Nocturna (44 page)

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Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

BOOK: Nocturna
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La discusión se hizo más acalorada y adquirió un tono indiscutiblemente violento.

Tu hombre tiene problemas.

Palmer se sentó derecho. El señor Fitzwilliam estaba allí, aunque Palmer le había prohibido expresamente que ingresara en el patio.

—Dijiste que su seguridad estaría garantizada aquí.

Palmer oyó que alguien corría. Escuchó unos gruñidos y un grito humano.

—Detenlos —dijo Palmer.

Como siempre, la voz del Amo era lánguida e imperturbable.

Él no es a quien ellos buscan.

Palmer se levantó del susto. ¿El Amo se estaba refiriendo entonces a él? ¿Se trataba de una trampa?

—¡Hemos suscrito un acuerdo!

Siempre y cuando sea de mi conveniencia.

Palmer escuchó otro grito cercano, seguido de dos disparos. Una de las puertas se abrió hacia adentro, y la reja fue empujada. El señor Fitzwilliam, el ex marine que pesaba ciento dieciocho kilos, entró corriendo, agarrándose el brazo izquierdo con la mano derecha, y la mirada desencajada por la angustia.

—Señor, vienen detrás de mí…

Sus ojos dejaron de mirar el rostro de Palmer y se posaron en la figura increíblemente alta que estaba detrás de él. La pistola cayó de las manos del señor Fitzwilliam y rebotó contra el piso. El señor Fitzwilliam se puso pálido, se balanceó un momento como si estuviera en la cuerda floja y cayó de rodillas.

Detrás de él venían los transformados, ataviados con diversos atuendos que iban desde la ropa de marca a los vestidos góticos, pasando por el
prét-a-porter
de los
paparazzi
. Todos ellos apestaban y estaban cubiertos de tierra. Entraron en el patio como criaturas obedeciendo a una señal.

Al frente de ellos estaba Bolívar, enjuto y casi calvo, con una bata negra. Como todo vampiro de primera generación, era más maduro que el resto. Su piel tenía una palidez de alabastro; era casi brillante y desprovista de sangre, y sus ojos eran como dos lunas muertas.

Detrás de él había una fan a quien el señor Fitzwilliam le había disparado un tiro en la cara en medio de su desespero. El hueso de la mejilla estaba abierto hasta la oreja, de modo que sonreía de manera atroz con la otra mitad de su boca.

Los demás vampiros ingresaron en la noche naciente, emocionados por la presencia de su Amo. Se detuvieron para mirarlo sobrecogidos.

Eran niños.

Ignoraron a Palmer, pues la presencia del Amo irradiaba una fuerza tal, que los mantuvo embelesados. Se congregaron frente a él como seres primitivos frente a un túmulo sagrado.

El señor Fitzwilliam permaneció de rodillas, como si hubiera sido golpeado.

El Amo habló de un modo que Palmer creyó estar dirigido exclusivamente a él.

Me has traído hasta aquí. ¿No vas a mirarme?

Palmer había visto una vez al Amo, en un sótano oscuro de otro continente. No con mucha claridad, aunque sí lo suficiente. Esa imagen nunca lo había abandonado.

Era imposible evitarlo ahora. Palmer cerró los ojos para armarse de valor, los abrió y se obligó a mirar, como arriesgándose a quedar ciego después de observar el sol.

Deslizó su mirada del pecho del Amo a…

… su rostro.

El horror. Y la gloria.

La impiedad. Y la magnificencia.

Lo abyecto. Y lo sagrado.

El terror desmesurado hizo que la cara de Palmer se transformara en una máscara de miedo, esbozando una sonrisa triunfal con los dientes apretados.

Era Él, trascendente y horroroso.

Ahí estaba, el Amo.

Calle Kelton; Woodside, Queens

K
ELLY CRUZÓ RÁPIDAMENTE
la sala. Traía una bolsa con ropa limpia en una mano, y un par de baterías en la otra. Entretanto, Matt y Zack veían las noticias en la televisión.

—Vámonos —dijo Kelly, metiendo las cosas en una bolsa de lona que había sobre una silla.

Matt se dio la vuelta y le sonrió, pero ella no estaba para esas galanterías.

—Kelly, por favor…

—¿Acaso no me has escuchado?

—Te escuché con mucha atención. —Se levantó de la silla—. Mira, Kel, tu ex esposo se está interponiendo de nuevo entre nosotros; ha lanzado una granada en nuestro hogar. ¿Acaso no te das cuenta? Si se tratara de algo realmente serio, las autoridades oficiales ya se habrían pronunciado al respecto. ¿No crees?

—Claro que sí, los funcionarios públicos nunca mienten. —Se dirigió al armario y sacó el resto del equipaje. Kelly tenía la bolsa recomendada por la Oficina de Emergencias de la ciudad de Nueva York para una evacuación. Era una fuerte bolsa de lona con agua, barritas de cereales, un radio AM/FM de banda corta marca Grundig, una linterna Faraday, un botiquín de primeros auxilios, cien dólares en efectivo, y un paquete impermeable con las fotocopias de los documentos de identificación.

—En tu caso, ésta es una profecía cumplida —continuó diciendo Matt mientras la seguía—. ¿No lo ves? Él sabe cuál es la tecla que debe presionar. Es por eso por lo que no pudisteis vivir juntos.

Kelly sacó dos raquetas viejas del armario y le dio una patada a Matt por hablar así delante de Zack.

—Estás equivocado, Matt. Yo le creo.

—Lo están buscando, Kel. Ha sufrido un colapso, una crisis nerviosa. Todos estos supuestos genios son básicamente personas frágiles, como los girasoles que siembras en el jardín de atrás: tienen la cabeza muy grande y se derrumban por su propio peso. —Kelly le lanzó una bota de invierno que él alcanzó a esquivar—. Sabes que esto tiene mucha relación contigo. El suyo es un caso patológico y tampoco ha podido olvidarte. Planeó todo esto para mantenerse cerca.

Ella estaba agachada frente a uno de los cajones del armario y lo miró por debajo de sus lentes con suspicacia.

—¿Realmente piensas eso?

—A los hombres no les gusta perder. Nunca se rinden.

Ella sacó una maleta y salió del armario.

—¿Es por eso por lo que no quieres irte de aquí?

—No me iré porque tengo que trabajar. Créeme que lo haría si pudiera utilizar la excusa apocalíptica de tu esposo chiflado para evitarme el inventario de la tienda. Pero sucede que en el mundo real te despiden si no vas a trabajar.

Ella se dio la vuelta, descompuesta con su terquedad.

—Eph dijo que nos fuéramos. Nunca antes se había comportado así ni se había expresado en esos términos. Se trata de una amenaza real.

—Todo se debe a la histeria provocada por el eclipse. Lo están diciendo en la televisión. La gente está enloqueciendo. Si yo fuera a huir de Nueva York a la primera ocurrencia, hace mucho que me habría ido de aquí. —Matt puso las manos en los hombros de ella. Kelly lo rechazó inicialmente, pero luego dejó que la abrazara—.Cada vez que pueda iré a la sección de artículos electrónicos y le echaré un vistazo a las noticias televisivas; así me enteraré de lo que suceda. Sin embargo, todo sigue funcionando, ¿no es verdad? Por lo menos para los que tenemos trabajos reales. Quiero decir, ¿vas a abandonar tu trabajo en la escuela así sin más?

Las necesidades de sus estudiantes eran muy importantes para ella, pero Zack estaba por encima de todas las demás.

—Es probable que cierren la escuela durante algunos días. Ahora que lo pienso, muchas niñas faltaron hoy a la escuela sin explicación alguna…

—Son niñas, Kel. Seguramente se resfriaron.

—Creo que realmente es por el eclipse —intervino Zack, al otro lado del cuarto—. Fred Falin me lo dijo en la escuela. Todos los que observaron la luna sin la debida protección quedaron con el cerebro tostado.

—¿Cuál es tu fascinación por los zombis? —le preguntó Kelly.

—Ellos existen —respondió el chico—. Hay que estar preparados. Apuesto a que ni siquiera sabéis cuáles son las dos cosas más importantes que se necesitan para sobrevivir a una invasión de zombis.

Kelly no le hizo caso.

—Me rindo —dijo Matt.

—Un machete y un helicóptero.

—¿Un machete? —Matt negó con la cabeza—. Yo preferiría una pistola.

—Estás equivocado —replicó Zack—. Los machetes no necesitan recargarse.

Matt aceptó su argumento y se dirigió a Kelly.

—Fred Falin realmente sabe de qué está hablando.

—¡Callaos los dos! —Ella no estaba dispuesta a tolerar una confabulación en su contra. Le habría encantado ver a Zack y a Matt bromear juntos en otras circunstancias—. Zack, lo que estás diciendo es absurdo. Se trata de un virus real. Tenemos que irnos de aquí.

Matt estaba al lado de la maleta y la bolsa.

—Cálmate, Kel. ¿De acuerdo? —Sacó las llaves del auto y las hizo girar con el dedo—. Toma un baño y respira profundamente. Por favor, piensa en términos racionales. No confíes en la supuesta información «confidencial». —Se dirigió a la puerta principal—. Os llamaré después.

Salió de la casa y Kelly se quedó mirando la puerta.

Zack se acercó a ella con la cabeza ligeramente inclinada, tal y como lo hacía cuando preguntaba qué era la muerte o por qué algunos hombres se tomaban de la mano.

—¿Qué te dijo mi papá sobre esto?

—Él sólo… quiere lo mejor para nosotros.

Ella se llevó la mano a la frente para taparse los ojos. ¿Debía alarmar a Zack? ¿Debía irse con Zack y abandonar a Matt? Pero si ella confiaba en Eph, ¿no tenía acaso la obligación moral de advertírselo?

El perro de los Heinson comenzó a ladrar en la casa de al lado. No era el ladrido rabioso de siempre, sino un gruñido agudo y nervioso. Eso bastó para que Kelly saliera al patio de atrás, donde observó que la lámpara se había encendido al detectar un movimiento.

Permaneció allí con los brazos cruzados, observando el jardín en busca del origen del movimiento. Todo parecía inmóvil, pero el perro seguía gruñendo. La señora Heinson lo metió en la casa, pero el perro todavía ladraba.

—¿Mami?

Kelly saltó, asustada por la mano de su hijo, y perdió el control.

—¿Estás bien? —le preguntó Zack.

—Odio esto —dijo ella, conduciéndolo de nuevo a la sala—. Simplemente odio todo esto.

Decidió empacar por los tres.

También decidió vigilar.

Y esperar.

Bronxville

T
REINTA MINUTOS AL NORTE
de Manhattan, Roger Luss estaba ocupado con su iPhone en el bar con paredes de roble del Siwano y Country Club, esperando su primer martini. Le había dicho al conductor del servicio de taxis TownCar que lo dejara en el club en lugar de llevarlo a casa, pues necesitaba hacer una pausa. Si Joan estaba enferma como parecía indicar el mensaje de la niñera, entonces los niños también lo estaban, y no le aguardaba nada agradable. Ésta era una razón de peso para prolongar una o dos horas más su ausencia de casa.

Desde la zona de comidas se veía la cancha de golf, completamente desierta a la hora de la cena. El camarero le trajo su martini con tres aceitunas servido en una bandeja cubierta con un mantel blanco. No era el camarero de siempre, sino un mexicano, como los que estacionaban autos a la entrada del club. Tenía la camisa salida por detrás y no llevaba cinturón. Sus uñas estaban muy sucias. Le pondría la queja al administrador del club a primera hora del día siguiente.

—Ahí están —dijo Roger, observando las aceitunas en el fondo de la copa en forma de «V», como pequeños globos oculares conservados en salmuera—. ¿Dónde están todos? —preguntó con su voz profunda—. ¿Acaso es día de fiesta? ¿La Bolsa cerró hoy? ¿Se murió el presidente?

El camarero se encogió de hombros.

—¿Dónde está todo el personal?

El hombre negó con la cabeza y Roger percibió que parecía asustado.

Roger lo reconoció; el uniforme de barman lo había confundido.

—¿Eres el jardinero, verdad? El que poda los árboles y el césped. —El jardinero vestido de barman asintió con nerviosismo y se apresuró hacia el vestíbulo.

«¡Qué extraño!», pensó. Levantó la copa de martini y miró alrededor, pero no había nadie con quien brindar ni a quien asentirle; nadie con quien conversar. Y como nadie lo estaba viendo, Roger Luss bebió dos tragos grandes y dejó la copa a la mitad. El líquido se alojó en su estómago y él dejó escapar un leve zumbido. Sacó una de las aceitunas y la escurrió antes de llevársela a la boca. La deslizó por su paladar antes de morderla con las muelas cordales.

Vio fragmentos de una conferencia de prensa en el televisor sin volumen que estaba empotrado encima de los espejos del bar. El alcalde parecía abatido y estaba rodeado de varios funcionarios. Después pasaron las imágenes de archivo donde aparecía el avión de Regis Air en la pista del JFK.

El club estaba tan silencioso que Roger miró de nuevo a su alrededor.


¿Dónde diablos están todos?

Algo estaba sucediendo. Estaba pasando algo y Roger no se estaba dando cuenta.

Bebió otro sorbo —y luego otro más—, dejó la copa en la mesa y se puso de pie. Caminó hacia el frente, echó una mirada en el
pub
, pero también estaba vacío. La puerta de la cocina al lado del
pub
estaba forrada de negro y tenía una ventana pequeña en la parte superior. Roger vio al jardinero-barman completamente solo, preparándose una carne y fumando un cigarrillo.

Cruzó la puerta principal y llegó donde había dejado su equipaje. No había empleados para pedirles que llamaran a un taxi, entonces sacó su iPhone, buscó en Internet, encontró la compañía de taxis más cercana y pidió un auto.

Estaba esperando bajo las luces altas de la entrada de la cochera y el sabor del martini comenzaba a hacerse amargo en su boca cuando oyó un grito; un llanto desgarrador en la noche, no muy lejos de allí, tal vez proveniente de Bronxville, y no de Mount Vernon. Era posible incluso que proviniera de la cancha de golf.

Roger esperó inmóvil. Sin respirar. Expectante.

Antes que el grito, le asustó más el silencio que siguió a continuación.

El taxi llegó, conducido por un hombre maduro de Oriente Próximo con un bolígrafo en la oreja, quien acomodó sonriente su equipaje en el maletero.

Roger miró la cancha y creyó ver a alguien allí, en uno de los caminos, a la luz de la luna, mientras recorrían la extensa carretera privada que había en el club.

Estaba a tres minutos de su casa. No vio ningún coche, y casi todas las casas estaban oscuras. Doblaron por Midland y Roger vio a un peatón en la acera, algo extraño a esas horas de la noche, pues no iba con su perro. Era Hal Chatfield, antiguo vecino suyo y uno de los dos miembros del club que le habían servido como fiadores para entrar en Siwanoy cuando había comprado la casa en Bronxville. Hal caminaba de una forma peculiar, con los brazos completamente rígidos, y llevaba una bata de baño abierta, una camiseta y calzoncillos.

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