Estacionó detrás de un auto plateado y sacó los implementos de su camioneta: su varilla y el carro de mano con las trampas y los venenos. Lo primero que notó fue un arroyo de agua que corría entre dos casas, constante e ininterrumpido, como si se hubiera roto una tubería. No era tan apetitoso como los desperdicios líquidos y cremosos de una alcantarilla, pero era más que suficiente para deleitar a toda una colonia de ratas.
La ventana del sótano estaba rota, rellena con trapos y toallas viejas. Podría tratarse de un simple deterioro urbano, pero también podía ser obra de los «fontaneros de medianoche», una nueva modalidad de ladrones que retiraban las tuberías de cobre para venderlas en las tiendas de artículos usados.
El banco era el propietario de las dos casas después del derrumbe de las hipotecas, pues sus propietarios habían dejado de pagar las cuotas y éste había tenido que ejecutar la hipoteca. Vasiliy se iba a encontrar con un administrador. La puerta de la primera casa no tenía seguro. El exterminador tocó el timbre y llamó. Metió la cabeza por el pasillo que conducía a las escaleras, inspeccionando los zócalos en busca de huellas y excrementos. Una persiana rota colgaba de una ventana, proyectando una sombra puntiaguda en el desvencijado piso de madera. El administrador no aparecía por ninguna parte.
Vasiliy tenía muchas cosas que hacer y no podía esperar allí. Además del atraso en su trabajo, no había dormido bien la noche anterior y quería regresar al lugar del World Trade Center a lo largo de la mañana para hablar con uno de los encargados. Vio una cartera metálica entre las balaustradas del tercer peldaño de las escaleras. El nombre de la compañía que aparecía en las tarjetas sujetas a la cartera era igual al de la orden de trabajo de Vasiliy.
—¡Hola! —llamó de nuevo, y desistió. Encontró la puerta del sótano y decidió comenzar de una vez. El sótano estaba oscuro, gracias en parte a la ventana rellena que había visto desde afuera. La luz parecía haberse apagado hacía mucho tiempo, y era improbable que el plafón del techo tuviera una bombilla. Vasiliy dejó su carro a un lado para abrir la puerta y bajó las escaleras con la varilla en la mano.
La escalera doblaba a la izquierda y lo primero que vio fue unos mocasines, y después unas piernas enfundadas en unos pantalones caquis: el administrador estaba desplomado contra la pared de piedra en aquel nido para drogadictos, su cabeza a un lado y sus ojos abiertos, con la mirada vacía.
Vasiliy había estado en demasiadas casas abandonadas en muchos sectores peligrosos de la ciudad como para apurarse a acudir en su ayuda. Miró alrededor del último peldaño de las escaleras, tratando de adaptarse a la oscuridad. El sótano no tenía nada excepcional, salvo los dos tubos de cobre cortados que estaban en el suelo.
Al lado derecho de las escaleras estaba la base de la chimenea, a un lado de la caldera. Vasiliy vio cuatro dedos sucios en el extremo inferior del mortero de la chimenea.
Alguien estaba acurrucado allí, escondido y esperándolo.
Se había dado la vuelta para subir las escaleras y llamar a la policía, cuando vio que la luz proveniente de las escaleras había desaparecido: habían cerrado la puerta. Alguien estaba al otro lado del sótano.
El primer impulso que sintió Vasiliy fue salir corriendo, y así lo hizo, llegando rápidamente a la chimenea, donde estaba acurrucado el propietario de la mano sucia. Vasiliy profirió un grito de ataque y golpeó fuertemente esos nudillos con su varilla, triturándole los huesos contra la argamasa.
El atacante se abalanzó rápidamente sobre él sin prestarle atención al dolor. «Seguramente es un adicto al crack», pensó. Sin embargo, era una niña, completamente sucia. Tenía sangre alrededor de la boca y el pecho. Vasiliy vio todo esto en fracciones de segundo, antes de que ella se abalanzara sobre él con una velocidad asombrosa, empujándolo hacia atrás con una fuerza más sorprendente aún, y golpeándolo con fuerza contra la pared, a pesar de tener la mitad de su estatura. Emitió un ruido furioso y ahogado, y cuando abrió la boca le salió una lengua inusitadamente larga. Vasiliy levantó la pierna, la pateó en el pecho y ella cayó al suelo.
Escuchó los pasos de alguien bajando por las escaleras y supo que no podría salir victorioso en medio de la oscuridad. Retiró los trapos embutidos en la ventana con rapidez.
Se dio la vuelta y vio la expresión de horror en los ojos de la niña, quien estaba justo enfrente del rayo solar, y una especie de grito angustiado salió de su cuerpo, el cual colapsó de inmediato, aniquilado y humeante. Aquello le recordó a Vasiliy la imagen que tenía de los efectos producidos por la radiación nuclear en un ser vivo, calcinándolo y disolviéndolo simultáneamente.
Todo había sucedido con una rapidez insólita. La niña —o lo que fuera— yacía disecada en el piso inmundo del sótano.
Vasiliy observó horrorizado, aunque ésa no era la palabra. Se olvidó por completo de la persona que estaba bajando las escaleras, hasta que ésta gimió al ser iluminada por la luz. Retrocedió y cayó al lado del administrador, pero logró levantarse para subir las escaleras.
Vasiliy reaccionó justo a tiempo para meterse debajo de las escaleras. Sacudió la varilla con fuerza por entre las tablas, y el hombre cayó aparatosamente. Vasiliy salió esgrimiendo la varilla mientras el hombre se ponía de pie. Su piel, antiguamente morena, era de un color amarillo y macilento, como si tuviera ictericia. Abrió la boca y Vasiliy vio que no tenía lengua, sino algo mucho peor.
Levantó la varilla y le golpeó la boca con fuerza; el hombre trastabilló y cayó de rodillas. Vasiliy lo agarró por detrás de la nuca como lo haría con una serpiente o una rata, obligándolo a mantener esa cosa fuera de su boca. Miró el rectángulo de luz irisado de polvo que había aniquilado a la niña. Sintió que el hombre intentaba desprenderse, le pegó un fuerte varillazo en las rodillas y el hombre se desplomó muy cerca del rectángulo iluminado.
Vasiliy estaba aterrorizado, pero quería ver de nuevo el efecto letal de la luz. Le dio una patada y el hombre rodó al charco de luz solar. Vasiliy lo vio sucumbir y desmoronarse en un instante, aniquilado por los rayos calcinantes que redujeron su cuerpo a cenizas y vapor.
South Ozone Park, Queens
L
A LIMUSINA DE
Eldritch Palmer entró en una bodega localizada en un parque industrial invadido por la maleza, a menos de un kilómetro del antiguo Hipódromo del Acueducto. Lo acompañaba una caravana modesta, conformada por una limusina de reemplazo por si la suya sufría alguna avería, y por una furgoneta negra acondicionada que era en realidad una ambulancia privada, equipada con su máquina de diálisis.
Una de las puertas de la bodega se abrió para que entraran los vehículos. Cuatro miembros de la Sociedad Stoneheart lo estaban esperando. Eran representantes de una subsidiaria del Grupo Stoneheart, el poderoso conglomerado de inversiones internacionales.
El señor Fitzwilliam le abrió la puerta y todos se sorprendieron al ver a Palmer: una audiencia con el presidente del conglomerado era un privilegio muy escaso.
Sus trajes oscuros eran iguales al suyo. Palmer estaba acostumbrado a su papel protagonista. Sus inversionistas lo consideraban una figura mesiánica a cuyos conocimientos del mercado financiero debían sus fortunas. Sus discípulos lo seguirían hasta el mismísimo infierno.
Palmer se sentía lleno de vigor aquel día, y se desplazaba solo con la ayuda de su bastón de caoba. La bodega de la antigua compañía fabricante de cajas estaba casi vacía. El Grupo Stoneheart la utilizaba ocasionalmente para guardar vehículos, pero el valor que tenía aquel día residía en su incinerador antiguo, simple y subterráneo, al cual se accedía por una puerta del tamaño de un horno.
Al lado de los miembros de la Sociedad Stoneheart había una cápsula hermética sobre una camilla con ruedas. El señor Fitzwilliam estaba a su lado.
—¿Algún problema? —preguntó Palmer.
—No, señor presidente —respondieron al unísono. Los dobles del doctor Goodweather y la doctora Martínez le entregaron al señor Fitzwilliam las credenciales falsas del Centro para la Prevención y Control de Enfermedades.
Palmer observó el cuerpo consumido de Jim Kent que yacía en la camilla aislada y transparente. El cuerpo del vampiro sediento de sangre estaba marchito como un fetiche tallado en la madera mohosa de un abedul. Sus músculos y sistema circulatorio se veían a través de su piel descompuesta, salvo en su garganta inflamada y ennegrecida. Sus ojos estaban abiertos, y miraba fijamente desde las cuencas de su rostro apagado.
Palmer tocó al vampiro hambriento y exánime. Sabía lo que significaba la mera supervivencia para un cuerpo mientras el alma sufre y la mente se debate en medio de las tribulaciones.
Sabía lo que se siente al ser traicionado por el propio creador.
Eldritch Palmer estaba a un paso de la emancipación. A diferencia de aquel desgraciado, Palmer estaba próximo a alcanzar la liberación y la inmortalidad.
—Destrúyanlo —dijo.
Y retrocedió, mientras la camilla era llevada al interior del incinerador y el cuerpo era arrojado a las llamas.
Estación Pennsylvania
S
U VIAJE
a Westchester para encontrar a Joan Luss, la sobreviviente del vuelo 753, se vio interrumpido por las noticias de la mañana. La localidad de Bronxville había sido cerrada por la Policía del Estado de Nueva York y por los equipos HAZMAT debido a un «escape de gas». Las grabaciones realizadas por los helicópteros de los canales noticiosos mostraban un poblado pequeño y casi inmóvil al amanecer, y los únicos vehículos que se encontraban en las calles eran las patrullas policiales. Los avances de última hora mostraban el edificio de la Oficina del Forense, en la Primera Avenida con la calle Treinta, siendo sellado con tablas, y difundían los rumores sobre un mayor número de personas que habían desaparecido en el sector, y de incidentes de pánico colectivo entre los residentes locales.
La Estación Pennsylvania era el único lugar donde podían encontrar un teléfono público. Eph estaba frente a las cabinas de plástico en compañía de Nora y Setrakian, en medio de los usuarios del tren que deambulaban por la estación.
Eph miró el listado de llamadas recientes en el teléfono de Jim, y buscó el número telefónico del director Barnes. Jim recibía casi cien llamadas diariamente, y Eph siguió mirando el listado mientras Barnes contestaba al teléfono.
—Everett, ¿realmente cree en la farsa del «escape de gas»? ¿Cuánto cree que puede durar semejante patraña en las circunstancias actuales? —le dijo Eph.
Barnes reconoció su voz.
—¿Dónde estás, Ephraim?
—¿Fue a Bronxville? ¿Vio cómo están las cosas?
—Estuve allí… Todavía no sabemos de qué se trata realmente…
—¿No sabemos? Por favor, Everett.
—Esta mañana encontraron vacía la comisaría de policía. Toda la localidad parece haber sido abandonada.
—No está abandonada. Todavía están ahí. Simplemente se están escondiendo. Vaya esta noche: el condado de Westchester le parecerá igual a Transilvania. Lo que necesita son escuadrones de ataque; soldados que vayan casa por casa como si estuvieran en Bagdad. Es la única forma, Everett.
—Lo que no queremos es crear un pánico que…
—El pánico ya está comenzando. El pánico es la respuesta más apropiada en estas circunstancias, mucho más que la negación.
—Los Sistemas DOH de Vigilancia Sindrómica de Nueva York no registran señales de ningún brote.
—Ellos sólo monitorizan patrones de enfermedad después de rastrear las salas de emergencia, las ambulancias y las farmacias, y ninguna de esas instancias encaja en este escenario. Toda la ciudad irá por el mismo camino de Bronxville si se queda cruzado de brazos.
—Quiero saber qué le hiciste a Jim Kent —dijo el director Barnes.
—Ya había desaparecido cuando fui a verlo.
—Me han informado de que estás involucrado en su desaparición.
—¿Qué cree que soy, Everett: la Sombra? Sí, estoy al mismo tiempo en todas partes. Soy un genio malvado.
—Ephraim, escucha…
—Escúcheme usted a mí. Soy un médico, y me contrató para hacer un trabajo: identificar y contener las enfermedades que pongan en riesgo la salud de la población norteamericana. He llamado para decirle que todavía no es demasiado tarde. Han pasado cuatro días desde el aterrizaje del avión y del estallido de la epidemia, pero todavía existe una oportunidad. Podemos aislarlos aquí, en la ciudad de Nueva York. Escúcheme bien: los vampiros no pueden cruzar masas de agua en movimiento. Declararemos la cuarentena en la isla y sellaremos todos los puentes…
—Sabes muy bien que no tengo esa clase de poder.
Se oyó el anuncio de un tren en los altavoces de la estación.
—Sí, estoy en la Estación Pennsylvania. Envíe al FBI si quiere. De todos modos me iré antes de que lleguen.
—Ephraim… regresa. Te prometo darte una oportunidad para que expongas tus argumentos. Trabajemos juntos en esto.
—No —dijo Eph—. Acaba de decirme que no tiene esa clase de poder. Estos vampiros, pues eso es lo que son, Everett, son virus que se encarnan, y van a invadir esta ciudad hasta que no quede ninguno de nosotros. La cuarentena es la única respuesta. Si tengo noticias de que se está moviendo en esa dirección, probablemente considere la posibilidad de regresar para ayudarle. Hasta luego, Everett…
Eph colgó el teléfono. Nora y Setrakian esperaron a que dijera algo, pero uno de los números que aparecía en el directorio había llamado la atención de Eph. Todos los contactos de Jim estaban clasificados por su apellido, a excepción de uno. Era alguien de la ciudad, a quien Jim había llamado varias veces en los últimos días. Eph seleccionó el nombre, hundió la tecla cero y esperó a que le respondiera una persona de carne y hueso.
—¿Sí? Tengo un número en mi teléfono y no recuerdo de quién es. No quiero pasar la vergüenza de llamar y no saber con quién estoy hablando. El prefijo es 212, y supongo que es el teléfono de una casa. ¿Puede hacer el favor de revisar?
Le dio el teléfono a la operadora y escuchó el tecleo del computador.
—El número está registrado a nombre del Grupo Stoneheart, piso setenta y siete. ¿Quiere la dirección del edificio?
—Por favor.
Cubrió el auricular con la mano y le dijo a Nora:
—¿Por qué Jim habría llamado a alguien del Grupo Stoneheart?