Gus necesitaba guardar un poco de este
dinero sucio
para su madre, y dárselo después de que se marchara Crispín. Metería algunos billetes en su sombrero y se los daría a ella, para alegrarla. Haría algo bueno.
Gus sacó el teléfono antes de entrar en el túnel.
—Oye, Félix. Ven por mí.
—¿Dónde estás?
—En Battery Park.
—¿Tan abajo?
—Llega hasta la Novena y bajas derecho, cabrón. Nos iremos de
party
. Te debo dinero, pero gané algo hoy. Tráeme una chamarra o algo, y unos zapatos limpios. Vámonos por ahí.
—¡Me lleva la chingada! ¿Algo más, patroncito?
—Sácale el dedo a tu hermana y ven a recogerme, mamón.
Atravesó el túnel y condujo por Manhattan antes de doblar hacia el sur. Llegó a la calle Church, al sur de Canal, y miró los avisos de las calles. La dirección era un
loft
, en cuya fachada había un andamio, y sus ventanas estaban cubiertas con permisos de construcción, aunque no había maquinaria ni camiones alrededor. La calle era tranquila y residencial. El mecanismo del garaje funcionó tal como estaba previsto y el código de acceso abrió una puerta de acero que conducía a una rampa.
Gus estacionó y se cercioró de que no hubiera nadie. El garaje mal iluminado, con el polvo arremolinándose en la escasa luz que entraba por la puerta, le pareció el sitio ideal para una trampa. Sintió deseos de marcharse cuanto antes, pero necesitaba estar seguro de que no correría riesgos. Esperó a que la puerta del garaje se cerrara.
Tomó las hojas y el sobre de la guantera y los guardó en sus bolsillos, mientras terminaba su primera cerveza, aplastando la lata y saliendo de la furgoneta. Después de sopesar la situación, subió de nuevo con el trapo y limpió el volante, los botones de la radio, la guantera, las manijas interiores y exteriores de la puerta, y todo lo que creía haber tocado.
Miró a su alrededor; la única luz visible se colaba por las aspas de un extractor de aire, el polvo flotando en sus rayos tenues como la bruma. Limpió la llave del encendido y se cercioró de que todas las puertas de la furgoneta estuvieran cerradas.
Pensó un momento y se dejó llevar por la curiosidad. Intentó abrir la puerta de atrás con la llave.
Los seguros eran diferentes al encendido, y sintió cierto alivio.
«Terroristas», pensó. «En este instante yo podría ser un maldito terrorista que ha conducido una furgoneta llena de explosivos».
Podía sacar la furgoneta de allí, estacionarla frente a la comisaría de policía más cercana, y dejar una nota en el parabrisas, para que ellos vieran si había algo en ella o no.
Pero esos cabrones tenían su dirección, la dirección de su madre. ¿Quiénes serían?
Sintió rabia y una oleada de calor en la espalda. Golpeó la furgoneta con el puño para demostrar su disgusto con el trato que había hecho. Sintió una sensación de satisfacción, decidió olvidarse de todo, lanzó la llave sobre el asiento delantero y cerró la puerta de un codazo.
Escuchó algo. Por lo menos eso creyó: se trataba de algo que estaba adentro. Aprovechando los últimos rayos de luz que se filtraban por el extractor, Gus se colocó detrás de las puertas traseras para escuchar, casi tocando la furgoneta con sus orejas.
Era algo. Casi… como el sonido de un estómago hambriento, vacío e irritado. Un ronroneo.
«Ya está», concluyó retrocediendo. «Ya lo hice. No me importa si la bomba explota lejos de mi casa».
Un golpe sofocado pero claro en el interior de la furgoneta lo hizo retroceder. La bolsa de papel donde estaba su otra cerveza resbaló de su brazo, y la lata cayó, regando el contenido sobre el piso arenoso.
El líquido se redujo a una espuma turbia, y Gus se agachó para limpiarla. Luego se detuvo, sosteniendo la bolsa mojada.
La furgoneta se movió hacia un lado y los amortiguadores chirriaron.
Algo se había movido o corrido adentro.
Gus se incorporó, dejando la cerveza en el suelo, y retrocedió. Se detuvo a unos pasos de distancia con la intención de relajarse, y pensó que alguien le estaba haciendo perder la compostura. Se dio la vuelta y caminó con parsimonia hacia la puerta cerrada del garaje.
Los amortiguadores rechinaron otra vez; Gus se estremeció, pero no se detuvo.
Llegó al panel negro que tenía un interruptor con un pistón rojo al lado de la puerta. Lo hundió pero no sucedió nada.
Lo hundió dos veces más, primero de manera lenta y suave, y luego duro y rápido, pero el resorte del pistón parecía estar endurecido por la falta de uso.
La furgoneta crujió de nuevo y Gus se contuvo para no mirarla.
La puerta del garaje era lisa y no tenía manijas para halarla. Le dio una patada, pero la puerta permaneció inmóvil.
Se escuchó otro golpe en el interior de la furgoneta, como en respuesta al de Gus, seguido de un chasquido fuerte, y él se apresuró hacia el pistón. Lo golpeó rápidamente; una polea ronroneó, el motor se activó y la cadena empezó a moverse.
La puerta se abrió.
Gus salió antes de que estuviera entreabierta, deslizándose a la acera como un cangrejo y recobrando el aliento con rapidez. Se dio la vuelta y esperó, observando la puerta abierta que se cerró de nuevo. Se aseguró de que estuviera bien cerrada y que no saliera nadie de allí.
Miró a su alrededor, intentó calmarse, examinó su sombrero y llegó rápidamente a la esquina; quiso estar a otra manzana más de distancia de la furgoneta. Llegó a la calle Vesey, y se encontró frente a las barricadas y mallas de construcción que rodeaban lo que anteriormente había sido el World Trade Center. El lugar ya estaba completamente excavado, y la cuenca parecía un hueco enorme en medio de las calles serpenteantes del Bajo Manhattan, llena de grúas y camiones de construcción.
Gus intentó calmarse y sacó su teléfono.
—Félix, ¿dónde estás, amigo?
—En la calle Nueve. Voy para el Downtown. ¿Te pasa algo?
—No, nada. Llega rápido. Necesito olvidarme de un trabajo que acabo de hacer.
Pabellón de aislamiento, Centro Médico
del Hospital Jamaica
E
PH LLEGÓ AL
Centro Médico del Hospital Jamaica echando humo:
—¿Cómo es que se han ido?
—Doctor Goodweather —dijo la administradora—, no pudimos hacer nada para obligarlos a permanecer aquí.
—Yo le había dicho que apostara a un guardia para que no dejara entrar al cínico abogado de Bolívar.
—Apostamos un guardia; era un oficial de la policía. Vio la orden legal y nos dijo que no podía hacer nada. Pero no fue el abogado del cantante el que vino con la orden, sino la firma de abogados de la señora Luss. Pasaron sobre mí y hablaron directamente con la junta del hospital.
—¿Por qué no me informaron?
—Tratamos de comunicarnos con usted. Llamamos a su contacto.
Eph hizo un ademán brusco con los brazos. Jim Kent estaba junto a Nora; se le veía algo incómodo. Sacó su teléfono y revisó las llamadas:
—No veo… —Miró en señal de disculpa—. Tal vez fueron las manchas solares del eclipse o algo. No recibí llamadas.
—Le dejé el mensaje en el correo de voz —señaló la administradora.
Jim revisó de nuevo su teléfono.
—Espera… Hay algunas llamadas que pude haber perdido. —Miró a Eph y le dijo—: Han sucedido tantas cosas hoy… seguramente se me escapó.
Estas palabras aumentaron el disgusto de Eph. Jim no acostumbraba a cometer errores, y mucho menos en una situación tan importante. Miró a su fiable compañero, y su rabia se transformó en decepción.
—Las únicas cuatro posibilidades que tenía para resolver este caso acaban de salir por esa puerta.
—No fueron cuatro —dijo la administradora—. Sólo tres.
Eph se dio la vuelta y la miró.
—¿A qué se refiere?
El capitán Doyle Redfern estaba sentado en su cama, detrás de las cortinas de plástico típicas del pabellón de aislamiento. Tenía un aspecto demacrado, y sus brazos pálidos descansaban sobre una almohada que tenía en las piernas. La enfermera dijo que había rechazado todos los alimentos, pues decía tener algo en la garganta y una náusea persistente, y había rehusado incluso pequeños sorbos de agua. Una sonda lo mantenía hidratado.
Eph y Nora estaban a su lado. Llevaban máscaras y guantes pero no estaban completamente protegidos.
—Mi sindicato quiere que me vaya de aquí —dijo Redfern—. La política de las aerolíneas es: «El piloto siempre es el culpable. La culpa nunca es de la aerolínea, de los sobrecupos ni de la reducción de personal de mantenimiento». Seguramente culparán al capitán Moldes, y tal vez a mí, independientemente de las verdaderas causas. Pero hay algo que no está bien en mi interior. No me siento como si fuera yo.
—Su cooperación es indispensable —le respondió Eph—. No puedo agradecerle lo suficiente por permanecer aquí, pero quiero decirle que haremos lo que esté a nuestro alcance para que recobre su salud.
Redfern asintió, y Eph notó la rigidez de su cuello. Le examinó la parte inferior del mentón y le palpó los ganglios linfáticos: estaban muy inflamados. Sin duda alguna, el piloto tenía un síntoma relacionado con las muertes del avión… ¿o se trataría simplemente de alguna enfermedad contraída durante el transcurso de sus viajes?
—Un avión tan nuevo y con una maquinaria tan hermosa —prosiguió Redfern—. Realmente no entiendo por qué se apagó de esa manera. Tuvo que ser un sabotaje.
—Hemos examinado la mezcla de oxígeno y los tanques de agua, y los resultados son normales. No tenemos ningún indicio sobre la causa de las muertes ni del colapso del avión. —Eph le examinó las axilas: los ganglios eran del tamaño de frijoles—. ¿Sigue sin poder recordar nada del aterrizaje?
—Nada en absoluto. Me estoy volviendo loco.
—¿Podría decir por qué la puerta de la cabina de mando estaba sin seguro?
—No. Es algo que va en contra de las reglas de la FAA.
—¿Estuvo en la zona de descanso de la tripulación? —le preguntó Nora.
—¿Se refiere a la litera? —dijo Redfern—. Sí. Dormí un par de siestas durante el vuelo.
—¿Recuerda haber doblado los asientos?
—Estaban doblados. Tienen que estarlo si quieres estirarte. ¿Por qué?
—¿No vio nada extraordinario? —le preguntó Eph.
—¿Allá? No, nada. ¿Qué habría para ver?
—¿Sabe algo sobre una cómoda grande que estaba en la zona de equipaje? —inquirió Eph.
El capitán Redfern negó con la cabeza tras pensar en la pregunta.
—No tengo idea, pero parece que sospecha algo.
—Realmente no. Estoy tan intrigado como usted. —Eph se cruzó de brazos. Nora encendió la lámpara Luma y le examinó los brazos al capitán Redfern—. Por eso es tan importante que aceptes permanecer en el hospital. Quiero hacerle un examen completo.
El capitán Redfern miró el destello de la luz índigo en su piel.
—Si cree que puede descifrar lo que sucedió, seré su conejillo de indias.
Eph asintió en señal de agradecimiento.
—¿Desde hace cuánto tienes esa cicatriz? —le preguntó Nora.
—¿Qué cicatriz?
Ella le estaba observando la parte frontal de la garganta. El capitán inclinó la cabeza hacia atrás para que ella pudiera tocar una leve cicatriz que adquirió un color azul profundo al alumbrarla con la lámpara Luma.
—Parece una incisión quirúrgica.
Redfern se palpó con los dedos.
—No tengo nada.
Y de hecho, cuando ella apagó la lámpara, la línea era prácticamente invisible. La encendió de nuevo y Eph le examinó la incisión. Tenía tal vez un centímetro de largo, y unos pocos milímetros de ancho. El tejido que había crecido sobre la herida parecía ser muy reciente.
—Le haremos un escáner esta noche. La resonancia magnética deberá mostrarnos algo.
Redfern asintió y Nora apagó la luz.
—Bueno… hay otra cosa. —Redfern titubeó, y su seguridad desapareció momentáneamente—. Recuerdo algo, pero creo que no les servirá de nada…
Eph se encogió de hombros casi sin darse cuenta.
—Cualquier tipo de información puede sernos útil.
—Bien; cuando perdí el conocimiento… soñé con algo muy antiguo… —El capitán miró a su alrededor, casi avergonzado, y comenzó a hablar en voz baja—: Cuando yo era niño… dormía en una cama grande en la casa de mi abuela. Y cada noche, cuando las campanas de una iglesia cercana sonaban a eso de las doce, yo veía una cosa que salía de un armario grande y antiguo. Cada noche sin falta: sacaba su cabeza negra, sus brazos largos y sus hombros huesudos… y me miraba.
—¿Le miraba? —le preguntó Eph.
—Tenía la boca irregular, y sus labios eran negros y delgados… me miraba y simplemente… sonreía.
Eph y Nora quedaron perplejos, pues la intimidad de la confesión y su tono fantasioso eran bastante inusuales.
—Yo gritaba, mi abuela encendía la luz y me llevaba a su cama. Esto sucedió durante un año. Yo le decía el «señor Sanguijuela», pues su piel… era negra, semejante a la de las sanguijuelas ahítas de sangre que atrapábamos en un arroyo cercano. Los psiquiatras que me veían, decían que se trataba de «terrores nocturnos», lo cual me daba razones para no creer en él, pero… todas las noches regresaba. Me metía debajo de la almohada para esconderme, pero era inútil. Sabía que él estaba ahí, en el cuarto… Algunos años después nos mudamos, mi abuela vendió el armario y nunca más volví a verlo. Jamás volví a soñar con él.
Eph lo había escuchado con atención.
—Discúlpeme, capitán… pero ¿qué tiene que ver esto con…?
—A eso voy —respondió Redfern—. Lo único que recuerdo entre el aterrizaje y el momento en que desperté acá es que él apareció de nuevo en mis sueños. Vi de nuevo al señor Sanguijuela… y estaba sonriendo.
El foso en llamas
S
us pesadillas eran siempre las mismas: Abraham viejo o joven, desnudo y arrodillado ante el profundo foso en la tierra, los cuerpos ardiendo abajo mientras un oficial nazi pasaba por la fila de prisioneros arrodillados y les disparaba detrás de la cabeza. El foso en llamas estaba detrás de la enfermería, en el campo de concentración conocido como Treblinka. Los prisioneros que estaban demasiado enfermos o viejos para trabajar eran conducidos a través de las barracas de la enfermería hasta llegar al foso. El joven Abraham vio morir a muchos allí, pero sólo en una ocasión estuvo cerca de la muerte.