—Eso es algo nuevo —dijo Nora.
—O sumamente viejo —respondió Eph.
C
ruzaron la puerta de salida, hacia la camioneta Explorer de Eph, que estaba estacionada ilegalmente con el letrero de
TRANSPORTE URGENTE DE SANGRE
en el tablero. Los últimos vestigios de luz estaban desapareciendo del cielo.
—Necesitamos preguntar en las otras morgues para ver si han encontrado las mismas anomalías —dijo Nora.
La alarma del teléfono móvil de Eph se encendió. Era un mensaje de texto de Zack:
¿Dónde estás???? Z.
—¡Mierda! —exclamó Eph—. Me olvidé de la audiencia para la custodia…
—¿Justo ahora? —preguntó Nora—. Está bien. Anda, nos veremos después…
—No, llamaré allá; todo saldrá bien. —Miró a su alrededor y se sintió dividido en dos—. Necesitamos examinar de nuevo al piloto. ¿Por qué su herida se cerró, pero no la de los demás? Necesitamos entender la fisiopatología de este asunto.
—Y la de los otros sobrevivientes.
Eph frunció el ceño al recordar que todos se habían marchado del hospital.
—Jim no suele cometer ese tipo de errores.
Nora quería defenderlo.
—Están enfermos y seguramente regresarán.
—Pero podría ser muy tarde. Para ellos y para nosotros.
—¿A qué te refieres cuando dices para nosotros?
—A llegar al fondo de este asunto. Tiene que haber una respuesta en algún lugar, una explicación, una lógica. Está sucediendo algo imposible, necesitamos descubrir la causa y detenerla.
Los periodistas se disponían a transmitir en vivo y en directo desde la Oficina del Forense, frente a la entrada principal de la calle Primera. Habían atraído una considerable multitud de espectadores, cuyo nerviosismo podía palparse incluso desde la esquina. Una gran incertidumbre flotaba en el ambiente.
Un hombre salió de la multitud, y Eph reparó en él. Era un anciano de cabello blanco, que sostenía un bastón demasiado grande para él, y lo agarraba debajo de la empuñadura de plata como si fuera un báculo. Parecía un Moisés de una sala de espectáculos, salvo por su atuendo impecable, formal y anticuado, con el abrigo negro y liviano sobre un traje de gabardina, y un reloj de bolsillo en su chaleco. Y en una contradicción extraña con su aire distinguido, llevaba guantes de lana gris con las puntas de los dedos cortadas.
—¿Doctor Goodweather?
El anciano sabía su nombre. Eph lo miró de nuevo y le preguntó:
—¿Lo conozco?
El hombre hablaba con un acento que parecía ser eslavo.
—Lo vi en la televisión. Sabía que vendría acá.
—¿Me estaba esperando?
—Doctor, lo que tengo que decirle es muy importante. Es fundamental.
Eph se distrajo con la empuñadura del bastón: era una cabeza de lobo tallada en plata.
—Ahora no… llame a mi oficina; pida una cita… —Eph se retiró para hacer una llamada desde su teléfono móvil.
El anciano parecía ansioso: un hombre agitado intentando hablar con calma. Esbozó su sonrisa más amable al presentarse a Nora.
—Me llamo Abraham Setrakian, un nombre que no debería tener ningún significado para usted. —Señaló la morgue con su bastón—. Usted los vio allá. A los pasajeros del avión…
—¿Sabe algo al respecto? —le preguntó Nora.
—Por supuesto —dijo, lanzándole una sonrisa complacida. Setrakian miró de nuevo en dirección a la morgue como si hubiera esperado mucho tiempo para hablar y no supiera por dónde comenzar—. Seguramente notó que no estaban muy cambiados, ¿verdad?
Eph apagó el teléfono. Las palabras del anciano daban cuenta de las evidencias irracionales que habían examinado en la morgue.
—¿Cómo que no estaban muy cambiados? —preguntó, con un dejo de temor en la voz.
—Me refiero a los muertos. Los cuerpos no se están descomponiendo.
—¿Así que eso es lo que se dice por aquí? —dijo Eph con más preocupación que intriga.
—Nadie tuvo que decirme nada, doctor. Yo lo sé.
—¿Lo sabe? —preguntó Eph.
—Cuéntenos —dijo Nora—. ¿Sabe algo más?
El anciano carraspeó.
—¿Han encontrado un… ataúd?
Eph vio que Nora pareció elevarse casi ocho centímetros del suelo.
—¿Cómo dice? —preguntó Eph.
—Un ataúd. Si lo tienen, entonces lo tendrán a él.
—¿A
quién
? —preguntó Nora.
—Destrúyanlo de inmediato. No conserven el ataúd para examinarlo. Deben quemarlo antes de que sea demasiado tarde.
Nora negó con la cabeza.
—Ha desaparecido —dijo—. Y no sabemos dónde está.
Setrakian tragó saliva para disimular su amarga decepción.
—Tal como temía.
—¿Por qué hay que destruirlo? —preguntó Nora.
Eph interrumpió y se dirigió a ella:
—El público entrará en pánico si oye esta conversación. —Luego miró al anciano—. ¿Quién es usted? ¿Cómo se enteró de estas cosas?
—Soy un prestamista. No he escuchado nada.
Sé
estas cosas.
—¿Las sabe? —dijo Nora—. ¿Cómo las sabe?
—Por favor… —insistió Abraham, dirigiéndose a Nora, que era más receptiva—. Lo que voy a decirles no lo digo de manera desprevenida. Lo digo con desespero y con total honestidad. Esos cuerpos que hay allá —continuó señalando la morgue— deben ser destruidos antes de que oscurezca.
—¿Destruidos? —replicó Nora—. ¿Por qué?
—Les recomiendo que los incineren. La cremación es el procedimiento más simple y seguro.
—
Es él
—dijo una voz que provenía de la puerta lateral. Era un oficial de la morgue acompañado de un policía del NYPD, dirigiéndose a ellos. Hacia Setrakian.
El anciano los ignoró y habló más rápido.
—Por favor. Se está haciendo muy tarde.
—Allá —dijo el oficial de la morgue, avanzando y señalando a Setrakian—. Ése es el tipo.
El policía le dijo a Setrakian con tono cansado:
—¿Señor?
Abraham lo ignoró, dirigiéndose exclusivamente a Nora y a Eph.
—Se ha roto una tregua: un pacto sagrado y antiguo, por parte de un hombre que ya no es un ser humano sino una abominación. Una abominación ambulante y voraz.
—Señor —insistió el policía—. ¿Podría hablar con usted?
Setrakian agarró a Eph del brazo para llamar su atención.
—Él está aquí y ahora, en el Nuevo Mundo, en esta ciudad. ¿Entiende? Hay que detenerlo.
Los dedos del anciano eran nudosos como garras. Eph se separó de él, no con brusquedad, pero sí lo suficiente para hacerlo retroceder. El anciano golpeó al policía casi en la cara con su bastón, y rápidamente el desinterés del agente se transformó en cólera.
—Ya basta —dijo el policía, arrebatándole el bastón y sujetando al anciano del brazo—. Vamos.
—Deben detenerlo —siguió diciendo Setrakian mientras era alejado por el policía.
Nora se dirigió al oficial de la morgue.
—¿Qué es esto? ¿Qué están haciendo?
El oficial miró los carnés laminados que portaban a la altura del pecho —con las iniciales CDC en color rojo— antes de responder.
—Intentó entrar aquí alegando que era familiar de un difunto. Insistió en ver los cadáveres. Debe de ser un anciano morboso.
—Luz ultravioleta —dijo el anciano por encima del hombro—. Examinen los cadáveres con luz ultravioleta…
Eph quedó petrificado: ¿habría escuchado bien?
—Entonces comprenderán que tengo la razón —gritó el anciano antes de ser subido a la patrulla—. Destrúyanlos ahora, antes de que sea demasiado tarde…
Eph vio la puerta de la patrulla cerrarse. El policía subió al volante y se alejó.
Exceso de equipaje
E
PH LLAMÓ
con cuarenta y cinco minutos de retraso para disculparse por no asistir a la sesión que tenía con Zack, Kelly y la doctora Inga Kempner, la terapeuta de familia nombrada por el tribunal. Se sintió aliviado de no estar en aquel consultorio, ubicado en el primer piso de un edificio de piedra rojiza en Astoria, construido antes de la guerra, y que era el lugar donde se decidiría la custodia final.
Eph le expuso su caso a la doctora.
—Permítame explicarle: llevo todo el fin de semana ocupado en las circunstancias más inusuales. Se trata del caso del avión del aeropuerto Kennedy. No tengo otra opción.
—No es la primera vez que no acude a la cita —replicó la doctora Kempner.
—¿Dónde está Zack? —preguntó él.
—En la sala de espera —respondió la doctora.
Ella ya había hablado con Kelly, y todo estaba decidido. Todo había terminado incluso antes de empezar.
—Mire, doctora Kempner. Lo único que le pido es que programe de nuevo nuestra cita…
—Doctor Goodweather, me temo que…
—No, espere… por favor. —Y entonces fue directo al grano—. Escúcheme: ¿soy un padre perfecto? No lo soy. Lo reconozco, pero merezco puntos por mi honestidad, ¿verdad? De hecho, ni siquiera estoy seguro de querer ser el padre «perfecto» y criar a un niño normal que no marque una diferencia en este mundo. Pero sé que quiero ser el mejor padre posible, porque eso es lo que se merece Zack. Y ésa es mi única meta actual.
—Todo apunta a lo contrario —señaló la doctora Kempner.
Eph hizo un gesto obsceno con el dedo. Nora estaba cerca, y él se sintió tan indignado como expuesto y vulnerable.
—Escúcheme —insistió Eph, esforzándose para controlarse—. Usted sabe que he organizado mi vida en torno a esta situación, quiero decir, alrededor de Zack. Abrí una oficina en la ciudad de Nueva York con el único fin de poder estar aquí, cerca de su madre, para que mi hijo se beneficie de ambos. Generalmente tengo horarios normales y regulares durante la semana, y mi tiempo libre está claramente establecido. Trabajo turno doble algunos fines de semana para poder tener dos libres por cada uno que trabaje.
—¿Asistió a la reunión de Alcohólicos Anónimos este fin de semana?
Eph guardó silencio y perdió la paciencia.
—Me pregunto si usted me estaba escuchando.
—¿Ha sentido necesidad de alcohol?
—No —gruñó Eph, haciendo un esfuerzo supremo para no perder el control—. Usted sabe que llevo veintitrés meses sobrio.
—Doctor Goodweather, no se trata de quién quiera más a su hijo. Nunca se trata de eso en este tipo de situaciones. Es maravilloso que ambos se interesen tanto y tan profundamente por él. Su dedicación para con Zack es completamente evidente. Pero, tal como suele suceder, parece que no hay forma de evitar que esto se convierta en un concurso. El estado de Nueva York ha establecido unos parámetros que yo debo seguir en mi recomendación al juez.
Eph tragó saliva con amargura. Trató de interrumpirla, pero ella siguió hablando.
—Usted se ha resistido a la posición original del tribunal con respecto a la custodia. Ha intentado oponerse a ella en cada aspecto, y considero que eso habla de su afecto por Zachary. También ha hecho grandes esfuerzos a nivel personal, lo cual es tan cierto como admirable. Pero ahora usted ha apelado a su último recurso legal, en las fórmulas que utilizamos para arbitrar la custodia. Obviamente, los derechos de visita nunca han sido cuestionados…
—No, no, no —murmuró Eph, como un peatón a punto de ser atropellado por un auto. Era la misma sensación de derrota que había sentido todo el fin de semana. Intentó recordar el momento en que él y Zack estaban sentados en su apartamento, comiendo comida china y jugando a los videojuegos, con todo el fin de semana por delante. Había sido una sensación gloriosa.
—A lo que voy, doctor Goodweather —dijo la doctora Kempner—, es que no veo ningún sentido en continuar con esto.
Eph miró a Nora, quien le lanzó una mirada llena de solidaridad.
—Usted puede decirme que esto ha terminado —susurró Eph por el teléfono—. Pero no es así, doctora Kempner. Nunca terminará. —Y acto seguido colgó.
Se alejó, sabiendo que Nora respetaría ese momento y no intentaría acercarse. Y dio gracias por eso, pues tenía lágrimas en los ojos y no quería que ella las viera.
U
nas cuantas horas después, el doctor Bennett estaba terminando la larga jornada de aquel día en la morgue de la Oficina del Forense de Manhattan. Debería haber estado exhausto, pero en realidad estaba lleno de júbilo. Había sucedido algo extraordinario. Era como si las leyes habitualmente predecibles de la muerte que regían la descomposición hubieran sido escritas de nuevo en esa sala. Era algo que iba más allá de la medicina establecida, de la biología humana en sí… y que probablemente pertenecía incluso al ámbito de lo milagroso.
Suspendió las autopsias nocturnas, tal como lo había planeado. El personal realizaba sus labores, y los investigadores médico-legales operaban en los cubículos de arriba, pero la morgue le pertenecía a él. Había notado algo durante la visita de los médicos del CDC, relacionado con la muestra de sangre que había tomado y el líquido opalino que había recogido en la jarra, la cual había guardado en uno de los refrigeradores, detrás de algunos recipientes semejantes a los de los postres que se encuentran en cualquier refrigerador.
Desenroscó la tapa y observó el contenido cerca de la pileta. Momentos después, la superficie, de unos ciento ochenta mililitros de sangre blanca, se onduló y Bennett se sobresaltó. Respiró profundamente para recobrar la compostura. Pensó qué hacer a continuación, y sacó otra jarra idéntica del compartimiento de arriba. Le echó la misma cantidad de agua y las puso boca abajo, pues necesitaba cerciorarse de que la perturbación no era el resultado de vibraciones de algún camión que pasaba por allí o algo parecido.