Al otro lado de la sala vi el rostro de Brierly girarse para buscarnos.
—Señor —dijo Grace—, puede que esto no sea nada, pero al capitán Ledger le preocupa uno de los agentes asistentes. O’Brien. Un tipo pelirrojo y grande que está junto a la entrada de la prensa.
Vimos cómo se giraba y decía:
—¿Michael O’Brien? Forma parte del equipo enviado desde la capital. ¿Quieren que lo retire?
—Si lo puede hacer sin armar jaleo… —dijo, y yo hice una mueca de dolor. El Servicio Secreto podía hacer casi cualquier cosa silenciosamente. La palabra secreto formaba parte de su nombre por algo, pero entonces entendí lo que estaba haciendo Grace. Estaba dejándole toda la responsabilidad a Brierly de que hiciese algo correctamente y nosotros podríamos obtener información basándonos en cómo lo hiciese.
—No se retire —dijo, y cambió de canal. Casi de inmediato, dos de sus agentes comenzaron a bordear el perímetro de la sala en dirección a O’Brien.
Mi sentido arácnido se estaba volviendo loco. Le dije a Grace que recuperase la línea con Brierly.
Desde el podio, la primera dama se había enzarzado en un discurso aburrido hasta la saciedad que al parecer narraba la historia de la Campana de la Libertad desde el momento en que a alguien se le ocurrió la idea; minuto a minuto, hasta la actualidad.
—En 1752 —entonó—, la Asamblea de Pensilvania pidió una campana de noventa kilos para colocarla en el campanario de su Capitolio, ahora conocido como el Independence Hall.
Uno de los agentes llegó junto a O’Brien y se acercó para decirle algo al oído. La información debió de ser dada como una orden de redistribución, porque O’Brien simplemente asintió y comenzó a moverse hacia la salida que tenía justo detrás. Las filas de reporteros hicieron necesario que tuviese que abrirse camino y los otros dos agentes lo siguieron.
—No se marcha corriendo —dijo Grace—. Quizá te equivoques.
—Si es así me disculparé —dije, pero sin dejar de mirar a O’Brien.
—El pedido de la campana se hizo a la fundición Whitechapel, en Inglaterra —continuó la primera dama—, y contrataron al renombrado Thomas Lester para forjar la primera campana de la libertad y para inscribir en ella estas históricas palabras: «Y proclamaréis en la tierra liberación para todos sus habitantes». Por desgracia, aquella primera campana se agrietó poco después de colocarla y una nueva campana de repuesto…
La primera dama siguió hablando, pero algo de lo que dijo me provocó una sacudida cuando mi cerebro repitió aquellas palabras.
«Y contrataron al renombrado Thomas Lester para forjar la primera campana de la libertad…»
—Y hoy desvelaremos una nueva campana diseñada y fundida por Andrea Lester, que está aquí con nosotros —dijo señalando a una mujer pequeña y seria con un traje pantalón amarillo—. La señorita Lester es la última descendiente del fabricante de la campana original y vive en Carolina del Norte. Está hoy aquí con nosotros para ayudar a dedicar esta nueva…
La cabeza me iba a cien por hora. Seguro que Rudy también lo había pillado. Se giró y me miró con los ojos abiertos como platos. Entonces formó con sus labios la palabra: «Bellmaker», que en inglés quiere decir «el creador de la campana».
Thomas Lester. El orfebre que hizo la Campana de la Libertad original. Su descendiente Andrea Lester, la creadora de la nueva campana.
Lester… ¡el creador de la campana! ¡Bellmaker!
¡Dios mío! Aldin nos lo había dicho, pero no nos dijo lo suficiente.
Vi a Andrea Lester pasar su mirada rápidamente de la primera dama a la puerta, donde el agente O’Brien se había detenido con la mano en la puerta de cristal. Se giró y volvió a mirar a la sala, directamente a Andrea Lester. Los agentes que estaban con él le pusieron las manos sobre los hombros para intentar que se marchase tranquilamente; no querían montar una escena.
Agarré a Grace por el brazo con tanta fuerza que se estremeció de dolor y estuvo a punto de dejar caer el móvil.
—¡Grace! ¡Dios mío… no es Lester Bellmaker, es Andrea Lester, la creadora de la campana! ¡Ella hizo la Campana de la Libertad!
Justo cuando empezaba a moverme, los ayudantes de la primera dama tiraron de las cuerdas que soltaron las telas que cubrían la Campana de la Libertad. La tela roja, blanca y azul cayó flotando al suelo. En mi mente, aquellos colores se convirtieron en la horrible promesa del desastre. Al otro lado de la sala, vi al agente especial Michael O’Brien zafarse de los dos agentes y, con una sonrisa infinita, sacó un pequeño dispositivo del bolsillo.
Era un detonador.
Amirah / El búnker
Ella estaba en una pasarela metálica que bordeaba el laboratorio a seis metros de altura, observando cómo sus trabajadores formaban una fila, con las mangas remangadas, mientras las enfermeras iban pasando de uno a otro para administrarles inyecciones. Todo el mundo parecía muy orgulloso. Sabían que formaban parte de algo infinitamente importante, que habían contribuido a algo crucial en la guerra contra el infiel.
Amirah les sonreía.
Una de las enfermeras miró a Amirah y ambas compartieron una breve sonrisa. Nadie se dio cuenta de que el líquido de la botella en la que ella había llenado sus agujas era de un tono ligeramente diferente. Un toque de verde, mientras que el de los demás tendía más al ámbar. Pero la enfermera utilizó una jeringuilla casi opaca y se movió muy rápido, llenando su jeringuilla, inyectándola y pasándole un algodón con alcohol muy rápido, rellenando y pasando al siguiente de la fila.
Amirah se miró el antebrazo y, con aire ausente, se frotó el punto donde le habían pinchado. De la marca de la aguja habían empezado a salir líneas negras. Ahora estaba transpirando mucho, la toga le daba demasiado calor; el sudor le caía por la espalda y se arremolinaba en la cintura. Se agarró a la barandilla de metal para no caerse mientras toda la sala daba vueltas a su alrededor, haciendo que se marease.
—¿Dónde estás, Sebastian? —susurró. El reloj de pared iba marcando los segundos.
Centro de la Campana de la Libertad / Sábado, 4 de julio; mediodía
Todo se paralizó en una fracción de segundo al rojo vivo que, extrañamente, se movía a cámara lenta. La primera dama lideraba el aplauso por el descubrimiento de la Campana de la Libertad. A su lado, en el podio, Andrea Lester se estaba metiendo la mano en el bolsillo. El teléfono de Grace se le caía de las manos mientras apartaba la solapa de su abrigo para coger su arma. El agente O’Brien estaba empezando a levantar el detonador.
Yo tenía la pistola en la mano.
Todos los ojos de la sala se estaban volviendo hacia mí. Los agentes estaban cogiendo sus armas.
No tenía a tiro a O’Brien, la primera dama estaba en medio de nosotros dos. En el podio, Andrea Lester estaba agarrando a la esposa del presidente. Tenía algo brillante en la mano y me di cuenta de que era una cuchilla. No de acero, ya que el Servicio Secreto la habría captado, probablemente una de esas navajas de polímero que eran casi tan duras como el acero pero que nunca detectaría un detector de metales.
—Allah akbar! —gritó mientras arremetía contra la primera dama.
Disparé dos veces a Andrea Lester en el pecho. Las balas la separaron de su víctima, pero la navaja de polímero hizo un corte largo en la manga de la primera dama.
Todo el mundo empezó a gritar; el pánico fue inmediato y total. Salí corriendo, agarrando a la gente y quitándola de en medio mientras intentaba llegar al podio, desde donde podría tener a tiro a O’Brien, que corría rápidamente hacia el podio. Los dos agentes que lo flanqueaban ya estaban en marcha. Uno intentaba hacerle un placaje mientras el otro daba un paso atrás y sacaba su arma corta. Entonces la multitud se puso entre nosotros y los perdí de vista.
Una ráfaga devastadora de disparos salió de la parte más alejada del podio y, mientras apartaba de mi camino a Rudy y al secretario de Interior, vi que el agente que había apuntado a O’Brien con su arma estaba cayendo de espaldas con un agujero en la sien. El disparo no vino de O’Brien, sino de mi derecha. Al girarme vi una pistola en las manos de Ollie Brown y mientras yo miraba, giró la pistola y disparó otros dos tiros y luego la muchedumbre hizo que lo perdiese de vista. ¿Le había disparado él al agente?
Parecía que todo el mundo en la sala tenía una pistola y las balas pasaban zumbando. Había demasiada conmoción como para decir quién era quién y no sabía cuántas de las personas que estaban allí eran agentes de Brierly o miembros de alguna célula terrorista. Era el caos total.
Me giré y me dirigí a O’Brien, pero cuando lo localicé entre el gentío que no dejaba de chillar, vi caer al segundo agente sangrando por un corte en la garganta. O’Brien volvió a dirigirse al podio con el detonador todavía en su gran mano.
Y de repente me di cuenta.
Era la campana.
—¡Sellen la sala! —chillé, levantando una vez más la pistola y luego vi de reojo que la primera dama todavía estaba en el podio. Andrea Lester había caído, igual que uno de los guardaespaldas de la primera dama. Otros agentes se apresuraban al podio blandiendo sus armas, corriendo a toda velocidad para proteger a la esposa del presidente. Venían disparos de todos los puntos de la sala y vi agentes con chaquetas azules disparándoles a los civiles; vi a un hombre con unos pantalones cortos con estampado de carnaval cubriendo a dos congresistas mientras, muy cerca de allí, un agente del Servicio Secreto intentaba sacar un revólver de plástico de la mano de alguien que parecía ser un reportero de informativos. Tenía que llegar a lo alto del podio para poder ver la sala e intentar localizar a O’Brien, para detenerle antes de que apretase aquel botón.
Grace salió disparada por mi izquierda y desapareció entre la prensa. Vi que un grupo de agentes bajaba a la primera dama y la conducía por la puerta que decía «Solo personal». Pero en medio de la confusión se habían dejado allí a la esposa del vicepresidente, medio perdida en medio de los congresistas que luchaban por huir de los disparos. Sus agentes habían recibido disparos y estaban sangrando. Ahora estaban disparando varias personas y no podría decir si era una batalla campal o bien disparos de pánico; entonces vi a un agente subir al podio para proteger a la esposa del vicepresidente, pero medio segundo después cayó al suelo con la pechera de su camisa empapada de sangre. Subió un segundo agente, pero también le dispararon en el pecho y cayó entre la gente haciendo una pirueta. Vi una mano sujetando una pistola que se metió entre el gentío. Estaba desnuda… no llevaba mangas, solo pude ver un atisbo de una camisa hawaiana. ¿Uno de los turistas? ¿Un reportero? Mierda… ¿Cuántos de estos cabrones estaban mezclados entre el público?
—¡Top! —grité cuando lo vi intentando abrirse paso entre un nudo de gente en pánico—. Es O’Brien.
Él asintió y volvió a sumergirse en la muchedumbre, pero había tanta resistencia que no conseguía avanzar. Algunos de los invitados estaban intentando tirarse al suelo para evitar las balas, pero la aglomeración de gente los pisoteaba. Vi a Rudy empujando a un grupo de girl scouts hacia una esquina para evitar que las aplastase la marea humana. Había gritos de dolor intercalados con el barullo de la multitud aterrorizada y la cortina de fuego constante de las pistolas. Oí los distintivos gritos de mando de los agentes del Servicio Secreto, pero nadie hacía caso a sus órdenes de tirarse al suelo y quedarse quietos. Yo no tenía ni idea de dónde estaban Grace ni el resto del equipo Eco y seguía intentando abrirme paso hacia el podio. La mujer del vicepresidente estaba agachada, cubriéndose la cabeza con los brazos y flanqueada por agentes muertos. Había cientos de personas gritando, chillando e intentando salir del Centro de la Campana de la Libertad.
Volví a ver a O’Brien. Seguía sonriendo mientras levantaba el detonador por encima de las cabezas de la gente.
No tenía tiempo para pensar. Me lancé por el aire y mi hombro chocó contra el costado de la mujer del vicepresidente; la agarré con los brazos y mi impulso nos hizo caer del podio justo cuando O’Brien apretaba el botón.
La Campana de la Libertad explotó.
Gault / El búnker
Se agazaparon en la oscuridad de un pasillo estrecho que transcurría por el interior de las paredes del búnker. Los LED que había incrustados en el suelo emitían solo la luz suficiente para que pudiesen seguir el camino en medio de la oscuridad.
—Dividámonos —sugirió Gault—. Vete a la compuerta trasera y asegúrate de que el equipo del capitán Zeller puede entrar. Mata a cualquiera que se interponga en tu camino.
—¿Y tú qué vas a hacer?
—Voy a ir al laboratorio.
—¿A hacer qué? —preguntó Toys con un tono implícito de acusación—. Recuerda que hemos venido a matarla. No a hacer las paces.
A Gault lo invadió la ira.
—No me digas lo que tengo que hacer —le soltó—. Estoy cansado de…
—¿De qué, Sebastian? —le interrumpió Toys—. No intentes reafirmar tu autoridad sobre mí a estas alturas. Ese momento pasó cuando dejaste que tu novia crease el arma del Juicio Final.
Gault tenía el arma en la mano. El cañón casi apuntaba en dirección de Toys, pero no del todo. Su ayudante lo miró y luego, sonriendo, se agachó y movió el cañón para que le apuntase directamente al corazón. Toys se acercó forzando el contacto con el arma.
—O la matas a ella o me matas a mí —dijo Toys con toda tranquilidad.
Se miraron el uno a otro por encima del abismo que se había abierto entre ambos.
—Toys… yo…
Toys apartó el arma. Se inclinó hacia delante rápidamente y besó a Gault en la mejilla.
—Te quiero, Sebastian. Tú y yo somos familia. No lo olvides.
Y tras decir eso, se giró y desapareció en el pasillo dejando a Gault solo en la oscuridad.
Centro de la Campana de la Libertad / Sábado, 4 de julio; 12.01
El recubrimiento exterior de la Campana de la Libertad debía de ser un enchapado de metal pintado que cubría cientos de pequeños puertos. En el interior de la campana, en el metal auténtico de su cuerpo, la señal de la detonación hizo explotar incontables bolsas de aire muy comprimido. Toda la superficie de la campana se desintegró mientras miles de pequeños dardos de cristal salían despedidos con el impulso del aire comprimido. Ni pólvora ni nitratos: la campana era en sí misma una pistola de aire gigante. Los dardos apuntaban a todos lados y tenían las paredes tan finas como el papel. La mitad de ellos explotaron al colisionar contra la fina capa metálica colocada sobre la superficie de la campana y descargaron su contenido al aire inofensivamente. Pero la otra mitad, quizá unos mil quinientos dardos en total, atravesaron la piel de miembros del Congreso y de la prensa clavándose en las manos y los rostros de turistas, dignatarios locales y embajadores de una docena de naciones. Sentí una ola de dardos pasar sobre mí cabeza mientras caía al suelo con la mujer del vicepresidente debajo de mí. No tenía ni idea de si me habían dado o no. Todo el mundo gritaba. La esposa del vicepresidente chilló de dolor al chocar contra el suelo de hormigón.