Los representantes de la Boeing que habían llegado del estado de Washington ya habían afirmado que el apagamiento absoluto del
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era «mecánicamente imposible». Un vicepresidente de Regis Air, a quien habían despertado de su cama en Scarsdale, insistía en que un equipo de mecánicos de la aerolínea inspeccionara la nave una vez se levantara la cuarentena médica. La corrupción del sistema de circulación del aire era la principal hipótesis sobre la causa de la muerte de los pasajeros. El embajador alemán en los Estados Unidos y su delegación todavía estaban esperando la valija de su funcionario, y Eph los llevó al Salón Diplomático de Lufthansa, localizado en la terminal uno. El secretario de prensa del alcalde convocó una conferencia de prensa para la tarde, y el comisionado de la policía llegó a la sede del Departamento de Policía de Nueva York con el director del departamento de antiterrorismo, a bordo de un vehículo de respuesta inmediata.
A mediados de la mañana sólo restaban ochenta cadáveres por evacuar. El proceso de identificación avanzaba con velocidad, gracias a la revisión electrónica de los pasaportes y a la información detallada sobre los pasajeros.
Durante uno de los descansos, Nora y Eph conversaron con Jim a un lado de la zona de contención, con el fuselaje de la aeronave visible a través de las cortinas. Los aviones ya estaban despegando y aterrizando de nuevo; ellos escucharon la aceleración y desaceleración de los propulsores, y sintieron la actividad en la atmósfera, la agitación del aire.
—¿Cuántos cuerpos puede examinar La Oficina del Forense de Manhattan? —le preguntó Eph a Jim mientras bebía sorbos de agua.
—Queens tiene jurisdicción aquí —le contestó Jim—. Pero tienes razón, la sede de Manhattan está mejor equipada. En términos logísticos, vamos a repartir las víctimas entre las dos oficinas, así como en las de Brooklyn y el Bronx. Así que serán unos cincuenta en cada una.
—¿Y cómo vamos a transportarlos?
—En camiones refrigerados. El investigador médico me dijo que eso fue lo que hicieron con los restos encontrados en la tragedia de las Torres Gemelas. Ya han contactado con el Mercado de Pescado Fulton, en el Bajo Manhattan.
Eph solía pensar que el control de enfermedades era como un esfuerzo para resistir en tiempos de guerra, donde él y su equipo daban una buena pelea, mientras que el resto del mundo intentaba seguir con sus vidas bajo la avalancha de la ocupación, los virus y bacterias que los asediaban. En ese escenario, Jim era un locutor radial clandestino que hablaba tres idiomas, podía conseguir desde mantequilla hasta armas, y sacarlas con seguridad por el puerto de Marsella.
—¿Nada de Alemania? —preguntó Eph.
—Todavía no. Cerraron el «aeropuerto durante dos horas y realizaron una inspección de seguridad muy exhaustiva. No hay empleados enfermos: en el aeropuerto, ni informes de enfermedades súbitas en los hospitales.
Nora estaba ansiosa por hablar.
—Pero aquí no encaja nada.
Eph asintió en señal de consentimiento.
—Continúa.
—Tenemos un avión lleno de cadáveres. Si esto hubiera sido causado por un gas, o por algún aerosol en el sistema de ventilación, bien fuera accidental o no, no habrían fallecido de una manera tan…
pacífica
, por así decirlo. Se habrían presentado estallidos de asfixia, convulsiones y vómito; los pasajeros hubieran muerto a distintas horas debido a sus tipos corporales, los cadáveres se habrían puesto azules, y la tripulación habría entrado en pánico. Ahora, si más bien se trató de un evento infeccioso, entonces estamos enfrentados a un tipo de agente patógeno completamente descabellado, súbito y totalmente desconocido, algo que ninguno de nosotros ha visto antes, indicando así la presencia de una sustancia elaborada por el hombre y creada en un laboratorio. Hay que recordar que no se trata únicamente de los pasajeros que murieron, sino que, adicionalmente, el avión colapsó. Es como si alguna
cosa
, algún
objeto incapacitante
hubiera golpeado el avión, aniquilando todo lo que estaba adentro, incluyendo a los pasajeros. Pero esto no es totalmente exacto, ¿verdad? Porque, y creo que ésta es la pregunta más importante en este momento, ¿quién abrió la puerta? —Nora miró una y otra vez a Eph y a Jim—. Es decir,
pudo
ser el cambio en la presión. Tal vez la puerta ya estaba sin seguro y se abrió por la descompresión del avión. Podemos dar explicaciones rebuscadas para casi cualquier cosa porque somos científicos médicos, y eso es lo que hacemos todo el tiempo.
—Y las persianas de las ventanillas —dijo Jim—. Los pasajeros siempre las suben para ver el aterrizaje: ¿quién las cerró todas?
Eph asintió. Se había concentrado tanto en los detalles durante toda la mañana, que era agradable dar un paso atrás y ver los extraños sucesos en perspectiva.
—Es por eso por lo que los cuatro sobrevivientes nos darán la clave. Si es que vieron algo, claro está.
—O si participaron de otra manera —comentó Nora.
—Los cuatro están en estado crítico pero estable en el pabellón de aislamiento del Centro Médico del Hospital Jamaica —dijo Jim—. Ellos son: el capitán Redfern, tercer piloto, sexo masculino y treinta y dos años; una abogada de cuarenta y un años del condado de Westchester; un programador de computadoras de Brooklyn, de cuarenta y cuatro años; y Dwight Moorshein, un músico famoso de Manhattan y Miami Beach, de sexo masculino y treinta y seis años de edad.
Eph se encogió de hombros.
—Nunca había oído su nombre.
—Su nombre artístico es Gabriel Bolívar.
—¡Ah! —exclamó Eph.
—Vaya —dijo Nora.
Jim continuó:
—Viajaba de incógnito en primera clase. No llevaba su espantoso maquillaje ni sus lentes de contacto, así que tendremos una mayor cobertura de los medios.
—¿Hay alguna conexión entre los sobrevivientes? —preguntó Eph.
—Todavía no hemos encontrado ninguna, pero es probable que los resultados de sus chequeos médicos nos revelen algo. Los sobrevivientes viajaban en clases separadas. El programador viajaba en clase turista, la abogada en clase ejecutiva, y el cantante en primera. Y por supuesto, el capitán Redfern estaba en la cabina de mando.
—Es muy desconcertante —dijo Eph—. Pero de todos modos ya hay algo. Es decir, si ellos recuperan la conciencia y conseguimos que nos den algunas respuestas.
Uno de los oficiales de la Autoridad Portuaria llegó en busca de Eph.
—Doctor Goodweather, es mejor que regrese al depósito de carga; encontraron algo.
Los baúles de acero que contenían los equipajes ya habían comenzado a ser descargados por la escotilla lateral del depósito de carga, para ser abiertos e inspeccionados por el equipo HAZMAT de la Autoridad Portuaria. Eph y Nora pasaron junto al remolque que cargaba el equipaje, que tenía las llantas aseguradas con tacos metálicos.
En el extremo del compartimiento inferior había una caja larga y rectangular de madera negra; parecía pesada, como un baúl enorme descansando sobre su respaldo. Era de ébano mate y tenía unos dos metros y medio de largo por algo más de un metro de ancho y noventa centímetros de altura. Era más alta que un refrigerador. El lado superior tenía grabados elaborados, con florituras laberínticas acompañadas por letras de un idioma antiguo, o al menos tenían esa apariencia. Muchas de las espirales evocaban figuras humanas etéreas, y con un poco de imaginación, rostros emitiendo gritos.
—¿Nadie la ha abierto aún? —preguntó Eph.
Los oficiales de HAZMAT negaron con la cabeza.
—No la hemos tocado —señaló uno.
Eph examinó la parte posterior. Tres correas de amarre anaranjadas, con sus ganchos de acero todavía unidos a los orificios metálicos, estaban tiradas en el suelo al lado del armario.
—¿Y estas correas?
—Estaban sueltas cuando llegamos —dijo otro.
Eph miró alrededor del compartimiento.
—Es imposible —dijo—. Si hubieran estado sueltas durante el viaje los contenedores de las maletas, y posiblemente las paredes interiores del compartimiento de carga, se habrían averiado seriamente. —Lo examinó de nuevo y preguntó—: ¿Dónde está la placa? ¿Qué dice la lista de carga?
Uno de los oficiales tenía un fajo de páginas laminadas en un pasador redondo.
—No está aquí.
Eph lo verificó personalmente.
—No puede ser.
—El único equipaje inusual que aparece aquí, aparte de tres juegos de palos de golf, es un kayak. —El hombre señaló la pared lateral donde estaba el kayak envuelto en plástico, amarrado con el mismo tipo de correas anaranjadas, y con varias etiquetas de la aerolínea.
—Llame a Berlín —dijo Eph—. Deben de tener un historial de la carga. Seguramente alguien recordará este objeto. Debe de pesar fácilmente doscientos kilos.
—Ya lo hicimos y no hay ningún historial. Cada uno de los miembros de la cuadrilla de equipaje será interrogado.
Eph miró de nuevo la caja negra. Ignoró los grabados grotescos, se inclinó para examinar los bordes y vio tres bisagras en la parte superior de ambos lados. La tapa era una puerta doble de apertura lateral. Eph la tocó con sus guantes, y la agarró de abajo para tratar de abrirla.
—¿Alguien me quiere echar una mano?
Un oficial se acercó; llevaba guantes y puso su mano debajo de la tapa, al otro lado de Eph. Éste contó hasta tres y abrieron las dos puertas simultáneamente.
Las dos alas laterales descansaron sobre las bisagras grandes y sólidas. El olor que salió de la caja era semejante al que emana de un cadáver, como si el armario hubiera permanecido sellado durante Un siglo. Parecía vacío, hasta que uno de los oficiales encendió su linterna y alumbró el interior.
Eph introdujo los dedos en la masilla espesa y negra. La masa terrosa era suave y reconfortante como la crema pastelera, y ocupaba dos tercios de la caja.
Nora retrocedió un paso:
—Parece un ataúd —dijo.
Eph retiró los dedos y los sacudió. Miró a Nora y esperó una sonrisa que no recibió.
—Es un poco grande para eso, ¿no te parece?
—¿Por qué alguien enviaría una caja llena de tierra? —preguntó ella.
—No —señaló Eph—. Tenía que haber algo adentro.
—Pero ¿cómo…? —dijo Nora—. Este avión está en cuarentena absoluta.
Eph se encogió de hombros.
—¿Cómo hacemos para darle una explicación a esto? Lo único que sé con seguridad es que estamos frente a una caja desamarrada y sin seguro, y no tenemos el informe de los equipajes. —Miró a los demás—. Necesitamos examinar esta tierra. Retiene bien cualquier evidencia. La radiación, por ejemplo.
Uno de los oficiales preguntó:
—¿Cree que se utilizó alguna sustancia para dominar a los pasajeros…?
—¿Está insinuando que venía aquí? Es lo mejor que he escuchado en todo el día.
Jim los llamó por teléfono.
—¿Eph, Nora?
—¿Qué pasa? —dijo Eph.
—Acabo de recibir una llamada del pabellón de aislamiento del Hospital Jamaica. Creo que querréis ir de inmediato.
Centro Médico del Hospital Jamaica
L
AS INSTALACIONES DEL HOSPITAL
estaban a sólo diez minutos al norte del JFK, por la autopista Van Wyck. Este hospital era uno de los cuatro centros designados para la planificación y preparación contra el bioterrorismo en la ciudad de Nueva York. Era una entidad que participaba de lleno en el Sistema de Vigilancia Sindrómica. Pocos meses atrás, Eph había conducido allí un seminario sobre Canary, por lo cual sabía que el pabellón de aislamiento para infecciones por vía aérea estaba en el quinto piso.
Las puertas dobles de metal exhibían un prominente símbolo naranja contra los peligros biológicos compuesto de tres pétalos, señalando una amenaza real o potencial contra materias celulares u organismos vivos. El aviso decía:
ZONA DE AISLAMIENTO.
PRECAUCIÓN DE CONTACTO OBLIGATORIA.
SÓLO PERSONAL AUTORIZADO.
Eph mostró sus credenciales del CDC en la recepción, y la administradora lo reconoció gracias a las prácticas de contención biológica que había dirigido allí. Ella lo condujo al interior.
—¿Qué sucede? —le preguntó él.
—No quiero ser melodramática —dijo ella, pasando su tarjeta de identificación por la banda electromagnética y abriendo las puertas del pabellón—, pero creo que tiene que verlo personalmente.
El pasillo era estrecho, pues quedaba en el ala exterior del pabellón, y estaba ocupado básicamente por la sala de las enfermeras. Eph siguió a la administradora detrás de unas cortinas azules y llegó a un amplio vestíbulo que contenía bandejas con implementos de seguridad: camisones, gafas, guantes, botas, respiradores y un gran cubo forrado con una bolsa roja para arrojar los contaminantes biológicos. El respirador era una máscara NP5, equipada para filtrar el noventa y cinco por ciento de las partículas con un tamaño igual o superior a 0,3 micrones. Esto significaba que ofrecía protección contra la mayoría de los patógenos virales y bacteriológicos por vía aérea, pero no contra agentes químicos ni gaseosos.
Después de llevar puesto el traje de contención de nivel A en el aeropuerto, Eph se sintió muy expuesto con la escasa protección que le proporcionaba una simple máscara de hospital, una gorra de cirugía, unas gafas, un camisón y un par de cobertores en los zapatos. La administradora, vestida de la misma forma, presionó un botón y abrió un juego de puertas interiores. Eph sintió una presión similar a un vacío, a consecuencia del sistema de compresión negativa y del aire que entraba en la zona aislada para evitar la fuga de partículas.
Un corredor recorría de izquierda a derecha la estación central de provisiones. La estación consistía en un carro que contenía medicamentos e implementos de emergencia, una computadora portátil cubierta con un estuche de plástico y un sistema para comunicarse con el exterior, además de material aislante.
La zona de los pacientes tenía ocho habitaciones pequeñas de aislamiento total para un distrito que tenía más de 2.250.000 habitantes. La «capacidad en aumento» es el término empleado por los organismos de prevención de desastres para referirse a un sistema de salud que puede expandirse con rapidez, más allá de su operatividad normal, a fin de satisfacer demandas de salud pública en caso de una emergencia a gran escala. El número de camas disponibles en los hospitales del estado de Nueva York era de sesenta mil, y cada vez se reducía más. Mientras tanto, la sola ciudad de Nueva York tenía 8,1 millones de habitantes, una cifra que iba en aumento. Canary fue fundado con la esperanza de compensar este desequilibrio, como una especie de estrategia preventiva para contener un desastre. El CDC catalogaba esa conveniencia política como «optimista», pero Eph prefería llamarla «pensamiento mágico».