Observó y esperó.
Y entonces lo vio de nuevo. El líquido blanco y viscoso se onduló, mientras que la superficie del agua, que era mucho menos densa, permaneció inmóvil.
Algo en la muestra de sangre se estaba moviendo.
Bennett pensó con detenimiento. Arrojó el agua al desagüe y pasó lentamente la sangre aceitosa de una jarra a otra. El líquido era espeso como un jarabe y se escurría de una manera lenta pero precisa. No vio ningún cuerpo pasar por el chorro delgado. El fondo de la primera jarra quedó ligeramente cubierto con la sustancia blanca, pero no vio nada extraño.
Dejó la otra jarra sobre el mostrador y esperó de nuevo.
No tuvo que esperar mucho tiempo: la superficie se onduló y Bennett casi se cae del banco.
Escuchó un ruido detrás, semejante a un rasguño o a un crujido.
Se dio la vuelta con nerviosismo. Las lámparas iluminaban las mesas vacías de acero inoxidable, las superficies impecables y el piso inmaculado. Las víctimas del vuelo 753 estaban en los cuartos fríos a la entrada de la morgue.
Tal vez habían sido unas ratas. Era imposible erradicar las plagas del edificio, y eso que lo habían ensayado todo. Seguramente estaban en las paredes, o debajo del piso. Escuchó un momento más y se concentró de nuevo en la jarra.
Pasó de nuevo el líquido de una jarra a otra y se detuvo en la mitad del procedimiento. El contenido de las dos jarras era básicamente igual. Las puso debajo de la lámpara y observó la superficie lechosa en busca de una señal de vida.
Ahí estaba, en la primera jarra. Un
plop
, casi como el producido por un pequeño pez al asomarse a la superficie brumosa de un estanque.
Bennett observó la otra jarra sin detectar novedad alguna, y entonces arrojó el contenido por el desagüe. Comenzó de nuevo, dividiendo el contenido entre las dos jarras.
El sonido de una sirena en la calle le hizo incorporarse. El vehículo pasó, y aunque debía imperar de nuevo el silencio, escuchó algo; eran sonidos de movimientos a sus espaldas. Se dio la vuelta de nuevo, sintiéndose tan paranoico como tonto. La sala estaba vacía, la morgue esterilizada y en calma.
Y no obstante… algo estaba haciendo un ruido. Se levantó en silencio, y miró hacia un lado y al otro para determinar de dónde provenía.
Dirigió su atención a la puerta metálica del cuarto refrigerado. Dio unos pasos hacia él y agudizó todos sus sentidos.
Era un crujido, un movimiento, como si viniera de adentro. Había pasado suficiente tiempo en ese lugar como para no asustarse por la simple cercanía con los muertos… pero entonces recordó el crecimiento ante mórtem que habían presentado los cadáveres. Claramente, su ansiedad lo había llevado de vuelta a los tabúes humanos relacionados con los muertos. Todo lo concerniente a su trabajo se esfumó ante la aparición de los instintos humanos normales. Cortar cadáveres abiertos, profanarlos, retirar la piel del rostro para destapar los cráneos, extirpar órganos y despellejar genitales… Se rió de sí mismo en la sala vacía. Así que, a fin de cuentas, él era básicamente una persona normal.
Su mente le estaba jugando una mala pasada. Seguramente era un problema técnico en los ventiladores, o algo así. Había un interruptor de seguridad dentro del cuarto refrigerado; un botón grande y rojo en caso de que alguien quedara atrapado accidentalmente en su interior.
Miró de nuevo las jarras y esperó detectar más movimientos. Deseó tener a mano su computador portátil para registrar sus pensamientos e impresiones.
Plop.
Esta vez estaba preparado; el corazón le palpitó, pero su cuerpo conservó la calma. La primera jarra estaba inmóvil. Tomó la otra y dividió el líquido por tercera vez, vertiendo aproximadamente treinta mililitros en cada recipiente.
Mientras hacía esto, creyó ver algo que pasaba de la primera jarra a la segunda. Era muy delgado, de no más de cuatro centímetros y medio de largo, si es que realmente estaba viendo lo que pensaba…
Un gusano, un trematodo. ¿Se trataba de una enfermedad parasitaria? Había varios parásitos que se transformaban para mejorar sus funciones reproductivas. ¿Era ésa la explicación de los extraños cambios que había observado en las mesas de autopsia?
Sostuvo la jarra y revolvió el líquido blanco bajo la luz de la lámpara. Observó cuidadosamente el contenido… y evidentemente… algo se deslizó en su interior, no una, sino dos veces. Algo se retorció. Era delgado, tan blanco como el líquido, y se movió con mucha rapidez.
Bennett tenía que aislarlo. Guardarlo en formalina para estudiarlo e identificarlo. Si lo que acababa de ver era cierto, entonces habría docenas, o tal vez cientos… quién sabe cuántos, circulando dentro de los otros cuerpos en el…
Un golpe agudo en el cuarto frío lo estremeció, haciéndole brincar y soltar la jarra, la cual cayó del mostrador, aunque sin romperse. Sin embargo, rodó hasta llegar al desagüe y su contenido se derramó. Bennett profirió una serie de obscenidades y examinó la superficie de acero inoxidable en busca del gusano. Sintió un calor en la mano izquierda. Le había salpicado un poco de sangre blanca y la piel comenzó a arderle. Se apresuró a lavarse con agua fría y se secó en su bata para prevenir cualquier afección cutánea.
Se dio la vuelta y se dirigió al refrigerador. Seguramente el golpe que había escuchado no se debía a un desperfecto eléctrico; era como si una de las camillas con ruedas que estaban adentro hubiera chocado con otra. Era imposible… y no tardó en maldecir de nuevo, pues el gusano se había ido por el desagüe. Tomaría otra muestra de sangre para aislar este parásito. Era un descubrimiento suyo.
Se acercó al cuarto frío todavía secándose la mano en la solapa de su chaqueta, haló la manija y retiró el seguro. Un bufido de aire rancio y refrigerado lo invadió al abrir la puerta.
D
espués de ser liberada en compañía de los demás pacientes del pabellón de aislamiento, Joan Luss contrató un coche para que la llevara directamente a la casa de recreo de uno de los socios fundadores de su firma de abogados, en New Canaan, Connecticut. Durante el viaje, le pidió al conductor que se detuviera un par de veces debido a las náuseas que tenía. Era una combinación de gripe y nervios. Pero no importaba: ella era víctima y defensora a la vez; perjudicada y consejera militante, luchando para que los familiares de las víctimas fueran compensados, así como los cuatro afortunados sobrevivientes. La firma de Camins, Peters y Lilly podría obtener el cuarenta por ciento de la compensación más alta jamás pagada por una corporación; más que Vioxx, e incluso que WorldCom.
Y Joan Luss era una de las socias de esa firma.
Uno podría creer que se está bien en Bronxville, hasta que va a New Canaan. Bronxville, lugar de residencia de Joan, era una aldea apacible en el condado de Westchester, veinticuatro kilómetros al norte del corazón de Manhattan, a veintiocho minutos en el tren Metro-North. Roger Luss, su esposo, trabajaba en el departamento de finanzas internacionales de Clume & Farstein, y casi todos los fines de semana viajaba al extranjero.
Joan también había viajado bastante, pero tuvo que dejar de hacerlo cuando nacieron sus hijos. Sin embargo, ella extrañaba los viajes y había disfrutado ampliamente de la semana que pasó en Berlín, alojada en el Ritz Carlton de la Potsdamer Platz. Como ella y Roger se habían acostumbrado tanto a vivir en hoteles, habían reproducido ese estilo de vida en su hogar: todos los baños tenían calefacción por pisos radiantes, había un baño turco en la parte inferior de la casa, recibían flores frescas dos veces por semana, mantenían un jardinero los siete días, y, por supuesto, tenían una empleada doméstica y una lavandera. Lo único que faltaba era que les abrieran la cama por la noche y les colocaran un dulce en cada almohada.
Haber comprado una propiedad en Bronxville varios años atrás, antes del actual auge de la construcción, y sin las tasas de impuestos prohibitivamente altas, había representado un gran salto para ellos. Pero ahora, después de haber tenido la oportunidad de visitar New Canaan —donde la socia principal, Dory Camins, vivía como una señora feudal en una propiedad con tres casas, estanque para pescar, establos con caballos y una pista ecuestre—, Bronxville se le antojaba pintoresco, provinciano e incluso… un poco aburrido.
Ahora estaba en casa, y acababa de despertarse de una agitada siesta tomada al final de la tarde. Roger estaba en Singapur, y escuchó varios ruidos en la casa que no tardaron en despertarla del susto. Se sentía ansiosa e inquieta, algo que atribuía a la reciente reunión, tal vez la más importante que había tenido en su vida.
Salió de su estudio, apoyándose en la pared mientras bajaba las escaleras y entraba en la cocina donde Neeva, la extraordinaria niñera de sus hijos, limpiaba el desorden de la cena y recogía las migas, pasando un trapo húmedo por la mesa.
—Neeva, yo podía haber hecho eso —dijo Joan, sin la menor intención de hacerlo y yendo directamente al armario donde guardaba sus medicamentos. Neeva era una abuela haitiana que vivía en Yonkers, al norte de Bronxville. Tenía sesenta y tantos años, pero parecía no tener edad; siempre llevaba vestidos de flores a la altura de los tobillos y cómodas zapatillas Converse. Neeva era una influencia benéfica y necesaria en la casa de los Luss. Era un hogar bastante agitado pues Roger viajaba bastante, Joan trabajaba muchas horas en la ciudad, y entre la escuela de los niños y las demás actividades, cada uno de ellos iba en dieciséis direcciones diferentes. Neeva era el timón de la casa y el arma secreta de Joan para que las cosas funcionaran bien en el hogar.
—Joan, no tienes buen aspecto. «Joan» sonaba como «Jon» gracias al acento isleño de Neeva.
—Ah, simplemente estoy un poco cansada. —Sacó algunos Motrin, dos Flexeril y se sentó en la mesa de la cocina, abriendo la revista
House Beautiful
.
—Deberías comer —dijo Neeva.
—Me duele al tragar —respondió Joan.
—Toma sopa entonces —le sugirió Neeva, y se dispuso a traerle un plato.
Neeva era una figura maternal no sólo para los niños, sino para todos. ¿Por qué Joan habría de necesitar otra madre? Su verdadera madre —dos veces divorciada, y que vivía en un apartamento en Hialeah, Florida— no estaba preparada para ese papel. ¿Y cuál era la ventaja adicional? Que cuando la maternidad de Neeva se hacía molesta, Joan podía enviarla a hacer un recado con los niños.
—Supe lo del avión —dijo Neeva mirando a Joan desde el abrelatas eléctrico—. No es nada bueno. Es algo malo.
Joan se burló de Neeva y de sus encantadoras supersticiones tropicales, pero su risa se vio interrumpida de manera abrupta por el fuerte dolor que sintió en el mentón.
Mientras la sopa giraba en el horno microondas, Neeva fue a observar a Joan y le puso su mano curtida y morena sobre la frente; le palpó las glándulas del cuello con sus dedos de uñas grises. Joan retrocedió del dolor.
—Están muy inflamadas —dijo Neeva.
Joan cerró la revista.
—Tal vez debería regresar a la cama.
Neeva retrocedió y la miró extrañada.
—Deberías regresar al hospital.
Joan se habría reído si no hubiera sentido tanto dolor.
—¿Regresar a Queens? Créeme, Neeva: estoy mucho mejor aquí, en tus manos. Además, ese asunto del hospital era una estrategia de la compañía de seguros contratada por la aerolínea. Los beneficiados eran ellos, no yo.
Joan pensó en la demanda mientras se frotaba el cuello dolorido e inflamado, y se sintió reanimada de nuevo. Miró alrededor de la cocina. Era curioso cómo una casa en la que había invertido tanto tiempo y dinero redecorándola y renovándola podía parecerle ahora tan… vetusta.
Camins, Peters, Lilly… Peters, Lilly… &
Luss.
Keene y Audrey entraron en la cocina, renegando por un incidente relacionado con un juguete. Sus voces penetraron con tanta agudeza en los oídos de Joan que sintió el impulso de golpearlos con tal fuerza que salieran volando y se estrellaran contra el piso de la cocina. Sin embargo, logró calmarse, y canalizó su agresividad en un falso entusiasmo, levantando una muralla alrededor de su rabia. Cerró la revista y levantó la voz para callarlos.
—¿Os gustaría tener un poni y un estanque para cada uno?
Creyó que sus hijos se habían calmado gracias a su soborno generoso, pero en realidad fue su sonrisa, desafiante como la de una gárgola en su expresión de odio puro, la que los asustó hasta inmovilizarlos.
Para Joan, aquel silencio momentáneo fue la felicidad absoluta.
L
a llamada al 911 fue para denunciar la presencia de un hombre desnudo a la salida del Queens-Midtown Tunnel. Las autoridades lo clasificaron como una persona de comportamiento desordenado y de baja prioridad. Una patrulla de la policía llegó antes de ocho minutos y se encontró con una gran congestión, peor de lo que era usual un domingo por la noche. Algunos conductores sonaron la bocina y señalaron hacia el norte. Gritaron que el sospechoso, un hombre gordo que sólo llevaba puesta una etiqueta roja en el pie, ya no estaba allí.
—¡Voy con niños! —gritó un hombre a bordo de una Dodge Caravan desvencijada.
El oficial Karn, que iba conduciendo la patrulla, le dijo a su compañero, el oficial Lupo:
—Me atrevería a decir que su perfil es Parle Avenue. Asiste con frecuencia a clubes de sexo, y tomó mucho éxtasis antes de su juerga habitual del fin de semana.
El oficial Lupo se desabrochó el cinturón y abrió la puerta.
—Estoy asignado al tráfico. El donjuán es todo tuyo.
—Muchas gracias —dijo el oficial Karn tras el portazo. Encendió su radio y esperó con paciencia, pues no le pagaban por apresurarse, a que se normalizara el tránsito.
Recorrió la calle 38, observando atentamente los cruces de las avenidas. No sería difícil encontrar a un hombre gordo desnudo, especialmente por la reacción previsible de los transeúntes; pero éstos no daban muestras de estar asustados. Un hombre que fumaba afuera de un bar vio la patrulla y se acercó señalando hacia uno de los costados de la calle.
Entraron otras dos llamadas denunciando a un exhibicionista gordo que deambulaba afuera de la sede de las Naciones Unidas. El oficial Karn se apresuró hacia allá, decidido a ponerle fin al asunto. Recorrió el pabellón con las banderas iluminadas de todos los países miembros y llegó a la entrada de los visitantes en el extremo norte. Por todas partes había caballetes azules del NYPD, así como bolardos de contención contra los coches-bomba.