Nocturna (22 page)

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Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

BOOK: Nocturna
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—Tienes que pagar si quieres divertirte, ¿o que no?


A guevo.

Gus miró a su alrededor y vio a una familia levantarse de la mesa, con sus postres a medio terminar. Gus comprendió lo que estaba pensando Félix. Por el aspecto que tenían esos chicos del medio Oeste, vestidos para asistir al teatro, parecía que nunca habían escuchado una sola vulgaridad en su vida. ¡Al diablo con ellos! Si vienes a esta ciudad y mantienes a tus hijos despiertos después de las nueve de la noche, te arriesgas a que vean el
show
completo.

Félix terminó su repulsivo plato mientras Gus se acomodaba el sombrero con el dinero escondido adentro, y salieron rumbo a la noche. Iban por la calle 42, Félix encendió un cigarrillo, y oyeron unos gritos. Escuchar gritos en Midtown Manhattan no era motivo para correr, hasta que vieron al tipo gordo y desnudo avanzando hacia ellos por la Séptima Avenida y Broadway.

Félix se rió, y poco faltó para que escupiera el cigarrillo.

—¡Órale! Gusto, ¿ya viste ese cabrón? —dijo, comenzando a caminar deprisa, como un transeúnte invitado por algún anunciante a un espectáculo de última hora.

Gus no estaba para esos trotes y siguió caminando despacio.

La gente que se encontraba en Times Square le abrió paso al tipo de trasero pálido y flácido. Las mujeres gritaban medio sonrientes, y se tapaban los ojos y la boca. Un grupo de jovencitas que celebraba una despedida de soltera le tomó fotos con sus teléfonos. Cada vez que el tipo daba la espalda, se formaba un nuevo corrillo que gritaba ante ese cuerpo macilento y lleno de grasa.

Gus se preguntó dónde estarían los oficiales de policía. Así era América: un latino no podía siquiera arrimarse a una puerta para orinar con discreción sin verse envuelto en problemas, pero un blanco podía desfilar desnudo y a sus anchas por la capital del mundo.

—¡Pinche borracho! —exclamó Félix riéndose con el espectáculo gratuito, mientras seguía al hombre en compañía de otros curiosos, muchos de los cuales estaban borrachos. Las luces de la intersección más iluminada del mundo, pues Times Square es una encrucijada de avenidas, abarrotada de anuncios y palabras luminosas, un juego de
pinball
transcurriendo en medio del tráfico interminable, deslumbraron al hombre desnudo y le hicieron trastabillar. Avanzó tambaleándose como un oso escapado de algún circo.

Los juerguistas que venían con Félix retrocedieron cuando el hombre se dio la vuelta y se encaminó hacia ellos. Ahora parecía más atrevido, o tal vez era el pánico, semejante al de un animal asustado o herido, pues se llevaba la mano a la garganta como si se estuviera atragantando. Todo era muy cómico hasta que el hombre de aspecto enfermizo se abalanzó sobre una mujer y la agarró del pelo. Ella gritó, tratando de huir, pero una parte de su cabeza quedó en las manos del hombre: por un momento pareció como si él le hubiera perforado el cráneo, pero afortunadamente sólo se trataba de sus extensiones de pelo negro.

El ataque hizo que todo pasara de la risa al pánico. El hombre avanzó dando tumbos hacia el tráfico con el puñado de pelo artificial en la mano, perseguido por la muchedumbre que ahora le gritaba llena de rabia. Félix tomó la delantera y cruzó el semáforo. Gus se había quedado más atrás, entre los coches y el estrépito de sus bocinas. Le estaba gritando a Félix que se alejara de allí, pues tenía malos presentimientos.

El hombre se acercó a una familia que estaba reunida en la isla para contemplar la vista de Times Square en la noche. Los tenía acorralados contra la calle, donde el tráfico era veloz, y golpeó al padre con fuerza cuando trató de intervenir. Gus se dio cuenta de que era la misma familia del medio Oeste que había visto en el restaurante. La madre parecía más preocupada por apartar a sus hijos de la imagen del hombre desnudo que de protegerse a sí misma. El hombre la agarró por detrás del cuello, la acercó contra su barriga floja y su pecho flácido. Abrió la boca como si fuera a besarla, pero la mantuvo abierta como la boca de una serpiente, dilatando su mandíbula con un ligero crujido.

A Gus no le gustaban los turistas, pero no tuvo que pensarlo dos veces para acercársele al tipo por detrás y hacerle una llave. El hombre reaccionó con fuerza: su cuello era sorprendentemente musculoso bajo la carne floja. Sin embargo, Gus estaba en ventaja y el tipo se vio obligado a soltar a la madre, que se desplomó sobre su esposo en medio de los gritos de los niños.

Gus lo tenía sujeto, y el tipo forcejeaba con sus brazos tan grandes y fuertes como los de un oso. Félix avanzó hacia el frente para ayudarle… pero se detuvo. Miró el rostro del hombre desnudo como si algo en él estuviera realmente mal. Algunas personas que estaban detrás reaccionaron igual, y otras apartaron sus ojos horrorizadas, pero Gus no podía ver por qué. Sintió el cuello del tipo moverse bajo su brazo de una manera que no era nada natural, casi como si tragara en sentido horizontal, y no vertical. La expresión de Félix le hizo pensar que tal vez el hombre se estaba ahogando, y entonces aflojó la presión de los brazos…

Eso fue suficiente para que el hombre, con la fuerza animal propia de los dementes, se desprendiera de Gus tras darle un golpe con el codo.

Gus cayó aparatosamente a la acera y su sombrero voló. Se dio la vuelta y vio que rodaba hacia el tráfico. Gus se incorporó para perseguir su sombrero y su dinero, pero el grito de Félix lo inmovilizó. El tipo había agarrado a Félix con una especie de abrazo maniático, y apretaba la boca contra su cuello. Gus vio que su amigo sacaba algo de su bolsillo trasero y lo abría con un botón.

Corrió hacia Félix antes de que éste pudiera utilizar el cuchillo, y hundió el hombro en el cuerpo del tipo desnudo. Sintió cómo se quebraban sus costillas. Félix también cayó, y Gus vio que la sangre manaba del cuello de su amigo, pero más impactante aún fue la expresión de terror absoluto reflejada en el semblante de su compadre. Félix se sentó, soltando el cuchillo para tocarse el cuello. Gus nunca había visto a su amigo así. Supo que algo extraño había pasado —y
estaba pasando
—, pero no sabía qué. Lo único que tenía claro era que debía actuar para que su amigo pudiera recuperarse cuanto antes.

Agarró el cuchillo por el mango mientras el hombre desnudo se incorporaba. El tipo se tapó la boca con la mano, como si estuviera tratando de contener algo… algo que se retorcía. Sus mejillas abultadas y su barbilla estaban untadas de sangre, —la sangre de Félix—, y parecía sediento de más mientras avanzaba hacia Gus con la otra mano estirada.

Se le acercó con rapidez —mucho más rápido que cualquier hombre de su complexión— y derribó a Gus antes de que éste pudiera reaccionar. Su cabeza descubierta se golpeó contra la acera, y por un momento todo se hizo silencioso. Vio los anuncios de Times Square titilando en cámara lenta… una modelo con ropa interior lo miró desde un cartel… y entonces vio al tipo aproximarse. Algo palpitaba dentro de su boca mientras miraba a Gus con sus ojos vacíos y lóbregos…

El hombre se arrodilló en una pierna y expulsó lo que tenía en la garganta. Era una masa de carne pálida y hambrienta, que golpeó a Gus con la misma rapidez de la lengua retráctil de una rana. Gus se abalanzó sobre esa cosa con su cuchillo, atravesándola y apuñalándola como alguien que lucha contra una criatura durante una pesadilla. No sabía qué era, pero la quería lejos de sí y aniquilarla. El hombre retrocedió, emitiendo un sonido semejante a un chillido. Gus siguió acuchillando y cortando el cuello del hombre, y le dejó la garganta hecha jirones.

Gus retrocedió. El hombre se puso de pie, cubriéndose la boca y la garganta con las manos. No manaba un líquido rojo como la sangre, sino una sustancia blanca y cremosa, más espesa y brillante que la leche. Trastabilló y cayó en el pavimento de la calle.

Un camión intentó frenar, pero eso fue lo peor. Después de pisarle la cara con las ruedas delanteras, las traseras se detuvieron sobre su cráneo despedazado.

Gus consiguió levantarse. Todavía aturdido, miró el cuchillo que tenía en la mano; estaba manchado de blanco.

Lo golpearon desde atrás, lo agarraron de los brazos y su cuerpo chocó contra el pavimento. Reaccionó como si el hombre todavía lo estuviera atacando, retorciéndose y lanzando patadas.

—¡Suelta el cuchillo! ¡Suéltalo!

Giró su cabeza; vio a tres policías furiosos encima de él, y a otros dos detrás apuntándole con sus pistolas.

Gus soltó el cuchillo y dejó que le pusieran los brazos en la espalda y lo esposaran. Su adrenalina explotó y dijo:

—¡Chingados! ¿Ahora aparecen?

—¡Deja de resistirte! —dijo el policía, golpeándole la cara contra el pavimento.

—Él estaba atacando a esa familia: ¡pregúnteles!

Gus se dio la vuelta.

Los turistas se habían marchado, al igual que la mayoría de los curiosos.

Sólo Félix permanecía allí, sentado en un borde de la acera, aturdido y agarrándose la garganta, pero un policía lo derribó al suelo y se arrodilló para someterlo.

Más allá, Gus vio un objeto negro rodando entre el tráfico. Era su sombrero, con todo su dinero sucio adentro de la cinta. Un taxi que avanzaba despacio lo aplastó, y Gus pensó: «Así es América».

G
ary Gilbarton se sirvió un whisky. Su familia —sus familiares políticos y consanguíneos—, así como sus amigos, se habían ido finalmente, dejando varias cajas de comida para llevar en el refrigerador, y canastos llenos de pañuelos desechables. Mañana tendrían una historia para contar:

Mi sobrina de doce años iba en ese avión…

Mi prima de doce años iba en ese avión…

Mi vecina de doce años iba en ese avión…

Gary se sintió como un fantasma al caminar por su casa de nueve habitaciones en el barrio residencial de Freeburg. Tocaba las cosas —una silla, una pared— y no sentía nada. Ya nada le importaba. Los recuerdos podían consolarlo, pero seguramente lo enloquecerían.

Había desconectado todos los teléfonos después de que los reporteros comenzaran a llamarlo en busca de información sobre la víctima más joven del avión; querían humanizar la historia —o al menos eso dijeron—. ¿Quién era ella?, le preguntaron. A Gary le tomaría el resto de su vida escribir un solo párrafo sobre su hija Emma. Sería el párrafo más largo de la historia.

Él estaba más concentrado en Emma que en su esposa Berwyn, pues, a fin de cuentas, los hijos son una extensión de los padres. Amaba a Berwyn, y ella ya no estaba. Pero su mente seguía girando alrededor de su pequeña hija, del mismo modo en que el agua da vueltas antes de vaciarse para siempre por un desagüe.

Esa tarde, un abogado y amigo suyo —un tipo al que Gary no había visto en su casa hacía por lo menos un año— le pidió que hablaran a solas en el estudio. Le hizo sentarse y le dijo que iba a ser un hombre muy rico. Una víctima tan joven como Em, con tantos años de vida por delante, garantizaba una suma astronómica por concepto de acuerdo extrajudicial.

Gary no respondió. No vio signos de dólar. No echó al tipo. Realmente no le importó. No sintió nada.

Había rechazado todas las ofertas de amigos y familiares, quienes se ofrecieron a pasar la noche con él para que no estuviera solo. Gary los convenció de que estaba bien, aunque ya había tenido pensamientos suicidas. No sólo pensamientos: era una determinación silenciosa; una certeza. Pero eso sería después. Ahora no. Lo ineluctable de semejante decisión era como un bálsamo, el único tipo de «acuerdo» que tendría un significado para él. La única forma de soportar todo esto era saber que habría un final después de todas las formalidades. Después de construir un parque para honrar la memoria de Emma. Después de establecer un fondo para becas de estudio. Pero antes debía vender su casa, pues ya estaba encantada.

Estaba de pie en la sala cuando sonó el timbre. Ya habían transcurrido unas horas después de la medianoche. Si era un reportero, Gary lo atacaría y lo mataría: así de simple; descuartizaría a ese intruso.

Abrió la puerta de golpe… y, de repente, todas sus ideas absurdas desaparecieron.

Una niña estaba descalza sobre el felpudo de bienvenida. Era su Emma.

Gary Gilbarton frunció el ceño, pues no podía creer lo que veía, y se arrodilló frente a ella. El rostro de la niña no reflejaba ninguna emoción. Gary estiró la mano para tocar a su hija, pero vaciló. ¿Estallaría como una pompa de jabón y desaparecería de nuevo para siempre?

Le tocó el brazo, le estrechó sus delgados bíceps, y el tejido de su vestido. Era de carne y hueso;
estaba
allí. La agarró y la atrajo hacia él, abrazándola y estrechándola entre sus brazos.

La soltó y la miró de nuevo, retirándole el cabello greñudo de su cara pecosa. ¿Sería cierto? Miró hacia la calle sumergida en la bruma para ver quién la había traído.

No había ningún coche a la entrada, ningún sonido del motor de un automóvil perdiéndose en la distancia.

¿Había venido sola? ¿Dónde estaba su madre?

—Emma —fue lo único que acertó a decirle.

Gary se puso de pie, la llevó adentro, cerró la puerta de la casa y encendió la luz. Emma parecía estar aturdida. Llevaba el mismo vestido que le había comprado su madre para el viaje, y que la hacía parecer tan grande como cuando se lo había probado frente a él. Había mugre en uno de los puños, y tal vez sangre. Gary la examinó detenidamente y vio que tenía sangre en sus pies descalzos —¿dónde habría dejado los zapatos?—, mugre por todos lados, raspaduras en las palmas de la mano y moretones en el cuello.

—¿Qué te pasó, Em? —le preguntó, sosteniéndole el rostro con las manos—. ¿Cómo hiciste para…?

Sintió de nuevo una oleada de alivio que por poco lo apabulla, y la estrechó con fuerza. La cargó y la dejó sentada en el sofá. La niña parecía traumatizada y extrañamente pasiva. Era muy diferente a su Emma sonriente y obstinada.

Le tocó el rostro, como lo hacía Berwyn cuando Emma tenía fiebre, y constató que lo tenía muy caliente, tanto que su piel se sentía pegajosa y estaba terriblemente pálida, casi traslúcida. Vio las venas debajo de su piel, unas venas rojas y prominentes que nunca antes le había visto.

El azul de sus ojos parecía haberse apagado. Probablemente se había golpeado la cabeza. Todo parecía indicar que la niña estaba en
shock
.

Inicialmente pensó en llevarla a un hospital, pero no iba a dejarla salir de su casa… nunca más.

—Ya estás en casa, Em —dijo él—. Estarás bien.

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