—A eso me refiero —dijo el doctor Goodweather, gesticulando bruscamente con una mano—.
¿Qué
es esa cosa insidiosa?
—Los pasajeros del avión —respondió Setrakian—. Los muertos se han levantado.
Eph no supo qué decir. No podía ni quería hacerlo.
—Doctor Goodweather, usted necesita olvidarse de muchas cosas —continuó Setrakian—. Entiendo que crea correr un riesgo al confiar en las palabras de un anciano extranjero. Pero, en cierto sentido, yo estoy corriendo un riesgo mil veces mayor al confiarle esto. Lo que estamos discutiendo aquí es nada menos que el destino del género humano, aunque no espero que usted lo crea o lo entienda por ahora. Usted piensa que me está reclutando para su causa, pero lo cierto es que yo lo estoy reclutando para la mía.
E
ph puso la placa que decía transporte urgente de sangre en el parabrisas y estacionó en una zona de carga en la calle 119 Este. Caminó una manzana hacia el sur en compañía de Setrakian y Nora en dirección a la casa de empeños localizada en una esquina. El local estaba cerrado con persianas metálicas, y las ventanas con rejas y candados. Un cartel torcido decía cerrado. Un hombre con un chaquetón raído y sombrero alto y tejido —como los que utilizan los rastafaris, salvo que el hombre no tenía el pelo largo, de tal suerte que el gorro colgaba de su cabeza como un suflé colapsado— estaba frente a la puerta con una caja de zapatos en las manos, inclinando el peso de su cuerpo en un pie y luego en el otro.
Setrakian tenía un juego de llaves que colgaban de una cadena, y se dispuso a abrir los candados y las rejas de las puertas con sus manos retorcidas.
—Hoy no recibo nada —dijo, mirando de reojo la caja que llevaba el hombre.
—Mire. —El hombre sacó un juego de manteles de la caja, y una servilleta de la que sacó nueve o diez cubiertos—. Son finos. Sé que compra plata.
—Sí, así es. —Setrakian, que ya había quitado los candados de la reja, apoyó su largo bastón contra su hombro y sacó uno de los cuchillos de la servilleta, lo pesó y frotó la hoja con sus dedos. Buscó en los bolsillos de su chaleco y le preguntó a Eph—: ¿Tiene diez dólares, doctor?
Eph buscó en su billetera y sacó un billete de diez dólares. Se los entregó al hombre de la caja.
Setrakian le devolvió los cubiertos al hombre.
—Tome —le dijo—, no es plata legítima.
El hombre aceptó agradecido el dinero y se alejó con su caja bajo el brazo.
—Dios lo bendiga.
—Eso está por verse —respondió Setrakian, entrando en la tienda.
—Las luces están en la pared de allá —dijo el anciano, subiendo las persianas.
Nora encendió todos los interruptores, y las luces iluminaron los gabinetes de cristal, las vitrinas y la entrada. Era un negocio pequeño y de forma rectangular, como una cuña clavada en la calle con un martillo de madera. La primera palabra que acudió a la mente de Eph fue «chatarra»; grandes cantidades de chatarra. Antiguos reproductores de sonido, videograbadoras y otros electrodomésticos obsoletos. Había varios instrumentos musicales en una pared, incluyendo un banjo y un teclado Keytar de los años ochenta, semejante a una guitarra. También había estatuas religiosas y platos de colección; un par de tocadiscos y consolas de mezcla; una encimera de cristal con broches baratos y joyas de fantasía, además de estantes con ropa, especialmente abrigos de invierno con cuellos de piel.
Había tanta basura que Eph se desanimó un poco. ¿Le había dedicado un tiempo tan valioso a un anciano demente?
—Mire —le dijo al anciano—, tenemos a un colega en el hospital y creemos que está infectado.
Setrakian pasó a su lado y golpeó el piso con su enorme bastón. Levantó la tapa del mostrador e invitó a Eph y a Nora a que pasaran.
—Suban por acá.
Una escalera conducía a una puerta en el segundo piso. El anciano tocó la mezuzá antes de entrar, y dejó su bastón apoyado contra la pared. Era un apartamento antiguo de techos bajos y alfombras raídas. Los muebles llevaban quizá unos treinta años en el mismo lugar.
—¿Tienen hambre? —preguntó Setrakian—. Busquen y encontrarán algo. —El anciano levantó la tapa de una caja con tortas Devil Dog. Sacó una y retiró la envoltura de celofán—. No puede quedarse sin energías. Tiene que conservar sus fuerzas: las necesitará.
Mordió la torta rellena de crema y fue a su cuarto a cambiarse de ropa. Eph miró la pequeña cocina y luego a Nora. El lugar parecía limpio a pesar de su aspecto desordenado. De la mesa del comedor —que tenía una sola silla—, Nora levantó un portarretratos antiguo con la foto de una joven de pelo ensortijado que lucía un sencillo vestido de color gris oscuro, sentada sobre una roca en una playa desierta con los dedos entrelazados sobre la rodilla desnuda; sus rasgos eran agradables y tenía una sonrisa radiante. Eph regresó al corredor de la entrada y miró los espejos que había en las paredes. Había decenas de ellos, de todos los tamaños imaginables, imperfectos y deteriorados por el tiempo. Varios libros antiguos estaban apilados a ambos lados, reduciendo el espacio del corredor.
El anciano apareció de nuevo con un atuendo similar al que llevaba puesto antes: un antiguo traje de
tweed
con chaleco, tirantes, corbatín y zapatos brillantes de cuero marrón. Llevaba guantes de lana sin puntas para no lastimarse los dedos.
—Veo que colecciona espejos —dijo Eph.
—Ciertos tipos. Me parece que el cristal antiguo es el más revelador.
—¿Está dispuesto a decirnos qué es lo que está sucediendo?
El anciano inclinó su cabeza hacia un lado.
—Doctor, esto no es algo que uno pueda decir así como así; es algo que debe ser revelado. —Avanzaron hacia la puerta por la que habían entrado—. Sigan, por favor.
Eph fue el último en bajar las escaleras. Cruzaron el primer piso donde estaba la casa de empeño, y siguieron por otra puerta, hasta llegar a una escalera de caracol que conducía al sótano. El anciano descendió lentamente, deslizando su mano retorcida por el pasamanos de hierro, mientras su voz resonaba por el pasaje estrecho.
—Me considero un depositario de la sabiduría antigua, de la tradición de los hombres que me antecedieron, y de los libros olvidados hace ya mucho tiempo: de un conocimiento acumulado a lo largo de toda una vida de estudios.
—Usted nos dijo varias cosas fuera de la morgue —comentó Nora—. Una de ellas era que los muertos del avión no se estaban descomponiendo normalmente.
—Es correcto.
—¿En qué se basa?
—En mi experiencia.
Nora se sintió confundida.
—¿En su experiencia con otros accidentes de aviación?
—El hecho de que estuvieran en un avión es completamente fortuito. Lo cierto es que he visto este fenómeno anteriormente en Budapest, en Basra, en Praga, y a menos de diez kilómetros de París. Lo he visto en una pequeña aldea de pescadores a orillas del río Amarillo. Lo he visto a dos mil metros de altura en las montañas Altai de Mongolia. Y sí, también lo he visto en este continente. He visto rastros, generalmente descartados como un trematodo, o explicados como rabia o esquizofrenia, locura, o, más recientemente, como los crímenes de un asesino en serie…
—Espere, espere. ¿Usted ha visto personalmente cadáveres que se descomponen lentamente?
—Sí, es la primera etapa.
—La primera etapa… —repitió Eph.
Las escaleras terminaban frente a una puerta cerrada. Setrakian sacó una llave solitaria que colgaba de una cadena que llevaba en el cuello. Los dedos retorcidos del anciano abrieron dos candados, uno grande y otro pequeño. La puerta se abrió y unas luces incandescentes se encendieron automáticamente. Ellos lo siguieron.
Lo primero que le llamó la atención a Eph fue la armadura de un caballero medieval, una cota de malla, el torso de un
samurai
japonés, varios escudos, así como otra indumentaria más burda, elaborada con cuero y lana para proteger el cuello, el pecho y la entrepierna. También había armas: espadas y cuchillos de hojas de acero frías y brillantes. Otros artículos de apariencia más moderna estaban dispuestos en una mesa antigua y baja, con las baterías en sus cargadores. Reconoció que eran lentes de visión nocturna y pistolas de clavos modificadas. Y más espejos, la mayoría de bolsillo, dispuestos de tal manera que podía verse observando asombrado esta galería de… ¿de qué?
—La tienda —el anciano señaló el piso de arriba— me ha permitido vivir decentemente, pero no me incursioné en este negocio porque sintiera una atracción por los radiotransistores y las joyas de fantasía…
Cerró la puerta y las luces que había alrededor del marco se oscurecieron. Eran tubos púrpura que Eph reconoció como lámparas ultravioletas, dispuestos alrededor de la puerta como campos de fuerza.
¿Estaban ahí para evitar que entraran los gérmenes, o para mantener alejadas a otras criaturas?
—No —continuó el anciano—. La razón por la cual elegí este oficio es porque me ofrecía acceso directo al mercado negro de artículos esotéricos, antigüedades y libros. Algo subrepticio, aunque no siempre ilegal. Los he adquirido para mi colección personal, y para mis investigaciones.
Eph miró de nuevo a su alrededor. Todo parecía más una colección de museo que un pequeño arsenal.
—¿Para sus investigaciones?
—Así es. Durante muchos años fui profesor de literatura y folclore eslavos en la Universidad de Viena.
Eph lo evaluó de nuevo con la mirada. Era obvio que se vestía como un profesor vienés.
—¿Y se retiró para convertirse en prestamista y curador al mismo tempo?
—Yo no me retiré. Me obligaron a irme. Caí en desgracia. Ciertas fuerzas se aliaron en contra mía. Y, sin embargo, ahora que veo las cosas en términos retrospectivos, llevar una vida clandestina me salvó la vida. De hecho, fue lo mejor que pude hacer. —Se dio la vuelta para mirarlos, entrelazando las manos detrás de la espalda como un profesor—. Esta peste que estamos presenciando ahora en sus fases más tempranas ha existido durante varios siglos; durante milenios. Sospecho, aunque no puedo demostrarlo, que se remonta a los tiempos más antiguos.
Eph asintió, sin entender del todo las palabras del anciano, pero satisfecho de que la conversación progresara.
—Entonces estamos hablando de un virus.
—Sí, de un tipo de virus. De la cepa de una enfermedad que corrompe tanto la carne como el espíritu. —El profesor se encontraba en una posición en la cual, desde la perspectiva de Eph y Nora, las espadas exhibidas en la pared de atrás parecían salir de él como alas de acero—. ¿Es un virus? Sí. Pero también me gustaría mencionar otra palabra que comienza con la letra «v».
—¿Cuál?
—Vampiro.
Esta palabra permaneció flotando un rato en el aire.
—Ustedes deben de estar pensando —dijo Setrakian con aire académico— en una persona sobreactuada y temperamental con una capa de satén negro. En una figura elegante y poderosa que oculta sus colmillos. En un alma atormentada que lleva encima la maldición de la vida eterna. O incluso en un híbrido entre Bela Lugosi y Abbott y Costello.
Nora inspeccionó de nuevo el cuarto.
—No veo crucifijos, agua bendita ni ristras de ajos.
—El ajo tiene ciertas propiedades inmunológicas interesantes, y puede ser útil, de modo que su presencia en la mitología es comprensible en términos biológicos. Pero ¿crucifijos y agua bendita? —objetó Setrakian, encogiendo los hombros—. Son productos de una época concreta, de la febril imaginación irlandesa de un autor Victoriano, y del ambiente religioso de aquellos días.
Setrakian esperaba que sus rostros denotaran algo de escepticismo.
—Siempre han estado entre nosotros —prosiguió—. Anidando y alimentándose en secreto y en la oscuridad, porque así es su naturaleza. Originalmente son siete, y son conocidos como los Ancianos, los Maestros. No hay uno por cada continente, ni son seres solitarios por naturaleza. Al contrario, establecen clanes. Hasta hace muy poco, es decir, teniendo en cuenta su longevidad indefinida, se habían propagado a lo largo y ancho de la masa continental más grande de todas, lo que actualmente conocemos como Europa y Asia, la Federación Rusa, la península Arábiga, y el continente africano. Es decir, por el Viejo Mundo. Sin embargo, hubo un cisma, un conflicto entre ellos. Desconozco la naturaleza de su desacuerdo. Baste con decir que dicha ruptura antecedió en varios siglos al descubrimiento del Nuevo Mundo. Posteriormente, la fundación de las colonias americanas les abrieron las puertas a una tierra nueva y fértil. Tres de ellos permanecieron en el Viejo Mundo, y otros tres se dirigieron al Nuevo. Las dos partes respetaron los dominios de la otra, concertando y manteniendo una tregua.
»El problema fue el séptimo Anciano. Es un pícaro que traicionó a ambas facciones. Aunque no puedo demostrarlo en este momento, la naturaleza abrupta de este acto me hace creer que él está detrás de esto.
—¿De esto? —dijo Nora.
—De esta incursión al Nuevo Mundo. De haber violado la tregua solemne y de perturbar el equilibrio de la existencia de su estirpe. Lo que básicamente supone un acto de guerra.
—Una guerra de vampiros —dijo Eph.
Setrakian sonrió para sus adentros.
—Usted lo simplifica porque no puede creerlo; fue educado para dudar y desacreditar, para reducirlo todo a un pequeño conjunto de conceptos conocidos y poder digerirlos fácilmente. A fin de cuentas, usted es un médico, un científico, y estamos en América, donde todo es conocido y entendido, donde Dios es un déspota benévolo y el futuro siempre debe ser brillante. —Aplaudió con sus manos contrahechas y se llevó las yemas de los dedos a los labios en actitud pensativa—. El espíritu está aquí, y es hermoso. Lo digo en serio, y no en señal de burla. Es maravilloso creer sólo en aquello que
queremos
creer y descartar el resto. Respeto su escepticismo, doctor Goodweather. Y le digo esto con la esperanza de que, a su vez, usted respete mi experiencia en este campo, y permita que mis observaciones lleguen a su mente tan científica y civilizada.