Vasiliy vació tres cartones, se dio la vuelta con la lámpara y regresó por los túneles. Llegó a unas vías en uso que tenían un riel adicional, y vio el cárter y la manguera larga. En un momento sintió que el viento cambiaba en el túnel, y se dio la vuelta para mirar la curva iluminada detrás de él. Retrocedió rápidamente y se agarró del muro; el ruido era ensordecedor. El tren avanzó con velocidad y Vasiliy vio las caras de los pasajeros en las ventanas antes de taparse los ojos para evitar la nube de arena y polvo.
Siguió las vías férreas y vio un andén iluminado. Subió con la bolsa y la varilla, y se detuvo en un andén semivacío, al lado de un cartel que decía:
SI VE ALGO, DIGA ALGO
. Subió las escaleras del entresuelo, pasó el torniquete y llegó de nuevo a la calle bañada por los tibios rayos del sol. Se dirigió a una valla cercana y se encontró de nuevo frente a la construcción del World Trade Center. Encendió un cigarrillo con su encendedor Zippo e inhaló el humo para alejar el miedo que había sentido debajo de las calles. Caminó y vio dos avisos hechos a mano pegados a la cerca. Mostraban las fotografías escaneadas de dos trabajadores, uno de ellos con su casco y con la cara sucia. Las letras azules sobre ambas fotos decían:
DESAPARECIDO
.
Las ruinas
L
a mayoría de los fugitivos fueron capturados y ejecutados en los días posteriores al amotinamiento de Treblinka. Sin embargo, Setrakian sobrevivió en el bosque, hasta donde llegaba el hedor del campo de concentración. Arrancaba raíces y cazaba las presas pequeñas que lograba agarrar con sus manos fracturadas, mientras buscaba ropas raídas y zapatos gastados y dispares para abrigarse.
Evitaba las patrullas de búsqueda y los perros durante el día, y procuraba su sustento en horas de la noche.
En el campo había oído a los polacos hablar con frecuencia de las ruinas romanas. Tardó casi una semana en buscarlas, hasta que al final de una tarde, y bajo la luz precaria del crepúsculo, se encontró en las escalinatas cubiertas de musgo, sobre la cima de unos escombros antiguos.
La mayoría de los vestigios estaban bajo tierra, y sólo algunas piedras asomaban a la superficie. Una columna alta sobresalía por encima de un montículo de piedras. Reconoció algunas letras, pero casi todas se habían borrado hacía tanto tiempo que era imposible descifrar su significado. También era imposible permanecer a la entrada de las oscuras catacumbas sin sentir un escalofrío.
Abraham estaba seguro: la guarida de Sardu estaba allí abajo; él lo sabía. El miedo se apoderó de él, y sintió un vacío ardiente propagándose por su pecho.
No obstante, su determinación era más fuerte que esta sensación, pues sabía que su misión era encontrar a esa cosa hambrienta, matarla e impedir que siguiera cobrándose más víctimas. La rebelión en el campo de concentración había alterado sus planes, después de dos meses de buscar el pedazo de roble blanco, pero no su deseo de venganza. Aunque había mucha injusticia en el mundo, él podía hacer lo correcto. Eso le daría un significado a su existencia, y ahora se disponía a cumplir esa misión.
Labró una estaca rudimentaria con un canto de piedra, utilizando la rama más dura que pudo encontrar. No era de roble blanco, pero le serviría para su propósito. Lo hizo con sus dedos destrozados, y sus manos doloridas quedaron estropeadas para siempre. Sus pisadas resonaban en la recámara de piedra que formaba la catacumba. El techo era muy bajo, lo cual era sorprendente, dada la desproporcionada estatura de la Cosa, y las raíces se habían filtrado por las piedras que sostenían precariamente la estructura. La primera cámara conducía a una segunda y, asombrosamente, a una tercera. Cada una era más pequeña que la anterior.
Setrakian no tenía con qué alumbrar sus pasos, pero los resquicios de la derruida edificación permitían que algunos rayos de luz crepuscular se filtraran en la oscuridad. Avanzó con cautela por las cámaras, y se sintió sobresaltado por estar próximo a cometer un asesinato. Su rudimentaria estaca parecía un arma completamente inadecuada para combatir a la Cosa hambrienta en la oscuridad, y sobre todo con sus manos fracturadas. ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo iba a matar a ese monstruo?
Una ácida oleada de miedo le quemó la garganta cuando entró en el último recinto, y ese reflujo aquejaría a Setrakian por el resto de su vida. El lugar estaba vacío, pero, allá en el centro, Setrakian vio con claridad la silueta de un ataúd en el piso de tierra. Era una caja enorme, de dos metros y medio de largo por uno de ancho, y noventa centímetros de altura, que sólo las manos de una cosa dotada de una voluntad monstruosa podrían sacar de allí.
Escuchó unos pasos arrastrándose detrás de él. Setrakian se estremeció, blandiendo la estaca de madera, atrapado en el interior de la cámara donde moraba la Cosa. La bestia había entrado a resguardarse, y había encontrado a una presa merodeando en el lugar donde dormía.
Aquellos pasos fueron antecedidos por una sombra sumamente tenue. Sin embargo, no fue la Cosa la que apareció por el muro de piedra para amenazar a Setrakian, sino un hombre de estatura normal; un oficial alemán, con el uniforme sucio y hecho jirones. Tenía los ojos rojos y aguados, llenos de un hambre convertida casi en un dolor maníaco. Setrakian lo reconoció: era Dieter Zimmer, un oficial joven no mucho mayor que él, un verdadero sádico, un verdugo de las barracas que se jactaba de tener que limpiar sus botas todas las noches para retirar las gotas de sangre judía.
Y ahora estaba sediento de la sangre de Setrakian o de cualquier otra hasta hartarse de ella.
Setrakian no se dejaría capturar tan fácilmente. Ya había escapado del campo, estaba decidido a no rendirse después de soportar aquel infierno, y esta vez no iba a sucumbir a la voluntad nefasta de aquella maldita cosa-nazi.
Se abalanzó sobre él, sujetando la estaca con fuerza, pero la cosa fue más rápida de lo que había esperado. Se la arrebató de sus manos inservibles, rompiéndole los huesos del brazo, y arrojando la vara a un lado mientras Setrakian se desplomaba contra uno de los muros de piedra.
La cosa avanzó hacia él resollando de placer. Abraham retrocedió, comprendió que estaba en el centro de la marca rectangular del ataúd, y se lanzó contra la cosa con una fuerza inexplicable, golpeándola duramente contra la pared. Las partículas de tierra se desmoronaron de las paredes. La cosa intentó sujetarlo por la cabeza, pero Setrakian volvió al ataque, golpeando al demonio en el mentón con su brazo fracturado, y echándole la cabeza hacia arriba de tal manera que no pudiera sacar el aguijón para beber su sangre.
La cosa recobró el equilibrio y empujó a Setrakian, quien cayó cerca de su estaca. La agarró, pero la cosa sonrió, lista para arrebatársela de nuevo. Setrakian la clavó debajo de un muro de piedra y la cosa empezó a abrir la boca.
De repente, las piedras cedieron y el muro de la entrada de la cámara se derrumbó instantes después de que Setrakian lograra salir arrastrándose. El estruendo duró unos cuantos segundos y la cámara se llenó de polvo, ahogando la poca luz disponible. Setrakian se arrastró sobre las piedras y una mano lo agarró con fuerza. La nube de polvo se dispersó ligeramente; Setrakian vio que una roca le había aplastado la cabeza a la cosa, desde el cráneo hasta la mandíbula, y que, no obstante, seguía moviéndose. Su corazón oscuro o lo que fuera seguía palpitando con ansia. Setrakian le pateó el brazo, logró desprenderse y la roca se movió. La parte superior de la cabeza estaba partida en dos, con el cráneo ligeramente agrietado, como un huevo hervido.
Setrakian se agarró la pierna y se arrastró apoyado en su brazo indemne. Salió de nuevo a la superficie, fuera de las ruinas, en medio de los últimos vestigios de la luz diurna que se filtraban por la floresta espesa. El cielo estaba anaranjado y difuminado, pero la luz era suficiente. La cosa se retorció de dolor y se quedó inmóvil en el suelo.
Setrakian levantó su rostro hacia el sol moribundo y dejó escapar un aullido animal. Fue un acto imprudente, pues todavía lo estaban buscando; era el desahogo de su alma por su familia asesinada, por los horrores de su cautiverio y por los nuevos que acababa de encontrar… y finalmente, por el dios que lo había abandonado a él y a su gente.
Juró tener a su disposición las armas apropiadas la próxima vez que se encontrara frente a una de esas criaturas. Haría todo lo que estuviera a su alcance para tener la oportunidad de combatirla; fue algo que supo en ese instante con la misma certeza de estar vivo: seguiría las huellas de aquel ataúd durante los próximos años… durante las próximas décadas si fuera necesario. Esta certeza le dio un nuevo propósito a su existencia y le brindó fuerzas para emprender la búsqueda que lo mantendría ocupado el resto de su vida.
E
ph y Nora pasaron sus credenciales por la puerta de seguridad y entraron con Setrakian en la sala de emergencias sin llamar la atención.
—Esto es demasiado arriesgado —dijo Setrakian mientras subían las escaleras que conducían al pabellón de aislamiento.
—Jim, Nora y yo llevamos trabajando un año juntos. No podemos dejarlo abandonado —respondió Eph.
—Se ha transformado. ¿Qué podrán hacer por él?
Eph se detuvo un momento. Setrakian estaba jadeando y agradeció la pausa mientras se apoyaba en su bastón.
—Puedo liberarlo —contestó Eph.
Dejaron las escaleras y vieron la entrada del pabellón de aislamiento al final del corredor.
—No hay policías —dijo Nora.
Setrakian observó a su alrededor, pues no estaba tan seguro.
—Allí está Sylvia —señaló Eph, después de ver a la novia de Jim sentada en una silla plegable junto a la entrada del pabellón.
Nora asintió para sus adentros, se preparó y dijo:
—De acuerdo.
Fue hasta donde estaba Sylvia, quien se levantó cuando la vio llegar.
—Nora.
—¿Cómo está Jim?
—No me han dicho nada. ¿Eph no está contigo? —le preguntó Sylvia después de mirar el corredor.
Nora negó con la cabeza.
—Se fue.
—No es cierto lo que andan diciendo, ¿verdad?
—No. Se te ve agotada; vamos a la cafetería para que comas algo.
Nora preguntó por la cafetería para distraer a las enfermeras, y Eph y Setrakian se escurrieron al interior del pabellón. Eph pasó por el dispensador de guantes y camisones como un asesino renuente, entró y corrió las cortinas de plástico.
La cama estaba vacía; Jim se había marchado.
Eph inspeccionó rápidamente las otras camas. Todas estaban desocupadas.
—Seguramente lo trasladaron —señaló.
—Su amiga Sylvia no estaría fuera si supiera que lo habían trasladado —argumentó Setrakian.
—¿Entonces…?
—Se lo llevaron.
—Ellos —dijo Eph, mirando la cama vacía.
—Vamos —señaló Setrakian—. Esto es muy peligroso. No tenemos tiempo.
—Espere. —Fue a la mesa de noche, pues vio el auricular de Jim colgando del cajón. Encontró su teléfono y lo miró para asegurarse de que estuviera cargado. Sacó el suyo y comprendió el peligro. El FBI podía detectar su paradero por medio del GPS.
Dejó su teléfono en el cajón y se llevó el de Jim.
—Doctor —dijo Setrakian con impaciencia.
—Por favor, llámeme Eph —respondió, metiéndose el teléfono de Jim en el bolsillo—. Últimamente no me he sentido como un doctor.
West Side Highway, Manhattan
G
US
E
LIZALDE
iba sentado en la furgoneta de transporte de prisioneros del NYPD con las manos esposadas a un tubo metálico. Félix iba casi al frente, dormido, su cuerpo agitándose con el movimiento del vehículo, y cada vez más pálido. Estaban en Manhattan y avanzaban con tanta rapidez que debían de ir por la West Side Highway. Otros dos prisioneros iban con ellos; uno al frente de Gus, y otro a su izquierda, al otro lado de Félix. Ambos dormían, el sueño siempre les llega fácil a los mentecatos.
Gus sintió el humo del cigarrillo proveniente de la cabina. Los habían subido a la furgoneta al amanecer y estaban somnolientos. Miraba constantemente a Félix, y pensaba en lo que le había dicho el viejo prestamista, alerta a cualquier señal que pudiera revelar su cambio.
No tuvo que esperar mucho. Félix movió la cabeza. Se sentó completamente erguido y examinó los alrededores. Observó a Gus, pero su mirada no denotaba en lo más mínimo que hubiera reconocido a su viejo compadre.
Había una oscuridad en sus ojos, un vacío.
El estruendo de una bocina despertó al tipo que iba al lado de Gus.
—Mierda —dijo, sacudiéndose las esposas que tenía detrás—. ¿Adónde diablos vamos? —Gus no respondió. El tipo miró a Félix, quien tampoco le quitaba la vista de encima, y pateó a Félix en el pie—. Te he preguntado que adónde demonios vamos.
Félix lo observó con una mirada vacía, casi estupidizada. Abrió la boca como para responder y su aguijón salió, atravesándole la garganta al prisionero indefenso, quien sólo alcanzó a darle una patada. Gus se sintió atrapado y comenzó a gritar, y a dar puños y patadas, despertando al prisionero que iba dormido. Todos empezaron a gritar y a darle patadas a la furgoneta para llamar la atención de los policías, pues el prisionero atacado pareció perder el conocimiento. Mientras tanto, el aguijón de Félix se hacía tan rojo como la sangre.