Hal se dio la vuelta y vio pasar el taxi; Roger lo saludó con la mano, y cuando giró la cabeza para ver si lo había reconocido, vio que corría detrás del taxi arrastrando las piernas. Era una escena inquietante: un hombre en bata de baño, que ondeaba como una capa, persiguiendo a un taxi en mitad de la noche.
Roger miró al taxista para ver si también había visto la escena tan peculiar, pero el hombre estaba escribiendo algo mientras conducía.
—Oiga —le dijo Roger—. ¿Sabe qué es lo que está pasando?
—Sí —contestó el taxista con una sonrisa y asintiendo cortésmente, aunque no tenía la menor idea de lo que le había dicho Roger. El taxi recorrió dos calles más y llegó a su casa. El conductor abrió el maletero. El vecindario estaba desierto y tan oscuro como la casa de los Luss.
—¿Sabe qué? Espere aquí. —Roger señaló la acera adoquinada—. ¿Puede esperar?
—Pague.
Roger asintió. Ni siquiera sabía por qué le había pedido que esperara; tal vez era porque se sentía muy solo.
—Tengo el dinero en la casa. Espéreme aquí. ¿De acuerdo?
Roger dejó su equipaje en el pequeño cuarto contiguo a la puerta lateral y entró en la cocina.
—¿Hola? —dijo. Movió el interruptor de la luz pero no sucedió nada. Vio los números verdes titilando en el reloj del microondas y concluyó que había corriente eléctrica. Avanzó tanteando al lado del mostrador; llegó al tercer cajón y buscó la linterna. Sintió un olor putrefacto, superior al de las sobras mohosas que había en el cubo de la basura, lo cual aumentó su ansiedad y lo impulsó a moverse con rapidez. Agarró el astil de la linterna y la encendió.
Alumbró la amplia estancia, y vio el mostrador, la mesa que estaba más allá, la cocina y el horno doble.
—¿Hola? —dijo de nuevo, sintiendo vergüenza del miedo que denotaba su voz. Vio una salpicadura oscura en las puertas de vidrio de los armarios y alumbró con su linterna lo que parecía ser una mancha de
ketchup
y mayonesa. Ver eso le produjo rabia. Vio la silla hacia arriba y las huellas sucias (
¿huellas?
) en la isla de granito que había en el centro.
¿Dónde estaba Guild, la empleada? ¿Dónde estaba Joan? Roger se acercó al armario y alumbró la mancha espesa. No sabía qué era la sustancia blanca, pero definitivamente la roja no era
ketchup
. No podía decirlo con seguridad… pero creyó que podría ser sangre.
Vio algo moverse en el reflejo del cristal y se dio la vuelta para alumbrar con la linterna. Las escaleras estaban vacías, y comprendió que era él, que acababa de mover la puerta del armario. No le gustaba imaginar cosas y entonces subió a la segunda planta y revisó cada uno de los cuartos con la linterna.
—¿Keene? ¿Audrey? —Encontró unas notas garabateadas sobre el vuelo de Regis Air en la oficina de Joan. Tenían cierta coherencia, pero su caligrafía se había deteriorado en las dos últimas frases, las cuales eran incomprensibles. La última palabra, garabateada en el ángulo inferior derecho del bloc, decía: «Hummmmmm».
Las sábanas del dormitorio principal estaban en desorden, y en el sanitario sin vaciar flotaba algo que tomó por un vómito espeso de varios días. Recogió una toalla del suelo, la extendió y descubrió coágulos oscuros de sangre, como si un tísico hubiera tosido en ella.
Salió corriendo hacia las escaleras, cogió el teléfono y marcó el 911. Timbró una vez y otra, pero una voz grabada le dijo que esperara. Colgó y marcó de nuevo. Escuchó un timbre, y luego la misma grabación.
Oyó un golpeteo en el sótano y soltó el auricular. Abrió la puerta de un empujón para llamar en voz alta, pero algo lo hizo detenerse. Oyó y escuchó… algo.
Pasos avanzando. Eran muchos, subiendo las escaleras, aproximándose al rellano donde las escaleras daban un giro de noventa grados en dirección a él.
—¿Joan? —dijo—. ¿Keene? ¿Audrey?
Sin embargo, estaba yendo hacia atrás, retrocediendo y golpeando la puerta, y después atravesando la cocina, pasando al lado de la masa viscosa que había en la pared. Lo único que quería era salir de allí.
Abrió la puerta, salió a la entrada y corrió a la calle, gritándole al conductor que estaba sentado al volante, y quien casi no entendía el inglés. Roger abrió la puerta de atrás y saltó adentro.
—¡Asegure las puertas! ¡Asegúrelas!
El conductor se dio la vuelta.
—Sí. Ocho dólares y treinta centavos.
—
¡Cierre las malditas puertas con seguro!
Roger miró en dirección a su casa. Tres seres extraños —dos mujeres y un hombre— salieron por la puerta del lavadero y comenzaron a cruzar el jardín.
—¡Muévase! ¡Muévase! ¡Arranque!
El chófer movió la rejilla del buzón de pago del separador.
—Me paga, yo me voy.
Ya eran cuatro. Roger vio estupefacto cómo un hombre de aspecto conocido y que tenía una camisa desgarrada empujaba a los otros para llegar primero que ellos al taxi. Era Franco, el jardinero. Miró a Roger a través de la ventanilla, sus ojos pálidos en el centro pero rojos en los bordes, como una corona demencial y ensangrentada. Abrió la boca como para gritar a Roger, y luego salió aquella cosa, golpeando la ventana con un estruendo seco, justo enfrente de Roger.
Roger se quedó pasmado.
—
¿Qué demonios acabo de ver?
Todo sucedió de nuevo. Roger entendió, a un nivel precario, bajo varias capas de miedo, pánico y manía, que Franco —o esa cosa en la que se había convertido— no conocía, había olvidado o subestimado las propiedades del cristal, y parecía confundido por las propiedades de este objeto sólido.
—
¡Arranque!
—gritó Roger—.
¡Arranque!
Dos de ellos se pararon frente al taxi. Un hombre y una mujer, las farolas iluminando sus cinturas. Siete u ocho criaturas rodeaban el auto, pero otros se estaban acercando desde las casas vecinas.
El chófer gritó algo en su idioma y hundió la bocina.
—
¡Arranque!
—gritó Roger.
El taxista buscó algo en el piso. Sacó una bolsa pequeña; abrió el cierre, derramando algunas barras de chocolate antes de agarrar un revólver pequeño de color plateado. Extendió el arma frente al parabrisas, completamente asustado.
La lengua de Franco estaba explorando la ventana de cristal. Sólo que aquello no era una lengua.
El taxista abrió la puerta.
—
¡No!
—gritó Roger a través del cristal del separador, pero el hombre ya se había apeado. Disparó el arma protegiéndose detrás de la puerta y su mano se estremeció como si estuviera lanzando las balas con ella. Disparó una y otra vez, y las dos criaturas que estaban frente al auto se tambalearon al recibir el impacto de las balas de bajo calibre, pero sin caer al suelo.
El taxista disparó dos veces más, hiriendo al hombre en la cabeza. El cuero cabelludo voló hacia atrás y el hombre cayó al piso.
Alguien agarró al chófer desde atrás. Era Hal Chatfield, el vecino de Roger, con la bata azul colgándole de los hombros.
—¡No! —gritó Roger, pero lo hizo demasiado tarde.
Hal arrastró al hombre hacia la calle. La cosa salió de su boca y le atravesó el cuello. Roger vio gritar al conductor.
Alguien más apareció frente al taxi. No, no era otro, sino el mismo que había recibido el disparo en la cabeza. Un líquido blanco salía de su herida y resbalaba por un lado de su cara. Se apoyó en el taxi y avanzó hacia la ventanilla.
Roger quería correr, pero estaba acorralado. A su derecha, y a un lado de Franco, vio a un hombre con la camisa y los pantalones cortos color caqui del UPS saliendo del garaje contiguo con una pala al hombro, como un beisbolista a punto de tomar su turno al bate.
El hombre de la herida se sentó en el asiento del conductor. Miró a Roger a través del plástico grueso del tabique, con el lóbulo frontal derecho de su cabeza levantado como un mechón de carne. Tenía la mejilla y el mentón untados de un líquido blanco.
Roger se dio la vuelta en el preciso instante en que el tipo del UPS golpeó el auto con la pala, que rebotó contra la ventana trasera, dejando un rayón largo en el cristal, y la luz de los postes se filtró por la fisura resquebrajada y semejante a una telaraña.
Roger escuchó un arañazo en el separador de vidrio. El hombre de la herida sacó la lengua, e intentó pasarla por la ranura con forma de cenicero. La masa carnosa se extendió, husmeando casi el aire y tratando de tocar a Roger.
Él lanzó un grito, golpeando frenéticamente la ranura y cerrándola de tajo. El hombre dejó escapar un chillido infernal, y la punta mutilada de su cosa cayó sobre las piernas de Roger, quien se la quitó de encima, mientras aquella sustancia blanca chorreaba profusamente y el hombre enloquecía de dolor o de histeria producto de la súbita castración.
¡Bam!
La pala se estrelló de nuevo contra la ventana posterior, detrás de la cabeza de Roger, y la pantalla protectora cedió y se resquebrajó, negándose sin embargo a quebrarse.
Pom, pom, pom
. Ahora eran unas pisadas que dejaban cráteres en el techo del auto.
Había cuatro en la cuneta, tres al lado de la calle, y otro que venía al frente. Roger miró atrás, vio al desquiciado del UPS golpear de nuevo la ventana con la pala. Era ahora o nunca.
Agarró la manija de la puerta y la abrió con todas sus fuerzas. La pala se estrelló contra la ventana, la cual se hizo añicos entre un estrépito de vidrios. Roger se lanzó a la calle y la cuchilla de la pala por poco se entierra en su cabeza. Alguien —Hal Chatfield, con los ojos brillantes y enrojecidos— lo agarró del brazo y le dio la vuelta, pero Roger se deshizo de su chaqueta como una culebra se despoja de su piel, y siguió corriendo sin detenerse a mirar atrás hasta llegar a la esquina.
Algunos trotaban cojeando, y otros se movían más rápido y con más coordinación. Unos eran viejos, y tres de ellos eran niños. Eran sus vecinos y amigos, rostros que había visto en la estación del tren, en fiestas de cumpleaños o en los servicios de la iglesia.
Todos iban tras él.
Flatbush, Brooklyn
E
PH TOCÓ EL TIMBRE
de la casa de la familia Barbour. La calle estaba en silencio, aunque había actividad en otras casas: luces de televisión y bolsas de basura afuera. Tenía una linterna Luma en la mano, y una pistola de clavos modificada por Setrakian colgando de una cuerda en el hombro.
Nora estaba detrás de él, al pie de las escalinatas de ladrillo, y también llevaba una Luma. Setrakian estaba atrás, con el bastón en la mano y su pelo canoso brillando bajo la claridad lunar.
Tocó dos veces y no hubo respuesta. No era inusual. Eph giró el pomo antes de buscar otra entrada, pero logró darle vuelta.
La puerta se abrió.
Eph entró primero y encendió una luz. La sala de estar parecía normal; los muebles estaban cubiertos y tenían algunos cojines.
—Hola —dijo, mientras Nora y Setrakian se acercaban a él. Avanzó furtivamente por la alfombra como un ladrón o un asesino. Quiso creer que todavía era un sanador, pero a medida que transcurrían las horas tenía mayores dificultades para hacerlo.
Nora subió las escaleras y Setrakian entró con Eph en la cocina.
—¿Qué crees que encontraremos aquí? Dijiste que los sobrevivientes eran simples distractores… —preguntó Eph.
—Dije que ésa era la labor que ellos cumplían. En cuanto a las intenciones del Amo, las desconozco. Es probable que exista un vínculo especial con él. En cualquier caso, tenemos que comenzar por algún lado. Los sobrevivientes son las únicas pistas con las que contamos.
Una taza y una cuchara estaban sobre un plato. En la mesa había también una Biblia abierta, llena de tarjetas religiosas y fotografías. Un pasaje estaba subrayado en tinta roja con mano temblorosa. Era el Apocalipsis 11, 7-8:
… La bestia que sube del abismo sin fin les declarará la guerra, los vencerá y los matará, y sus cadáveres quedarán tendidos en las calles de la gran ciudad, que en lenguaje figurado se llama Gomorra…
A un lado de la Biblia, y como instrumentos dispuestos en un altar, había un crucifijo y una botella de vidrio pequeña que, según le pareció a Eph, contenía agua bendita.
Setrakian asintió en dirección a los artículos religiosos.
—Son tan poco eficaces como la cinta aislante —dijo.
Entraron en el cuarto de atrás. Eph dijo:
—Su esposa debió encubrirlo. De lo contrario, habría llamado a un médico.
Inspeccionaron un armario empotrado, y Setrakian golpeó las paredes con su bastón.
—La ciencia ha progresado mucho en todos estos años, pero todavía falta inventar el instrumento que pueda sondear con claridad en el matrimonio de un hombre y una mujer.
Cerró el armario, y Eph advirtió que ya habían abierto todas las puertas.
—¿No hay sótano?
Setrakian negó con la cabeza.
—Explorar en un rastrojo es mucho peor.
—¡Venid! —Nora los llamó desde la segunda planta; su voz denotaba urgencia.
Ann-Marie Barbour yacía sentada en el piso, entre la mesilla de noche y la cama. En sus piernas tenía un espejo de pared que había quebrado contra el suelo. Había tomado el vidrio más largo y afilado para cortarse las arterias del radio y del cubito de su brazo izquierdo. Cortarse las muñecas es la forma menos efectiva de suicidio, pues menos del cinco por ciento de quienes lo intentan lo logra. Es una muerte lenta porque la parte inferior de un brazo es muy estrecha y sólo se puede hacer un corte muy pequeño. También es extremadamente dolorosa, y, en ese sentido, sólo es un método empleado por aquellos que han perdido el juicio o están profundamente deprimidos.
Ann-Marie tenía una cortada muy profunda, las arterias cercenadas y la dermis replegada, dejando al descubierto los huesos de la muñeca. Entre los dedos de su mano inmóvil tenía un cordón ensangrentado del que colgaba la llave de un candado.
Su sangre era roja. Sin embargo, Setrakian sacó su espejo de plata y lo puso en sentido diagonal a la cara de la difunta, simplemente para asegurarse. No hubo movimiento: la imagen era nítida. Ann-Marie no se había transformado.
Setrakian se puso de pie, intrigado por lo que acababa de ver.
—Es extraño —dijo.
Ann-Marie tenía la cabeza hacia abajo, con una expresión de agotamiento desconcertante, y su rostro se reflejaba en los fragmentos del espejo. Eph observó un pedazo de papel debajo de un portarretratos que contenía la fotografía de un niño y una niña en la mesilla de noche.