—¿1873?
—Sardu era un gigante. Medía casi dos metros de estatura aunque era todavía un joven. Era tan alto que sus músculos no podían sostener sus huesos largos y pesados. Se decía que los bolsillos de sus pantalones eran del tamaño de costales de nabos. Y para apoyarse utilizaba un bastón cuya empuñadura tenía el símbolo heráldico de la familia.
Nora miró de nuevo el enorme bastón de Setrakian y su empuñadura de plata. Abrió los ojos de par en par.
—La cabeza de un lobo.
—Los restos de sus familiares fueron encontrados muchos años después, al igual que el diario del joven Jusef. En éste, refirió de manera detallada que el grupo de familiares había sido perseguido por un predador desconocido que los raptó y mató uno por uno. En la última entrada del diario, Jusef relataba cómo, después de haber descubierto los cadáveres a la entrada de una cueva, los había enterrado antes de regresar para enfrentarse a la bestia y vengar a su familia.
Nora no despegaba los ojos de la cabeza de lobo.
—¿Cómo lo consiguió?
—Le compré este bastón a un coleccionista de Amberes, en el verano de 1967. Sardu regresó finalmente a la propiedad de su familia en Polonia varias semanas después, solo y muy cambiado. Llevaba su bastón, pero ya no se apoyaba en él, y con el tiempo dejó de utilizarlo. No sólo se había curado aparentemente del dolor que le producía su gigantismo, sino que comenzaron a circular rumores sobre su gran fortaleza. Los aldeanos empezaron a desaparecer, se dijo que la aldea había recibido una maldición, y finalmente fue abandonada. La casa de Sardu quedó en ruinas y el joven nunca volvió a ser visto.
Nora midió mentalmente el tamaño del bastón.
—¿Ya era así de alto a los quince años?
—Sí, y seguía creciendo.
—El ataúd tenía por lo menos dos metros y medio por uno.
Setrakian asintió con solemnidad.
—Lo sé.
Ella también asintió, y le preguntó:
—¿Y usted, cómo lo sabe?
—Lo vi en una ocasión; o al menos, las marcas que dejó en el suelo. Hace mucho tiempo ya.
K
elly estaba sentada frente a Eph en la pequeña cocina. Tenía el cabello más claro y corto; más ejecutivo, más maternal quizá. Puso la mano en un borde del mostrador y él notó las pequeñas cortadas de papel que tenía en los nudillos, un legado de su oficio de maestra.
Ella le había pasado una caja de leche del refrigerador.
—¿Todavía compras leche entera? —le preguntó él.
—A Z le gusta; quiere ser como su padre.
Eph bebió un poco. La leche lo refrescó, pero no lo sació como de costumbre. Vio a Matt sentado en una silla al otro lado del corredor, fingiendo no mirar hacia ellos.
—Se parece mucho a ti —dijo ella. Se estaba refiriendo a Zack.
—Lo sé —comentó Eph.
—Cuanto más crece, más obsesivo, terco, exigente y brillante se vuelve.
—Es algo muy difícil para un niño de once años.
Ella esbozó una amplia sonrisa.
—Creo que recibí una maldición de por vida.
Eph también sonrió. Fue una reacción extraña, un ejercicio que sus músculos faciales no habían hecho en varios días.
—Mira —dijo él—. No tengo mucho tiempo. Yo sólo… quiero que las cosas estén bien entre los dos, o que al menos sean aceptables. Sé que todo ese lío de la custodia nos afectó. Me alegro que haya terminado. No vine a darte un sermón; simplemente… creo que es un buen momento para despejar el ambiente. —Kelly estaba sorprendida, sin saber qué decir—. No tienes que decir nada, yo sólo…
—No —le interrumpió ella—. Quiero decirte algo. Lo siento; nunca sabrás cuánto lo siento. Te pido disculpas por la forma en que terminaron las cosas. De verdad. Sé que nunca quisiste esto; sé que hiciste todo lo que estuvo a tu alcance para que estuviéramos juntos, simplemente por el bien de Z.
—Por supuesto.
—Sólo que yo… no podía hacerlo:
realmente no podía
. Me estabas chupando la vida, Eph. Además, yo también… quería hacerte daño. Lo hice y lo reconozco. Y separarme fue la única forma en que podía hacértelo.
Él suspiró con fuerza. Kelly estaba reconociendo finalmente algo que él siempre había sabido, pero él no cantó victoria por eso.
—Sabes que necesito a Zack. Z es… creo que yo no podría existir sin él. No sé si esto será sano o no, pero es lo que siento. Él lo es
todo
para mí… así como una vez lo fuiste tú. —Hizo una pausa para que él pensara en sus palabras—. Sin él, yo estaría perdida; estaría…
Kelly dejó de hablar.
—Estarías como yo —dijo Eph.
Ella se quedó estupefacta y se miraron fijamente.
—Mira —continuó Eph—. Acepto una parte de la culpa. Por nosotros, por ti y por mí. Sé que no soy el… bueno, el hombre más fácil del mundo, el esposo ideal. Yo pasé por lo mío. Y en cuanto a Matt, sé que he dicho algunas cosas en el pasado…
—Una vez dijiste que era la resignación de mi vida.
Eph hizo una mueca.
—¿Sabes qué? Si yo fuera el administrador de un Sears, si tuviera un trabajo que fuera simplemente un empleo y no otra forma de matrimonio… tal vez no te habrías sentido tan excluida y decepcionada. Tan… relegada a un segundo plano.
Permanecieron un momento en silencio, y Eph comprendió que los asuntos más importantes tendían a nublar los más irrelevantes.
—Sé lo que vas a decir: que debimos hablar sobre esto hace varios años —señaló Kelly.
—Debimos hacerlo —coincidió él—. Pero no lo hicimos. No habría funcionado. Primero teníamos que pasar por toda esa porquería. Créeme, habría pagado lo que fuera para
no..
. para no haber vivido esto un solo segundo. Y sin embargo, aquí estamos, como un par de viejos conocidos.
—Las cosas no suceden de la forma en que las imaginamos.
Eph asintió.
—Después de lo que vivieron mis padres y de lo que me hicieron vivir, siempre me dije: nunca, jamás.
—Lo sé.
Eph dobló la boquilla del cartón de leche.
—Así que olvídate de lo que hicimos. Lo que necesitamos hacer ahora es compensar las cosas por el bienestar de Zack.
—Lo haremos.
Kelly hizo un gesto de aprobación. Eph asintió, agitó el cartón de leche y sintió el frío contra la palma de la mano.
—¡Cielos, qué día! —dijo. Pensó de nuevo en la niña de Freeburg que había encontrado tomada de la mano de su madre, y que tenía la edad de Zack—. Siempre me dijiste que si sucedía alguna catástrofe biológica y yo te lo ocultaba, te divorciarías de mí. Pues bien, creo que es muy tarde para eso.
Ella se acercó y lo miró fijamente.
—Sé que tienes problemas.
—No se trata de mí. Sólo quiero que me escuches y que no pierdas los estribos. Hay un virus propagándose por la ciudad. Es algo… asombroso… es lo peor que haya visto en toda mi vida.
—¿Lo peor? —Kelly estaba pálida—. ¿Se trata de SARS?
Eph casi sonrió por lo disparatado y absurdo que era todo.
—Lo que quiero es que salgas de esta ciudad con Zack; y también con Matt. Cuanto antes: esta noche, ahora mismo, y que te vayas tan lejos como sea posible, lejos de las zonas pobladas. Tus padres… ya sabes que no me gusta meterme en sus cosas, pero… todavía tienen la casa en Vermont, ¿verdad?, la que está en la cima de la montaña.
—¿Qué estás diciendo?
—Ve allá al menos por unos días. Mira las noticias y espera mi llamada.
—Un momento. La paranoica soy yo, no tú. ¿Y… qué hago con mi escuela y con la de Zack? —Entrecerró los ojos y preguntó—: ¿Por qué no me dices de una vez de qué se trata todo esto?
—Porque no te irías. Confía en mí y vete —dijo él—. Espero que podamos controlarlo de algún modo, y que todo esto pase rápidamente.
—¿Qué? —exclamó ella—. Realmente me estás asustando. ¿Qué pasa si no puedes controlarlo… y… si te pasa algo a ti?
Él no podía permanecer frente a ella y expresar abiertamente sus propias dudas.
—Kelly… tengo que irme.
Intentó darse la vuelta, pero ella lo agarró del brazo, lo miró fijamente a los ojos para ver si estaba bien y lo rodeó con sus brazos. Lo que comenzó como un simple abrazo improvisado se transformó en algo más, y un momento después ella lo estaba apretando con fuerza. «Lo siento», le susurró al oído, y le dio un beso en su cuello sin afeitar.
Calle Vestry, Tribeca
E
LDRITCH
P
ALMER
esperaba sentado en una silla dura, confortado por la suave brisa nocturna. La única luz directa provenía de una lámpara de gas situada en un rincón. La terraza estaba en la última planta de la más baja de las dos construcciones contiguas. El piso era de baldosas de barro cuadradas, desgastadas por el tiempo y la intemperie. Un escalón bajo precedía a un muro alto en el costado norte, con dos arcos grandes de hierro forjado. Un mosaico de baldosines terracota acanalados remataba la pared y los salientes a cada lado. Las puertas de la residencia estaban a la izquierda, al fondo de unos arcos más amplios. Detrás de Palmer, quien se encontraba junto a un muro de cemento blanco en el costado sur, había una estatua de una mujer sin cabeza enfundada en una túnica, los hombros y brazos oscurecidos por las inclemencias del clima. La hiedra crecía en la base de la estatua. Aunque se veían algunos edificios más altos al norte y al este, el patio era bastante privado, una terraza tan escondida como pocas en el Bajo Manhattan.
Palmer estaba escuchando los sonidos provenientes de las calles de la ciudad, los cuales cesarían muy pronto. Si sólo supieran esto, acogerían esta noche de mejor grado. Todas las cosas simples de la vida se hacen infinitamente preciosas ante la muerte inminente, y Palmer lo sabía muy bien. Había sido un niño enfermizo y toda su vida había tenido problemas de salud. Algunas mañanas se despertaba sorprendido de ver otro amanecer. La mayoría de las personas no sabían lo que era contabilizar la propia existencia con cada salida del sol; ignoraban lo que era depender de las máquinas para poder sobrevivir. La salud era un derecho de nacimiento para casi todo el mundo, y la vida, una serie de días por vivir. Nunca habían experimentado la cercanía de la muerte, la intimidad de la verdadera oscuridad.
Eldritch Palmer no tardaría en materializar su sueño: un menú ininterrumpido de días extendiéndose ante él. Pronto sabría lo que era no preocuparse por el mañana, ni por el después del mañana…
Una brisa meció los árboles del patio y se coló entre algunas plantas. Palmer, quien estaba a un lado de la habitación más alta, escuchó un susurro; un murmullo, como el del dobladillo de un manto rozando el suelo; una capa negra.
Creí que no querías ningún contacto hasta después de la primera semana.
La voz —a la vez familiar y despiadada— le hizo sentir al magnate escalofríos en su espalda encorvada. Si Palmer no le estuviera dando deliberadamente la espalda desde el centro del patio —tanto por respeto como por aversión humana— habría visto que la boca del Amo nunca se movía. Él nunca emitía sonidos en la noche. El Amo le hablaba directamente a su mente.
Palmer sintió la presencia encima de su hombro y mantuvo sus ojos lejos de él.
—Bienvenido a Nueva York.
La voz le tembló más de lo que hubiera querido, pero no hay nada tan perturbador como un ser que no sea humano.
El Amo permaneció en silencio y Palmer intentó ser más enfático.
—Tengo que decir que no apruebo lo de Bolívar. No sé por qué lo elegiste.
No me importa quién sea.
Palmer comprendió de inmediato que tenía razón. ¿Qué más daba que fuera él u otro? Palmer creía estar pensando como un ser humano.
—¿Por qué dejaste a cuatro pasajeros con vida? Eso ha causado muchos problemas.
¿Me estás interrogando?
Palmer tragó saliva; era una persona muy influyente que no se sometía ante nadie. La sensación de servilismo abyecto le era tan extraña como repugnante.
—Alguien sabe de ti —dijo Palmer con rapidez—. Un científico médico, un investigador de enfermedades. Aquí en Nueva York.
¿Qué importancia tiene un hombre para mí?
—Él… su nombre es Ephraim Goodweather, es un experto en control de epidemias.
Tus monitos glorificados. Tu especie es la epidémica, no la mía.
—Goodweather está siendo aconsejado por alguien; por un hombre que tiene un conocimiento detallado de tu especie. Conoce las tradiciones populares e incluso un poco de biología. La policía lo anda buscando, pero pienso que se requiere una medida más contundente. Creo que esto podría marcar la diferencia entre una victoria rápida y decisiva, y una lucha dilatada. Tenemos muchas batallas por librar, tanto en el frente humano como en los demás.
Yo prevaleceré.
Palmer no tenía dudas en ese sentido.
—Sí, por supuesto. —Quería conocer personalmente al anciano y confirmar de quién se trataba antes de transmitirle cualquier información al Amo. Era por eso precisamente por lo que se esforzaba en no pensar en el anciano, pues sabía que cuando se está ante el Amo, uno debe proteger sus pensamientos…
Me he encontrado con ese anciano. Cuando no estaba tan viejo.
Palmer se sintió completamente derrotado.
—Usted recordará que tardé mucho tiempo en encontrarlo. Mis viajes me llevaron a los cuatro rincones del mundo; hubo muchos callejones sin salida y caminos que no conducían a ninguna parte. Tuve que lidiar con muchas personas, y él fue una de ellas. —Intentó cambiar de tema, pero tenía la mente nublada. Estar en presencia del Amo era como el combustible frente a una mecha ardiente.
Veré al tal Goodweather y me encargaré de él.
Palmer ya había preparado un informe sobre los antecedentes del epidemiólogo del CDC. Sacó la hoja de su chaqueta y la extendió en la mesa.
—Aquí está todo, Amo. Su familia, sus conocidos…
Se escuchó un arañazo en la mesa y el papel desapareció. Palmer sólo se atrevió a mirar la mano de reojo. El dedo corazón, retorcido y con la uña afilada, era más largo y grueso que los demás.
—Lo único que necesitamos ahora son unos días más —dijo Palmer.
Se había desatado una discusión en el interior de la residencia de la estrella del rock, en la casa sin terminar que Palmer había tenido el infortunado placer de conocer para asistir al encuentro en el patio. Había sentido un profundo disgusto por el dormitorio del ático, la única parte terminada de la casa, con su decoración excesiva y recargada, que apestaba a lujuria primaria. Palmer nunca había estado con una mujer. No lo hizo durante su juventud debido a su enfermedad y a los sermones de las dos tías que lo educaron; y por elección propia cuando alcanzó la edad adulta. Había concluido que nunca contaminaría la pureza de su mortalidad con el deseo.