Nocturna (27 page)

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Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

BOOK: Nocturna
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—Lo siento, señora Graham —dijo Eph tras leer su carné del hospital—, pero éste es un asunto oficial del CDC. —Eph detestaba valerse de su cargo burocrático, pero ser empleado del gobierno tenía sus ventajas en algunas ocasiones. Sacó la llave que había tomado, abrió la puerta y entró con Nora—. Gracias por su cooperación —se despidió, echándole el cerrojo a la puerta.

Las luces se encendieron automáticamente. El cuerpo de Redfern yacía cubierto con una sábana en una mesa metálica. Eph sacó un par de guantes de una caja que estaba cerca del interruptor de la luz, y abrió el cajón que contenía los instrumentos de autopsia.

—Eph —le advirtió Nora, poniéndose los guantes—. Todavía no tenemos el certificado de defunción. No lo podemos abrir.

—No tenemos tiempo para ese tipo de formalidades, especialmente después de lo que le sucedió a Jim. Además, tampoco sé cómo vamos a explicar su muerte. Lo cierto del caso es que yo asesiné a este hombre, a mi propio paciente.

—En defensa propia.

—Lo sé, y tú también lo sabes. Pero realmente no puedo perder tiempo explicándole esto a la policía.

Utilizando un bisturí grande, le hizo una incisión en forma de «Y» al torso del cadáver de Redfern, con dos cortes diagonales desde las clavículas hasta encima del esternón, y uno recto en el centro, sobre el abdomen, hasta el hueso púbico. Retiró la piel y los músculos, dejando al descubierto las costillas y la región abdominal. No tenía tiempo para practicarle una autopsia completa, pero necesitaba confirmar algunos indicios que había notado en la resonancia magnética parcial que le habían logrado tomar al difunto.

Lavó la secreción blanca y líquida con una manguera, y observó los órganos vitales debajo de las costillas. La cavidad del pecho era completamente anormal, llena de masas negras alimentadas por unas terminales, unos retoños semejantes a venas, adheridos a los órganos marchitos del piloto.

—¡Virgen santísima! —exclamó Nora.

Eph examinó los retoños que tenía en las costillas.

—Lo han invadido. Mira el corazón.

Este órgano estaba deforme y contraído. La estructura arterial también estaba alterada, mientras que el sistema circulatorio se había simplificado, y las arterias estaban cubiertas por una capa oscura y cancerosa.

—Es imposible. Sólo han transcurrido treinta y seis horas desde el aterrizaje del avión —dijo Nora.

Eph hizo un corte en el cuello, dejando la garganta al descubierto.

El nuevo órgano estaba localizado en la parte central del cuello, y salía de los pliegues vestibulares. Esta protuberancia parecía actuar como un aguijón retráctil. Se conectaba directamente con la tráquea y ocupaba una gran parte de ella, a semejanza de un crecimiento cancerígeno. Eph decidió no extenderse a otras partes, y concentrarse más bien en retirar en su totalidad aquel músculo, órgano —o lo que fuera—, para estudiarlo y determinar su función.

Su teléfono sonó, y Eph se giró para que Nora pudiera sacarlo de uno de sus bolsillos con sus guantes de látex.

—Es la Oficina del Forense —señaló al leer la pantalla. Respondió la llamada y después de escuchar brevemente a su interlocutor, le dijo—: Pronto estaremos allí.

Oficina del Forense, Manhattan

E
L DIRECTOR
B
ARNES LLEGÓ
a la Oficina del Forense, localizada en la calle Treinta con la Primera Avenida, al mismo tiempo que Eph y Nora. Bajó de su auto, inconfundible con su barba en forma de candado y su uniforme de la marina. La intersección estaba llena de patrullas policiales y equipos noticiosos de la televisión, estacionados fuera de la fachada turquesa del edificio de la morgue.

Mostraron sus credenciales y llegaron al despacho del doctor Julius Mirnstein, el forense en jefe de Nueva York. Mirnstein era calvo, con mechones de pelo castaño a los lados y detrás de la cabeza. Su rostro era alargado y de expresión adusta. Llevaba la bata blanca reglamentaria sobre sus pantalones grises.

—No sabría cómo explicarlo, pero creo que alguien entró aquí anoche. —El doctor Mirnstein miró la pantalla encendida de su computador y los bolígrafos que había dejado fuera de la taza donde los guardaba—. No hemos podido comunicarnos con ninguno de los empleados del turno de noche. —Consultó de nuevo con una asistente que estaba hablando por teléfono, y ella le hizo un gesto negativo—. Síganme.

Todo parecía estar en orden, desde las mesas limpias de las autopsias, pasando por los estantes e instrumentos de disección, hasta las pesas y aparatos de medición. No había señales de vandalismo. El doctor Mirnstein los condujo al cuarto refrigerado y los dejó pasar.

El lugar estaba vacío. Las camillas seguían en su sitio, al igual que algunas sábanas y prendas de ropa. Unos pocos cadáveres yacían en las mesas del costado izquierdo, pero todas las víctimas del avión habían desaparecido.

—¿Dónde están? —preguntó Eph.

—De eso se trata: no lo sabemos —respondió el doctor Mirnstein.

El director lo miró un momento.

—¿Me está diciendo que cree que alguien entró aquí anoche y
robó
cuarenta cadáveres?

—Su teoría es tan buena como la mía, doctor Barnes. Tenía la esperanza de que su personal me diera una pista.

—Pues bien —dijo Barnes—. Ellos no salieron caminando.

—¿Qué habrá sucedido en Brooklyn y en Queens? —preguntó Nora.

—Todavía no sabemos nada de Queens —respondió el doctor Mirnstein—. Pero en Brooklyn nos informaron de que allá sucedió lo mismo.

—¿Lo mismo? —se asombró Nora—. ¿Desaparecieron todos los pasajeros del avión?

—Exactamente —señaló el doctor Mirnstein—. Les pedí que vinieran con la esperanza de que tal vez su equipo hubiera recogido los cadáveres sin nuestro conocimiento.

Barnes miró a Eph y a Nora, pero ellos hicieron un gesto negativo.

—Cielos —dijo Barnes—. Tendré que llamar a la FAA.

Eph y Nora se le acercaron antes de que saliera.

—Creo que necesitamos hablar —señaló Eph.

El director los miró a los dos.

—¿Cómo está Jim Kent?

—Tiene buen semblante y dice que se siente bien.

—Eso es bueno —se alegró Barnes—. ¿Qué tiene?

—Una perforación en el cuello a la altura de la garganta. La misma que hemos encontrado en las víctimas del vuelo 753.

Barnes frunció el ceño.

—¿Cómo puede ser?

Eph le informó del escape de Redfern de la sala de resonancias magnéticas y del ataque subsiguiente. Sacó una imagen de escáner y una radiografía de gran tamaño. La colocó sobre una pantalla translúcida y encendió la luz.

—Éste es el piloto antes de la resonancia.

La imagen mostraba los órganos principales, los cuales tenían un aspecto normal.

—¿Y bien? —dijo Barnes.

—Y ésta es la otra resonancia —indicó Eph, colocando una imagen en la pantalla, que mostraba el torso de Redfern cubierto de manchas.

Barnes se puso los lentes.

—¿Son tumores?

—Mmm… Es difícil de explicar, pero éste es un tejido nuevo que se alimenta de los órganos que hace apenas veinticuatro horas estaban en perfecto estado.

El director Barnes se quitó las gafas y frunció el ceño de nuevo.

—¿Tejido nuevo? ¿Qué demonios quieres decir con eso?

—Esto. —Eph mostró una tercera imagen de la parte interna del cuello de Redfern. El crecimiento debajo de la lengua era evidente.

—¿Qué es? —preguntó Barnes.

—Cierto tipo de aguijón —respondió Nora—. Tiene músculos, es carnoso y retráctil.

Barnes miró a Eph y a Nora.

—¿Me estáis diciendo que a uno de los sobrevivientes del siniestro aéreo le creció un aguijón y atacó a Jim con él?

Eph asintió y señaló las imágenes a modo de prueba.

—Everett, necesitamos poner en cuarentena a los demás sobrevivientes.

Barnes miró a Nora, quien asintió enfáticamente, pues estaba plenamente de acuerdo con Eph.

—¿La conclusión es que, según vosotros, este… crecimiento tumoroso, esta mutación biológica… es transmisible? —preguntó Barnes.

—Eso es lo que suponemos y tememos —contestó Eph—. Es muy probable que Jim esté infectado. Necesitamos determinar la evolución de este síndrome, independientemente de lo que sea, si queremos tener una oportunidad de detenerlo y de curar a Jim.

—¿Estáis queriendo decir que vosotros visteis este… aguijón retráctil, tal como lo llamáis?

—Sí, ambos lo vimos.

—¿Dónde está actualmente el cuerpo del capitán Redfern?

—En el hospital.

—¿Y cuál es su prognosis?

Eph se adelantó a Nora:

—Incierto.

Barnes lo miró, y empezó a sentir que algo no estaba bien.

—Lo único que pedimos —prosiguió Eph— es una orden para obligar a los sobrevivientes a recibir tratamiento médico…

—Poner en cuarentena a tres personas entraña la posibilidad de causar un pánico colectivo. Estamos hablando de un país con trescientos millones de habitantes, Eph. —Barnes observó sus rostros de nuevo, como si estuviera buscando una confirmación final—. ¿Creéis que esto está relacionado de algún modo con la desaparición de los cadáveres?

—No lo sé —respondió Eph, quien estuvo a un paso de decir: «No quiero saberlo».

—Bien —dijo Barnes—. Iniciaré los trámites.

—¿Iniciar los trámites?

—Estas cosas llevan tiempo.

—Necesitamos esta orden ya, ahora mismo —urgió Eph.

—Ephraim, lo que me has mostrado es extraño e inquietante, pero parece ser un caso aislado. Sé que estás preocupado por la salud de un colega, pero conseguir una orden federal de cuarentena significa que tengo que solicitar y recibir una orden ejecutiva del presidente, y yo no guardo ese tipo de órdenes en mi billetera. Aún no veo una señal de pandemia, y, por lo tanto, debo seguir los canales normales. Hasta entonces, no quiero que molestes a los demás sobrevivientes.

—¿Que los moleste?

—El pánico estallará aun sin que nos sobrepasemos en nuestras obligaciones. Además, si hay otros sobrevivientes cuya situación se ha agravado, ¿por qué no hemos tenido noticias de ellos?

Eph no tenía una respuesta para esto.

—Estaré en contacto.

Barnes se dirigió a hacer las llamadas telefónicas.

Nora miró a Eph, y le dijo:

—No lo hagas.

—¿Que no haga qué?

—No busques a los demás sobrevivientes. No arruines la posibilidad de salvar a Jim molestando a la abogada o asustando a los demás.

Eph estaba echando humo cuando abrieron las puertas. Dos miembros del Equipo de Emergencias Médicas entraron con una camilla en la que iba un cadáver cubierto con una bolsa, y fueron recibidos por dos empleados de la morgue. Los muertos no esperarían a que se resolviera el misterio que rodeaba este caso, simplemente seguirían llegando. Eph pensó en lo que sucedería en la ciudad de Nueva York si se presentara una verdadera epidemia. Una vez que los recursos municipales ya no dieran abasto —la policía, los bomberos, el Departamento de Sanidad y las funerarias—, la ciudad entera quedaría reducida a una hedionda pila de cadáveres en el transcurso de pocas semanas.

Un empleado de la morgue abrió la bolsa hasta la mitad. Retrocedió con los guantes de las manos chorreando un líquido blanco, el cual goteaba también de la bolsa, resbalaba por un lado de la camilla y caía al piso.

—¿Qué demonios es esto? —preguntó el empleado, completamente asqueado.

—Una víctima de tránsito —dijo uno de los técnicos—. Murió después de una pelea. No sé… seguramente lo atropello un camión de leche o algo por el estilo.

Eph sacó unos guantes del mostrador y se acercó al cadáver. Lo observó y preguntó:

—¿Dónde está la cabeza?

—Debe de estar en algún lugar —dijo el otro técnico.

Eph vio el cadáver decapitado a la altura de los hombros, y la base del cuello salpicada de pegotes blancos.

—El tipo estaba desnudo —agregó el técnico—. ¡Qué noche!

Eph terminó de abrir el cierre. El cuerpo decapitado era masculino, tenía sobrepeso y alrededor de cincuenta años de edad. Eph le examinó los pies.

Tenía un alambre alrededor del dedo gordo, como si hubiera llevado una etiqueta de identificación forense.

Nora también observó el alambre y se puso pálida.

—¿Dices que se trató de una pelea? —preguntó Eph.

—Eso fue lo que nos dijeron —contestó el técnico, abriendo la puerta para salir—. Que tengan un feliz día, y buena suerte.

Eph cerró la bolsa. No quería que nadie viera el alambre ni le hiciera preguntas que no podía responder.

Miró a Nora:

—¿Recuerdas lo que nos dijo el anciano?

Nora asintió.

—Que destruyéramos los cadáveres —recordó.

—Él sabía sobre la luz ultravioleta. —Eph se quitó los guantes de látex y pensó de nuevo en lo que podía estar creciendo en el organismo de Jim—. Tenemos que averiguar qué más sabe ese anciano.

Comisaría de policía 17,
Calle 51 Este, Manhattan

S
ETRAKIAN CONTÓ
a trece hombres que estaban con él en la celda del tamaño de una habitación, incluyendo a uno con heridas recientes en el cuello, agachado en un rincón y frotándose vigorosamente las manos con saliva.

Obviamente, Setrakian había visto cosas peores que ésta: mucho peores. En otro continente, y en otro siglo, había sido privado de la libertad durante la Segunda Guerra Mundial por ser un judío rumano, y había sido internado en el campo de concentración conocido como Treblinka.

Tenía casi diecinueve años cuando el campo fue cerrado en 1943. Si lo hubieran internado a la edad que tenía ahora, seguramente no habría sobrevivido siquiera unos pocos días, y tal vez ni el viaje en tren hasta el campo de concentración.

Setrakian miró al joven mexicano que estaba a su lado; era el primer detenido que veía fichar, y tenía casi la misma edad que él cuando la guerra terminó. Sus mejillas eran de un color azul y tenía sangre coagulada en una herida debajo del ojo, pero no parecía estar infectado.

El anciano se preocupó al ver a su amigo; estaba acostado e inmóvil en el banco de al lado.

Por su parte, Gus, que se sentía enojado, dolorido y un poco nervioso ahora que su adrenalina se había esfumado, comenzó a sospechar del anciano que lo miraba.

—¿Tienes algún problema?

Los otros detenidos miraron animados, atraídos por la posibilidad de una pelea entre un pandillero mexicano y un anciano judío.

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