Su aliento olía a tierra y a cobre, y chasqueaba la lengua. Su voz profunda parecía una amalgama de muchas voces, como lubricada por sangre humana.
—Sardu… —susurró Setrakian, sin poder guardarse el nombre para sus adentros.
La Cosa abrió sus ojos lustrosos y resplandecientes, y por un instante fugaz parecieron casi humanos.
—Él no está solo en este cuerpo —bufó la Cosa—. ¿Cómo te atreves a llamarlo?
Setrakian tomó la estaca que tenía debajo de su cama, y la sacó lentamente…
—Un hombre tiene el derecho a ser llamado por su propio nombre antes de encontrarse con Dios —dijo Setrakian con el decoro propio de la juventud.
La Cosa gorjeó de alegría.
—Jovencito, entonces tú me puedes decir el tuyo…
Setrakian lo atacó, y la punta metálica de la estaca produjo un sonido rasgado, brillando un instante antes de apuntarla contra el corazón de la Cosa.
Pero ese instante bastó; la Cosa detuvo la estaca con sus garras a unos centímetros de su pecho.
Setrakian intentó liberarse y forcejeó con la otra mano, pero la Cosa también lo inmovilizó. Laceró a Setrakian en un costado del cuello con la punta del aguijón que tenía en la boca; fue un corte tan rápido como el parpadeo de un ojo, que bastó para inyectarle una sustancia paralizante.
Entonces agarró firmemente al joven de las manos y lo levantó de la cama.
—Pero tú no verás a Dios —añadió la Cosa—. Pues lo conozco personalmente, y sé que ya
no está…
Setrakian estuvo a un paso de desmayarse debido a la fuerza con que esas garras lo sujetaban de las manos, las mismas que lo habían mantenido con vida en el campo durante tanto tiempo. Sintió su cabeza a un paso de estallar, y jadeó con la boca completamente abierta para dejar entrar el aire en sus pulmones, pero ninguna señal de grito reveló su dolor.
La Cosa lo miró fijamente a los ojos, y le vio el alma.
—Abraham Setrakian —ronroneó—. Un nombre tan suave, tan dulce, para un chico tan lleno de energía… —Se acercó a su cara—. ¿Por qué quieres destruirme, niño? ¿Por qué crees que soy merecedor de tu ira, si ves más mortandad todavía cuando estoy ausente? El monstruo no soy yo, sino Dios. Tu Dios y el mío, el padre que nos abandonó hace tanto tiempo… puedo ver en tus ojos aquello que más temes, y no soy yo… sino el foso en llamas. Y ahora verás qué sucede cuando lo alimento contigo sin que Dios haga nada por impedirlo.
Y entonces, con un crujido brutal, la Cosa le trituró los huesos de las manos al joven Abraham.
El joven cayó al suelo, acurrucado en un ovillo de dolor, sus dedos destrozados contra el pecho. Había caído en un espacio iluminado por la luz.
Estaba amaneciendo.
La Cosa gruñó, y trató de acercársele nuevamente.
Pero los prisioneros comenzaron a despertarse, y la Cosa desapareció mientras el joven Abraham quedaba inconsciente.
Lo encontraron sangrando antes del llamado a lista y lo condujeron a la enfermería de la que los prisioneros no salían nunca. Un carpintero con las manos destrozadas no sería de ninguna utilidad en el campo, y el jefe de vigilancia autorizó su ejecución de inmediato. Fue llevado al foso ardiente con el resto de los desahuciados y le ordenaron formar una fila y arrodillarse. El humo negro, espeso y grasiento, no dejaba ver el sol inclemente. Setrakian fue obligado a desnudarse y luego lo llevaron al borde de aquel abismo, teniendo que arrastrarse con sus manos destrozadas, y temblando de miedo al observar el hueco.
El abismo ardiente, sus llamas hambrientas lamiendo sus flancos, el humo grasiento levantándose como en un ballet hipnótico; el ritmo de la línea de ejecución —el sonido del gatillo, el disparo, el leve rebote de la vaina de la bala al golpear la tierra— todo conspiró para que Abraham se sumergiera en un trance de muerte. Observó cómo las llamas consumían la carne y roían los huesos, revelando la más pura esencia del hombre: materia vil. Bultos de carne desechable, aplastada e inflamable, combustible eficaz para el carbón.
La Cosa era diestra en el terror, pero aquella crueldad sobrepasaba cualquier otra forma de exterminio, no sólo porque carecía de la más mínima dosis de piedad, sino porque era ejecutada sistemáticamente, de una manera fría y racional. Era una elección deliberada. El exterminio no estaba relacionado con la guerra en sí, y su único objetivo era la maldad. Eran hombres que habían decidido hacerle esto a otros, inventando razones, argucias y mitos para satisfacer su deseo de una forma metódica y lógica.
El oficial nazi le disparó a cada prisionero detrás de la cabeza con frialdad, arrojándolo al abismo en llamas con un puntapié. La determinación de Abraham se vino al suelo. Sintió náuseas, no por el olor ni por lo que veía, sino por la certeza de que Dios ya no estaba en su corazón. Sólo existía aquel hueco infame.
El joven lloró por su fracaso y el de su fe mientras sentía el cañón de la pistola Luger contra su piel desnuda.
Era otra boca en su cuello.
Y entonces escuchó los disparos. Un grupo de prisioneros había tomado las torres de observación, apoderándose del campo y matando a todos los oficiales que encontraban a su paso.
El oficial que fungía de verdugo huyó, dejando a Setrakian al borde del abismo en llamas.
Un polaco que estaba a su lado se levantó y empezó a correr, y el cuerpo de Setrakian se llenó de ímpetus. Empezó a correr hacia la alambrada de púas que rodeaba al campo con las manos apretadas contra su pecho.
Escuchó las ráfagas de las ametralladoras, y vio a guardias y prisioneros caer ensangrentados al suelo. El humo se elevaba, y no sólo del foso. Eran incendios que habían estallado en todo el campo. Se acercó a otros prisioneros que estaban en la cerca, unos brazos anónimos lo alzaron —pues sus manos fracturadas se lo impedían— y Abraham cayó al otro lado.
Permaneció tendido en el suelo, expuesto a las balas de los rifles y ametralladoras que desgarraban la tierra a su alrededor, y de nuevo otros brazos lo ayudaron a levantarse.
Y a medida que sus salvadores invisibles caían abatidos por las balas, Setrakian corrió hasta quedar exánime, y entonces empezó a llorar… pues aunque Dios estuviera ausente, él había encontrado al hombre. Al hombre asesino del hombre, pero también al hombre como salvador del hombre; horrores y bendiciones entregados por manos anónimas.
Todo era una cuestión de elección.
Siguió corriendo varios kilómetros, incluso cuando empezaron a llegar los refuerzos austríacos. Tenía heridas abiertas en los pies y sus dedos destrozados por las rocas, pero ahora que estaba al otro lado de la cerca nada podía detenerlo. Su mente tenía un solo propósito cuando finalmente llegó al bosque y se derrumbó en la oscuridad, ocultado por la noche.
S
etrakian intentó acomodarse en el banco, recostado contra la pared de la celda. Había pasado toda la noche en el centro de reseñas, un cuarto rodeado de vidrios, al lado de los ladrones, borrachos y pervertidos con los que estaba detenido en ese momento. Durante la larga espera, tuvo tiempo para pensar en la escena que había armado fuera de la Oficina del Forense, y comprendió que había arruinado su mejor oportunidad para contactar con el Centro para el Control de Enfermedades, a cargo del doctor Goodweather.
Era obvio que se había comportado como un anciano demente. Tal vez estaba patinando y debilitándose como un giroscopio al final de sus revoluciones. Era probable que todos los años que había esperado ese momento, y en los que había vivido entre el miedo y la esperanza, le hubieran afectado.
Las personas que envejecen aprenden a tener cuidado, se agarran bien de los pasamanos y se aseguran de seguir siendo ellos.
El único problema que tenía en ese momento era que la desesperación lo estaba enloqueciendo; estaba detenido en una comisaría de policía en el Medio Manhattan, mientras que afuera…
Sé listo, viejo tonto. Busca la manera de salir de aquí. Has escapado de lugares mucho peores que éste.
Setrakian revivió la escena en su mente. Estaba comenzando a dar su nombre y dirección, a escuchar los cargos criminales en su contra por alteración del orden público y traspaso ilegal a propiedad ajena. Estaba firmando un documento en el que certificaba ser propietario del bastón («tiene un enorme significado personal», le había dicho al sargento) y de sus pastillas para el corazón, cuando un mexicano de dieciocho o diecinueve años entró esposado. El joven estaba golpeado, tenía rasguños en la cara y la camisa rota.
Lo que le llamó la atención a Setrakian fueron los agujeros chamuscados en sus pantalones negros y en su camisa.
—¡No puede ser! —dijo el joven con los brazos esposados detrás de su espalda, mientras era conducido a empellones por los detectives al interior de la celda—. ¡Ese puto gordo estaba loco; corriendo desnudo por la calle, ¿eh? Atacando a la gente y a nosotros nos atacó! —Los detectives lo sentaron bruscamente en una silla—. Ustedes no lo vieron. Ese cabrón sangraba algo
blanco
. Tenía una maldita…
cosa
en la boca. ¡No parecía un ser
humano!
Uno de los detectives llegó al cubículo del sargento donde estaban fichando a Setrakian, secándose el sudor de la frente con una toalla de papel.
—Un mexicano loco. Es un delincuente juvenil que acaba de cumplir dieciocho años y ya ha estado dos veces en la cárcel. Esta vez mató a un hombre durante una pelea, en compañía de un cómplice. Le quitaron la ropa y trataron de arrollarlo en el corazón de Times Square.
El sargento le lanzó una mirada acusatoria y continuó tecleando con un dedo. Le hizo otra pregunta a Setrakian, pero éste no lo escuchó. Escasamente sentía su asiento, así como sus manos retorcidas y fracturadas. El pánico estuvo a punto de apoderarse de él tras la idea de confrontar algo imposible. Vio el futuro, vio familias separadas, aniquilamientos y un apocalipsis de agonías. Vio la oscuridad reinando sobre la luz, vio el infierno en la Tierra.
En ese momento, Setrakian se sintió el hombre más viejo del planeta.
De repente, su temor fue reemplazado por un impulso igualmente básico: la venganza, el deseo de enfrentarse a él una segunda vez. La resistencia, la pelea, la guerra inminente que tenía que emprender contra él.
Strigoi.
La plaga se había propagado.
Pabellón de aislamiento, Centro Médico
del Hospital Jamaica
J
UM
K
ENT
estaba acostado en la cama del hospital y farfulló:
—Esto es ridículo. Me siento bien.
Eph y Nora estaban a ambos lados de la cama.
—Digamos entonces que se trata de una medida de precaución —dijo Eph.
—No pasó nada. Debió de derribarme mientras cruzaba la puerta. Creo que me desmayé momentáneamente. Tal vez sea una contusión leve.
Nora asintió.
—Es sólo que… tú eres uno de nosotros, Jim. Queremos asegurarnos de que todo salga bien.
—Pero… ¿por qué tengo que estar en el pabellón de aislamiento?
—¿Y por qué no? —replicó Eph, intentando esbozar una sonrisa—. Ya estamos aquí. Y mira: tienes toda un ala del hospital para ti. No puedes hacer un mejor negocio que éste en Nueva York.
La sonrisa de Jim demostró que no estaba convencido.
—De acuerdo —dijo finalmente—. Pero permitidme al menos utilizar mi teléfono para sentir que estoy contribuyendo en algo.
Eph dijo:
—Creo que podemos arreglar eso después de hacerte algunos exámenes.
—Y, por favor, decidle a Sylvia que estoy bien. Debe de estar preocupada.
—Está bien —accedió Eph—. La llamaremos tan pronto nos vayamos de aquí.
Salieron de la unidad de aislamiento y se detuvieron, pues estaban profundamente conmovidos.
—Tenemos que decírselo —apuntó Nora.
—¿Decirle qué? —respondió Eph con cierta brusquedad—. Primero debemos saber de qué se trata esto.
Afuera de la unidad, una mujer con el pelo rizado y recogido con una cinta elástica se levantó de una silla de plástico que había traído del vestíbulo. Jim vivía con Sylvia, la encargada del horóscopo del
New York Post
, en un apartamento un poco más arriba de la calle 80 Este. Ella tenía cinco gatos y Jim tenía un pájaro, por lo cual el ambiente doméstico era un poco tenso.
—¿Puedo entrar a verlo?
—Disculpa, Sylvia. Son las reglas del pabellón de aislamiento: sólo puede ingresar personal médico. Pero Jim te manda decir que se siente bien.
—¿Qué piensas tú? —preguntó Sylvia, agarrando del brazo a Eph.
Eph meditó antes de responderle.
—Tiene un aspecto muy saludable, y simplemente queremos hacerle unos exámenes.
—¿Por qué lo internasteis en el pabellón de aislamiento? Me dijeron que sólo se desmayó, que se sentía un poco mareado.
—Ya sabes cómo trabajamos; nos gusta descartar los malos pronósticos y hacer las cosas paso a paso.
Sylvia miró a Nora, buscando un respaldo femenino.
—Te lo devolveremos tan pronto como podamos —le dijo Nora con gesto compasivo.
E
ph y Nora se encontraron con la administradora en la puerta de la morgue, localizada en el sótano del hospital.
—Doctor Goodweather, esto es completamente irregular. Esta puerta nunca debe estar cerrada con seguro, y le recuerdo que debemos ser informados de todo lo que sucede…