefe, esos dardos…

—Lo sé. Mantén los ojos abiertos. Si alguien empieza a actuar de forma extraña pégale un tiro.

Pude ver cómo el peso de lo que quizá tuviésemos que hacer hería al grandullón, pero asintió. Miré a mi alrededor y vi a Rudy, todavía con las girl scouts. Una de ellas estaba sangrando, pero en la distancia no podía decir si era por los dardos o por un golpe.

—Bunny, quédate con la esposa del vicepresidente —le ordené—. Y mantén los ojos abiertos buscando al agente O’Brien. Él es nuestro hostil. Si lo ves mátale —dije, y luego lo agarré por la manga—. Bunny… ¿viste a quién le estaba disparando Ollie?

—Negativo. Todo el mundo estaba disparando —dijo y, como si se tratase de una puntuación de su comentario, le pasaron por encima de la cabeza dos ráfagas de disparos, que le hicieron encogerse. Los disparos comenzaron de nuevo y los gritos sonaron con un tono aún más agudo.

—Por si acaso, no te pongas delante de él si tiene una pistola.

Bunny se giró y sus ojos buscaron mi cara.

—Entendido, jefe.

Se agachó tapando a la esposa del vicepresidente, que estaba encogida en posición fetal con la cara desencajada de dolor. Tres agentes del Servicio Secreto se unieron a él y juntos formaron un círculo de protección.

Me puse de pie, y vi a Top y a Ollie corriendo hacia una de las puertas. Estaban trabajando juntos para evitar que la gente saliese. Grace ya estaba bloqueando la otra puerta pistola en mano.

Vi a Gus Dietrich inclinarse sobre el gobernador de Pensilvania, que estaba cubierto de sangre. Dietrich lo estaba protegiendo con su propio cuerpo y tenía una pistola humeante en la mano. En el suelo, a su lado, había un agente del Servicio Secreto al que la explosión de dardos de cristal le había alcanzado en toda la cara. La mirada de Dietrich y la mía se cruzaron durante un segundo e intercambiamos un breve gesto. Yo era consciente de que varios cámaras de televisión seguían de pie, con la cámara al hombro. No tenía ni idea de cómo seguían vivos y lo único que podía imaginarme era cómo estaría reaccionando ante esto la mitad del país. Esperaba que las cadenas hubiesen cortado la retransmisión.

Vi a Brierly, lo agarré por el hombro y lo empujé contra el podio. Ya no había disparos, pero el aire seguía invadido de gritos y chillidos. Tuvimos que acercarnos y gritarnos al oído.

—¿Por qué coño le ha disparado a esa mujer? —preguntó y me di cuenta de que tenía la pistola medio apuntando hacia mí. La aparté.

—Andrea Lester era una traidora y una simpatizante terrorista. Amañó su propia campana para que disparase esos dardos —dije, y me acerqué más—. Está trabajando con El Mujahid y su agente, O’Brien, es uno de ellos. Él activó el dispositivo.

Aquello le dolió.

—¡Dios mío! La investigamos y estaba limpia.

—Esos tíos debían tener ayuda dentro. Ahora mismo no confíe en nadie.

—¿Dentro…?

—Ahora no hay tiempo para eso. Escúcheme y escúcheme atentamente. Los dardos de la campana… contienen el agente infeccioso del que le habló Grace. ¿Conoce el Ébola? Pues esto es cien veces peor. —Le agarré la oreja y la acerqué a mi boca—. Si una sola de estas personas sale de esta sala habrá una plaga mundial. No hay cura. —Dije aquello muy despacio, remarcando cada palabra—. Créame.

El rostro de Brierly se deformó adoptando la forma de una máscara de terror absoluto, tanto que pensé que iba a ponerse a gritar. Entonces se escondió al sentir el impacto de las balas contra las paredes de plástico que rodeaban la Campana de la Libertad. Me giré y vi a alguien con uniforme de la policía de Filadelfia apuntándonos con una pistola. Volvió a disparar y yo empujé a Brierly y también disparé. El poli falso cayó muerto.

—Póngase en contacto con los hombres que tiene fuera —dije—. Nadie saldrá de este edificio. ¡Nadie! Necesitaremos tropas y a los mejores equipos de riesgo biológico.

Él se pasó la lengua por los labios y parpadeó varias veces mientras asimilaba las devastadoras noticias y luego vi cómo se apoderaba de él el hombre detrás del burócrata.

—Jesús, espero que se equivoque con esto, Ledger.

—Ojalá —dije—, pero es cierto.

Brierly pulsó el micro y empezó a soltar una serie de órdenes secas. Ordenó a todos los equipos que sellasen y defendiesen cada una de las salidas del edificio e hizo hincapié en que incluyesen las salidas desde las oficinas y de las salas que había al otro lado de la puerta reservada al personal.

—El Colibrí está localizado y a salvo. —«Colibrí» era el nombre en clave para la primera dama. «Escarabajo» era el de la esposa del vicepresidente. Cuando recibió las confirmaciones se giró hacia mí.

»De acuerdo, la primera dama está en la sala de seguridad. La mujer del vicepresidente está siendo protegida por uno de sus hombres y tres de mis agentes. La llevaremos a la sala de seguridad en un rato. —Parecía ligeramente aliviado.

—Brierly, tiene que asegurarse de que todo el mundo entienda que no podemos dejar salir a nadie de aquí. Ni siquiera a la mujer del presidente.

Él me miró, dividido entre sus responsabilidades y la realidad de la plaga. Finalmente asintió y activó el micro.

—Soy el director Linden Brierly. Esta es una alerta a todas las unidades. Por orden presidencial, nadie puede salir de este edificio. Sin excepciones. Repitan y confirmen. —Todos los puestos confirmaron, pero podía imaginarme que muchos de ellos se estaban preguntando qué estaba pasando o bien cagándose de miedo—. Más le vale no haberse equivocado en esto.

Lo dejé para que hiciese su trabajo y salí en busca de O’Brien, pero no lo veía por ninguna parte. Ahora había menos disparos, solo tiros esporádicos intercalados con gritos y voces.

Un movimiento a mi derecha me hizo girarme y allí estaba Grace, con Top justo detrás de ella, ambos con el arma preparada. Grace tenía sangre en la ropa, pero cuando vio mi expresión se miró la ropa y luego me miró a los ojos.

—Había una mujer joven justo delante de mí —dijo, y lo dejó ahí.

Los disparos cesaron, pero la gente seguía corriendo en tropel de un lado a otro como animales en un corral.

—Grace…, tenemos que calmar a esta gente.

—Estoy en ello —dijo y se marchó llamando a Top y a Dietrich, que pronto estaban corriendo entre la gente como toros, apartando y gritando órdenes a todo el mundo, agarrando a los agentes del Servicio Secreto y poniéndolos a trabajar. Skip Tyler estaba cerca de la pared posterior, recargando su arma.

—Skip —dije mientras me acercaba corriendo—, ayúdame a encontrar a O’Brien.

—¿El tío pelirrojo? Salió por ahí hace un segundo —dijo señalando la puerta de personal que había en una esquina. Corrimos hacia ella, pero la puerta estaba cerrada por dentro.

—¿Estás seguro de que se fue por aquí?

—Sí, él y Ollie siguieron al grupo de agentes del Servicio Secreto que llevaban a la primera dama a la sala de seguridad. —Parecía confuso—. Ese era el protocolo, ¿verdad?

—¡Hijo de puta! —solté, y abrí la puerta de una patada—. Skip, protege esta puerta. Busca a Grace o a Top para que vengan a ayudarme, pero nadie más puede pasar por aquí. ¿Me oyes? Nadie. Cuento contigo para que guardes esta línea.

El joven marine asintió con gesto serio y adoptó una postura defensiva.

—Por supuesto, capitán.

Entonces entré corriendo por la puerta.

108

Gault y Amirah / El búnker

Gault abrió una rendija en un panel de la pared, miró a través de ella y estuvo a punto de soltar un grito ahogado. Amirah no estaba ni a metro y medio de él. Debajo de ella las enfermeras casi habían terminado de poner las inyecciones.

Consiguió recuperarse, metió la pistola por la rendija y colocó el punto rojo del láser, sigiloso como un susurro, sobre la espalda de Amirah, justo entre sus hombros. Un disparo desde aquella distancia perforaría su columna vertebral, le desgarraría el corazón y lo haría explotar entre sus pechos, dejando un gran agujero rojo del tamaño de una pelota de golf. Una sola flexión de su dedo y aquella puta traidora estaría muerta. Podía hacerlo. Sabía que podía.

—Maldita seas, Amirah —dijo, y, sin querer, añadió mentalmente mi amor.

Las lágrimas nublaron su visión, combándola con distorsión prismática. El cañón de la pistola tembló. Su equipo de asalto entraría en la cueva en cualquier momento y Toys los conduciría hasta aquí. Gault se estremeció, en parte al pensar en la tormenta de fuego que el capitán Zeller estaría desencadenando en el búnker y en parte en la transformación de Toys. ¿Había cambiando tanto su ayudante o Gault había estado ciego durante todos estos años y no había visto el escorpión que tenía a su lado?

Los segundos iban pasando. Enseguida todo el búnker sería un infierno de balas y sangre. Pronto todos estarían muertos. Amirah también, la matase él o no. Las órdenes que le dio a Zeller eran específicas: matar a todo el mundo, sin excepción.

Amirah.

Dios.

Rompió a llorar y las lágrimas empezaron a caerle por las mejillas y, antes de poder parar, de su garganta se escapó un único y desconsolado sollozo. Vio a Amirah ponerse más tensa, pero no se dio la vuelta y Gault apretó las manos para mantenerse firme, para sostener el punto rojo de la mira láser en su espalda. Sé un jodido hombre, gruñó para sus adentros.

Amirah.

Y entonces ella habló:

—Sebastian.

Amirah se dio la vuelta sin prisa hasta estar frente a él. Tenía la cara inclinada, mirando hacia abajo mientras observaba el láser rojo en su pecho, temblando justo sobre su corazón. Levantó la cara lentamente.

Gault sintió que una mano fría entraba en su pecho y le estrujaba el corazón hasta convertirlo en un diminuto bloque de hielo. Los ojos de Amirah estaban muy abiertos y vidriosos, brillantes por la fiebre. Llevó una mano hasta su chadri, recogió la tela negra con los dedos y lentamente tiró del pañuelo hacia abajo, hasta dejar ver su boca sonriente. Su preciosa piel color oliva había palidecido hasta adoptar un tono arena enfermizo, casi gris, y sus carnosos labios estaban manchados de sangre fresca.

—Sebastian —dijo suavemente mientras sus labios se despegaban de sus dientes en un gruñido de despiadada hambre animal.

—Dios mío. —Gault retrocedió con horror—. ¿Qué has hecho?

Amirah avanzó hacia la pared y pudo olerlo incluso a través de la estrecha abertura de la rendija de observación. Era un hedor fétido a carne podrida que se desprendía de ella como el perfume del infierno.

—Seif al Din —murmuró ella, inclinándose para mirar por la rendija.

—¡Estás infectada! —dijo. Le temblaba tanto la mano de la pistola que estuvo a punto de caérsele. Estaba sudando a chorros y su pulso chasqueaba como si fueran petardos—. ¿Qué has hecho? —preguntó de nuevo con un susurro aterrorizado.

Ella agitó la cabeza, sonriendo aún.

—No, Sebastian, no estoy infectada. He renacido. Estoy más viva ahora de lo que nunca imaginé.

—¡Esto te matará!

Ella sacudió la cabeza de nuevo.

—El patógeno ya no es mortal… Lo he perfeccionado. Solamente viste la generación siete —dijo, y le dio la risa tonta—. Eso te asustó, Sebastian. Casi te pones a gritar como una mujer. —Amirah se limpió las babas de sus labios—. A estas alturas mi encantador El Mujahid debe haber lanzado la generación diez sobre los estadounidenses. Morirán pronto, Sebastian. Todos ellos. Seif al Din es muy rápido. —Ella chasqueó los dedos delante de la ranura y Gault dio un salto.

—¿La generación diez? ¡Estás loca!

—Soy inmortal —respondió—. Ya ves…, conseguimos un adelanto muy importante, Sebastian. Hemos estado trabajando mucho durante tanto tiempo y creías que estábamos avanzando a paso lento con la generación tres. Pero, oh…, la generación diez es veloz. El cuerpo se reanima inmediatamente. No hay tiempo de retardo, no hay tiempo de cuarentena para los infectados. La generación diez es la plaga perfecta.

—¿Perfecta? —La palabra era como bilis en su boca.

Ella le ignoró, totalmente absorta en sus descubrimientos.

—Pero sin embargo hemos ido más lejos. La generación once fue decepcionante pero, oh…, ¡la generación doce! —Alargó la palabra, llenándola de maravilla y amenazas—. Nos adentramos en un ámbito científico totalmente nuevo. En eso he estado trabajando durante el último año mientras me dejabas aquí en el búnker. El patógeno asesino fue desarrollado hasta la generación diez antes incluso de que conocieras la existencia de la segunda generación. —Ella se rió ante la mirada de estupefacto dolor de su rostro—. Nosotros teníamos la plaga, pero no podíamos utilizarla hasta que tuviéramos el remedio. Y ahora…, oh, Sebastian, ¡es como fuego en la sangre! Puedo sentirla moviéndose por mi cuerpo.

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