Nocturna (34 page)

Read Nocturna Online

Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

BOOK: Nocturna
11.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

Detrás de ella había varias capas apiladas de material aislante que formaban un promontorio irregular contra el extremo vertical del desván, al lado opuesto de la ventana. La lámina de fibra de vidrio estaba resquebrajada en algunos puntos, como si un animal se estuviera resguardando allí.

No se trataba de un mapache, sino de algo más grande: mucho más.

El promontorio estaba inmóvil, aunque parecía esconder algo. ¿Acaso Hermann se había enfrascado en algún proyecto extraño sin que ella lo supiera? ¿Qué oscuro secreto habría guardado allí?

Levantó el machete con la mano derecha, haló el borde de una lámina, la retiró del montón, pero no vio nada.

Retiró una segunda lámina y se detuvo al ver un brazo peludo.

Glory conocía ese brazo. También conocía la mano a la que estaba unido. Los conocía íntimamente.

No podía creer lo que estaba viendo.

Alzó el machete y retiró otra capa aislante.

Vio su camisa de manga corta, que él se ponía incluso en invierno. Hermann era un hombre presumido y se enorgullecía de sus brazos velludos. Su reloj y anillo de bodas habían desaparecido.

Glory estaba completamente aterrorizada por lo que había visto, y, no obstante, quería ver más. Haló otra capa aislante y el montículo se vino al suelo.

Hermann, su esposo muerto, yacía dormido en el desván, sobre una lámina de fibra de vidrio resquebrajada. Estaba vestido pero no llevaba medias ni zapatos; sus pies estaban completamente sucios, como si hubiera caminado descalzo.

Ella no pudo asimilar esa escena tan impactante. Sencillamente, no pudo confrontarla. Se trataba del esposo del cual creía haberse librado. Del tirano, del abusador… del violador.

Permaneció de pie ante el cuerpo tendido, el machete como una espada de Damocles, listo para caer sobre él ante el movimiento más leve.

Bajó lentamente el brazo, con el filo a un lado de su muslo. Glory advirtió que él era un fantasma. Un hombre que había regresado del mundo de los muertos, una presencia que la acecharía por siempre. Nunca podría liberarse de él.

Estaba pensando en esto cuando Hermann abrió los ojos.

Los párpados se plegaron contra las cuencas de sus ojos, los cuales miraron directamente hacia arriba.

Glory se quedó petrificada. Sintió deseos de correr y de gritar, pero no pudo hacer nada.

Hermann giró la cabeza y sus ojos se fijaron en ella. Era la misma mirada hiriente y burlona de siempre; esa mirada que siempre presagiaba malos momentos.

A ella se le ocurrió algo.

E
n ese mismo instante, y cuatro casas más abajo, Lucy Needham, una niña de cuatro años, estaba dándole una bolsa de Cheez-Its a su muñeca Baby Dear en la entrada de su casa. Lucy dejó de masticar las galletas al escuchar los gritos sofocados y los fuertes ruidos provenientes de… algún lugar cercano. Miró hacia el segundo piso de su casa y luego al norte, con una confusión inocente. Permaneció completamente inmóvil, con un pedazo de galleta anaranjada a medio masticar en su boca abierta. Acababa de oír algunos de los sonidos más extraños de su corta vida. Iba a contárselo a su papá cuando lo vio salir con el teléfono en la mano, pero su bolsa de galletas cayó al suelo. Ella las recogió y se las comió, y después de ser reprendida se olvidó del asunto.

G
lory permaneció en el desván. Resollaba en medio de fuertes arcadas, sosteniendo el machete con las dos manos. Hermann yacía descuartizado en los paneles rosados de fibra de vidrio, y las paredes del desván estaban salpicadas de blanco.

¿Blanco?

Glory tembló conmocionada al pensar en lo que había hecho.

El machete se había enterrado en una de las vigas y tuvo que zafarlo con fuerza para seguir descuartizando a su esposo.

Glory retrocedió un paso. Sintió una sensación extracorpórea; lo que había hecho era completamente impactante.

La cabeza de Hermann había rodado entre dos láminas de madera con la cara hacia abajo y una esquirla rosada de fibra de vidrio enterrada en su mejilla. Su torso estaba ensangrentado y mutilado, sus muslos cercenados hasta el fémur y el pubis secretaba un líquido blanco.

¿Blanco?

Glory sintió que le estaban tocando las pantuflas y vio sangre roja. Notó que tenía una herida en el brazo izquierdo, aunque no sentía dolor. Levantó el brazo y unas gotas gruesas y rojas cayeron al piso.

¿Blancas?

Vio algo oscuro y pequeño deslizándose. Todavía estaba poseída por la furia homicida y no podía confiar en sus ojos.

Sintió una picazón en el tobillo, debajo de sus pantuflas ensangrentadas. La picazón subió por su pierna y ella se golpeó el muslo con la parte plana de la hoja blanca y pegajosa.

Luego sintió un cosquilleo en la otra pierna, y otro más en la cintura. Creyó tener algún tipo de reacción histérica, como si estuviera siendo atacada por insectos. Retrocedió un paso y por poco tropezó con el camino de madera.

Sintió un estremecimiento inusual entre las piernas y una molestia desgarradora en el recto, como si algo se deslizara en su interior, haciéndole apretar las caderas como si evitara ensuciarse. Su esfínter se dilató, Glory permaneció inmóvil y la sensación comenzó a desaparecer. Trató de relajarse; necesitaba un baño. Sintió otro cosquilleo dentro de la manga de su blusa y una picazón ardiente en el corte de su brazo.

Un dolor desgarrador en el vientre la doblegó. El machete cayó al piso y un grito —un alarido de angustia— salió de su boca. Sintió que algo le desgarraba el brazo debajo de la carne y se arrastraba por su piel; todavía gritaba cuando otro gusano delgado salió por detrás de su cuello, se deslizó por el mentón hasta llegar a sus labios, le perforó el cuello y se escurrió por su garganta.

Freeburg, Nueva York

E
STABA OSCURECIENDO CON RAPIDEZ
cuando Eph tomaba la Cross Island Parkway para ir al condado de Nassau.

—¿Me está diciendo entonces que los pasajeros que estaban en las morgues, y que toda la ciudad anda buscando, simplemente regresaron a sus casas? —dijo Eph.

El profesor iba en el asiento trasero con el sombrero sobre sus piernas.

—La sangre busca la sangre —contestó—. Una vez se transforman, los aparecidos buscan primero a los familiares y amigos que no estén infectados. Regresan de noche para buscar a aquellos con quienes tienen un vínculo emocional, a sus seres queridos. Supongo que es un instinto de búsqueda, el mismo impulso animal que orienta a los perros extraviados a cientos de kilómetros y los lleva de nuevo a las casas de sus amos. Sus funciones cerebrales desaparecen y sus instintos animales asumen el control. Esas criaturas están motivadas por los impulsos de alimentarse, esconderse y anidar.

—¿Regresan al lugar donde sus familiares los están llorando? —intervino Nora, quien iba al lado de Eph—. ¿Para atacarlas e infectarlas?

—Para alimentarse; atormentar a los vivos es algo natural en ellos.

Eph salió de la autopista en silencio. Ese asunto de los vampiros era como ingerir comida de mala calidad: su mente se negaba a digerirla. No podía tragarla por más que la masticara.

Cuando Setrakian le había pedido que escogiera a una de las víctimas del vuelo 753, la primera que recordó fue a Emma Gilbarton, la niña que iba tomada de las manos de su madre. Le pareció una prueba que desvirtuaba la hipótesis de Setrakian: ¿cómo era posible que una niña muerta de doce años saliera de noche de una morgue en Queens y llegara hasta su casa en Freeburg?

Pero mientras se detenían frente a la casa de la familia Gilbarton, una propiedad suntuosa y de aspecto georgiano localizada en una calle ancha con casas espaciadas, Eph comprendió que solamente encontrarían a un hombre desgarrado por la pérdida de su familia, es decir, de su esposa y de su única hija.

Eph estaba un poco familiarizado con eso.

Setrakian bajó de la camioneta Explorer con su sombrero y con el largo bastón que no utilizaba para apoyarse. La calle estaba silenciosa a esa hora de la noche, y las luces resplandecían en el interior de algunas casas, pero no se veían personas por ninguna parte, y mucho menos coches circulando.

Todas las ventanas de la casa de los Gilbarton estaban oscuras. Setrakian les entregó unas lámparas con baterías y bombillas oscuras como las de las Luma, aunque un poco más pesadas.

Se acercaron a la puerta y Setrakian tocó el timbre con la empuñadura del bastón, pero no hubo respuesta. Intentó abrir la puerta con sus guantes, pues no quería dejar huellas.

Eph advirtió que el anciano estaba familiarizado con este tipo de procedimientos.

La puerta estaba firmemente cerrada.

—Vengan —dijo Setrakian. Le dieron la vuelta a la casa rodeada de una verja antigua; el jardín trasero era amplio y despejado. La luna irradiaba una luz intensa y sus cuerpos proyectaron una sombra larga sobre el césped.

Setrakian se detuvo y señaló con su bastón.

Un tabique sobresalía del sótano, y las puertas estaban completamente abiertas.

El anciano se dirigió hacia allí, seguido de Eph y Nora. Unas escaleras de piedra conducían al sótano oscuro. Setrakian observó los árboles altos que rodeaban el patio.

—No podemos entrar así sin más —dijo Eph.

—Es completamente arriesgado después del atardecer —señaló Setrakian—. Pero no podemos permitirnos el lujo de esperar.

—No, me refiero a que sería entrar ilegalmente. Primero deberíamos llamar a la policía —insistió Eph.

Setrakian le arrebató la lámpara y le lanzó una mirada de reproche.

—No entenderían lo que sucede aquí.

Encendió la lámpara, y las dos bombillas violeta emitieron una luz negra, semejante a las lámparas forenses utilizadas por Eph, aunque la luz era más caliente y brillante, y las baterías más grandes.

—¿Luz negra? —dijo Eph.

—La luz negra es simplemente UVA, una luz ultravioleta de onda larga. Es inofensiva, mientras que la UVB es de onda media y puede causar quemaduras o cáncer en la piel. Ésta —dijo alejando el rayo de luz— es una lámpara UVC de onda corta. Es germicida y se utiliza para esterilizar. Estimula y destruye los enlaces de ADN. La exposición directa es muy peligrosa para la piel humana y una verdadera arma cuando se utiliza contra un vampiro.

El anciano bajó las escaleras con la lámpara en una mano y su bastón en la otra. La luz ultravioleta ofrecía poca iluminación y parecía contribuir a la oscuridad en lugar de alumbrar. Sintieron la frescura de las paredes de piedra del sótano y vieron el brillo blanco y espectral del musgo.

Eph vio las escaleras oscuras que conducían al primer piso, una zona de lavandería y una antigua máquina de juegos flíper.

Y también un cuerpo tendido en el piso.

Era un hombre con un pijama a rayas. Se acercó a él con la determinación propia de un médico, pero se detuvo. Nora tanteó la pared al lado opuesto de la puerta y movió el interruptor, pero la luz no se encendió.

Setrakian se aproximó al hombre, sosteniendo la lámpara cerca de su cuello. El extraño resplandor índigo reveló una fisura pequeña y perfectamente recta al lado izquierdo de la garganta.

—Se ha transformado —dijo Setrakian.

El profesor le pasó la lámpara a Eph. Nora encendió la suya y alumbró su rostro, dejando al descubierto a un ser subcutáneo demencial, una máscara casi mortuoria con el ceño fruncido y sinuoso, de mirada indefinible pero indudablemente malvada.

Setrakian vio un hacha con mango de madera brillante y una reluciente hoja metálica de color rojo con visos plateados recostada contra un banco de trabajo. Regresó con ella entre sus manos torcidas.

—Espere —dijo Eph.

—Por favor, doctor, retroceda —señaló Setrakian.

—Simplemente está tendido en el piso —replicó Eph.

—No tardará en levantarse. —El anciano señaló las escaleras que conducían a las puertas abiertas del sótano sin retirar la mirada del hombre tendido en el suelo—. La niña está alimentándose de los demás. —Setrakian levantó el hacha—. Doctor, no le estoy pidiendo que me perdone. Lo único que le pido es que se haga a un lado.

Eph notó la determinación en el rostro de Setrakian y comprendió que el anciano utilizaría el arma aunque él se interpusiera. Eph dio un paso atrás. El hacha era pesada para la edad y complexión de Setrakian. La levantó con los dos brazos sobre su cabeza; la hoja metálica casi le tocaba la espalda.

Relajó los brazos y bajó los codos.

Giró su cabeza hacia las puertas abiertas y escuchó.

Eph también oyó el sonido de la hierba seca al ser aplastada. Inicialmente creyó que era un animal, pero no; eran movimientos de un bípedo.

Eran pasos humanos —o que alguna vez lo fueron—, acercándose.

Setrakian bajó el hacha.

—Manténganse en
silencio
al lado de la puerta y ciérrenla cuando entre. —Tomó la lámpara que tenía Eph y le entregó el hacha—. Ella no debe escapar.

Se dirigió al otro lado de la puerta, donde estaba su bastón. Apagó la lámpara y desapareció en la oscuridad.

Eph estaba de espaldas contra la pared. Nora estaba a su lado y ambos temblaban en aquel sótano, en medio de la oscuridad de una casa que no conocían. Los pasos se hicieron más cercanos; eran suaves y livianos.

Permanecieron a la espera. Una sombra débil se proyectó en el suelo del sótano: una cabeza y unos hombros.

La silueta comenzó a bajar las escaleras.

Eph, quien estaba a menos de tres metros de distancia con el hacha apretada contra el pecho, quedó paralizado al ver el perfil de la niña. El cabello rubio le caía sobre los hombros. Llevaba un camisón de noche que le llegaba a las espinillas. Estaba descalza, los brazos extendidos, erguida con una quietud y un equilibrio peculiar. Su pecho se expandía y contraía, pero de su boca no salía aliento alguno.

Eph no tardaría en descubrir muchas otras cosas. Por ejemplo, que los sentidos del oído y del olfato de los infectados se agudizaban notablemente; que ella podía oír la sangre de los tres circulando, que podía oler el dióxido de carbono exhalado cuando respiraban; y que la visión era el menos agudo de sus sentidos. Se encontraba en una fase en la que los colores se hacían borrosos, y su vista térmica —la capacidad de «leer» señales de calor como halos monocromáticos— aún no se había desarrollado del todo.

Avanzó unos pocos pasos, evitando el rayo de luz y adentrándose en la oscuridad del sótano. Un fantasma había entrado allí. Eph debía cerrar la puerta, pero se quedó petrificado por la presencia de la niña.

Other books

Gothic Charm School by Jillian Venters
Pamela Dean by Tam Lin (pdf)
A Solstice Journey by Felicitas Ivey
Dark Voyage by Alan Furst
Corona by Greg Bear
The Soul Thief by Leah Cutter
One Little Sin by Liz Carlyle
Blooming All Over by Judith Arnold