Nocturna (28 page)

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Authors: Guillermo del Toro y Chuck Hogan

Tags: #Ciencia Ficción, Terror

BOOK: Nocturna
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—Realmente tengo un gran problema —le contestó Setrakian.

Gus le lanzó una mirada desafiante.

—Todos tenemos uno.

Setrakian vio que los demás comenzaban a retirarse. Examinó de cerca al joven. Tenía el brazo sobre la cara y el cuello, y estaba acurrucado casi en posición fetal.

Gus miró fijamente a Setrakian, y lo reconoció.

—Te conozco.

Setrakian asintió; estaba acostumbrado a eso, y dijo:

—Calle 118.

—Préstamos Knickerbocker. Sí, mierda. Una vez le partiste la madre a mi hermano.

—¿Me robó?

—Trató de robarte una cadena de oro. Ahora es un pinche drogadicto de mierda, un fantasma. Pero en aquel entonces era fuerte. Es mayor que yo.

—Debió de tener más cuidado.

—Se creía lo máximo. Por eso trató de robarte. La cadena realmente era un trofeo, y él quería pasearse con ella por el barrio. Todos le advirtieron: «No te metas con el ruco prestamista».

—Alguien rompió la ventana la primera semana que comencé a trabajar en la tienda —dijo Setrakian—. La cambié, y me senté a esperar. Agarré a un grupo de muchachos que quería romperla. Les di algo en qué pensar y les envié un mensaje a sus amigos. Eso fue hace más de treinta años, y desde entonces no he tenido un solo problema con mi negocio.

Gus miró los dedos contraídos del anciano, apenas cubiertos por los guantes de lana.

—¿Qué te pasó en las manos? ¿Te sorprendieron robando? —le preguntó.

—Nada de eso —respondió el anciano, frotándose las manos—. Es una vieja herida, y sólo recibí atención médica cuando ya era muy tarde.

Gus le mostró el tatuaje que tenía en la mano, y cerró el puño para resaltar la figura. Eran tres círculos negros.

—Es como el diseño del aviso de tu tienda.

—Es el antiguo símbolo de los prestamistas; pero el tuyo tiene un significado diferente.

—Es el símbolo de la pandilla —explicó Gus, recostándose—. Significa «robo».

—Pero nunca me robaste.

—Eso es algo que no sabes —replicó Gus sonriendo.

Setrakian observó los pantalones del joven, los agujeros chamuscados en la tela negra.

—Escuché que mataste a un hombre.

La sonrisa de Gus desapareció.

—¿Esa herida que tienes en la cara te la hicieron los policías?

Gus lo miró como si el anciano fuera una especie de informante.

—¿Qué te pasa?

—¿Le viste el interior de la boca? —le preguntó Setrakian.

Gus lo miró. El anciano se inclinó como si fuera a rezar.

—¿Qué sabes sobre eso? —le preguntó Gus.

—Sé que una plaga se ha desatado en esta ciudad, y que muy pronto se propagará por el mundo entero —respondió el anciano sin desviar la mirada.

—No se trataba de una plaga. Era un puto psicópata con una… cosa que salía de… —Gus se sintió ridículo al decir esto en voz alta—. ¿Qué chingados era eso?

—Peleaste contra un hombre muerto, poseído por una enfermedad —le contestó Setrakian.

Gus recordó la cara del hombre, inexpresivo y hambriento, y su sangre blanca.

—¿Qué dices? ¿Un pinche zombi?

—Digamos que más bien se trata de un hombre con capa negra, colmillos y acento extraño —le respondió Setrakian. Se dio la vuelta para que Gus pudiera oírlo mejor—. Quítale la capa, los colmillos y el acento extraño. Quítale todo lo extravagante que pueda tener. —Gus pensó en las palabras del anciano. Ese hombre debía saber algo. Su voz lúgubre y su melancolía eran contagiosas—. Escúchame lo que voy a decirte —continuó el anciano—. Este amigo tuyo ha sido infectado. Se puede decir que ha sido… mordido.

Gus miró a Félix, quien estaba inmóvil.

—No, no. Él sólo… los policías lo noquearon.

—Él está cambiando; está en medio de un proceso que va más allá de nuestra comprensión, una enfermedad que convierte a los seres humanos en no-humanos. Esta persona ya no es amiga tuya. Se ha transformado.

Gus recordó al hombre gordo encima de Félix, su abrazo maniático y su boca en el cuello de su amigo. Y luego la mirada de Félix: la expresión de sorpresa y terror.

—¿No ves lo caliente que está? Es su metabolismo. Se requiere de una gran energía para la transformación; son cambios dolorosos y catastróficos que están ocurriendo ahora mismo en el interior de su cuerpo, y un órgano parasitario se está desarrollando para que ese nuevo ser se adapte. Él se está metamorfoseando en un organismo alimentador. Muy pronto, de doce a treinta y seis horas desde el momento de la infección, pero muy probablemente esta noche, él se levantará sediento. Y no se detendrá ante nada para calmar sus ansias.

Gus observó al anciano como si estuviera en un estado de animación suspendida.

—¿Quieres a tu amigo? —le preguntó Setrakian.

—¿Qué? —respondió Gus.

—Me refiero a si lo honras y respetas. Si quieres a tu amigo, debes aniquilarlo antes de que se transforme por completo.

Los ojos de Gus se oscurecieron.

—¿Destruirlo?

—Bueno… matarlo. De lo contrario, él también te transformará a ti.

Gus meneó la cabeza lentamente.

—Pero… si dices que ya está muerto… ¿cómo puedo matarlo?

—Hay ciertas formas —respondió Setrakian—. ¿Cómo mataste al que te atacó?

—Con un cuchillo. Le corté la chingadera esa que le salía de la boca.

—¿La garganta?

Gus asintió.

—Sí, y luego un camión le terminó de partir la madre.

—Separar la cabeza del cuerpo es la forma más eficaz. La luz solar también es muy efectiva: los rayos directos del sol. Adicionalmente, hay otros métodos más antiguos.

Gus miró a Félix; estaba acostado, sin moverse, casi sin respirar.

—¿Por qué nadie sabe esto? —preguntó Gus. Se dio la vuelta y miró a Setrakian, preguntándose cuál de los dos estaba más loco—. Oye, anciano, ¿quién eres realmente?

—¡Elizalde! ¡Torres!

Gus estaba tan absorto en la conversación que no vio a los policías entrar en la celda. Miró después de escuchar su nombre y el de Félix, y vio que cuatro policías con guantes de látex se acercaron, listos para dominarlos. Gus fue levantado del banco antes de saber qué sucedía.

Después agarraron a Félix de la espalda y le dieron una palmada en las piernas. No pudieron despertarlo y se lo llevaron a la fuerza. Su cabeza quedó inclinada sobre su pecho, arrastrando los pies cuando se lo llevaron.

—Escuchen, por favor. —Setrakian se puso de pie—. Ese hombre está enfermo; peligrosamente enfermo. Tiene una enfermedad contagiosa.

—Para eso tenemos guantes, abuelo —dijo uno de los policías. Le apretaron los brazos a Félix mientras lo sacaban arrastrado por la puerta—. Siempre estamos lidiando con enfermedades contagiosas.

—Deben aislarlo, ¿comprenden? Deben encerrarlo solo —agregó Setrakian.

—No se preocupe, abuelo. Siempre les damos un trato preferencial a los asesinos.

Gus fijó su mirada en el anciano mientras cerraban las rejas y los guardias se lo llevaban.

Grupo Stoneheart, Manhattan

É
SA ERA
la habitación de un hombre muy importante.

Completamente automatizada y con la temperatura controlada; los botones de la consola al alcance de la mano. El sonido de los humidificadores en concierto con el zumbido del ionizador y el susurro del sistema de filtración de aire eran como el arrullo protector de una madre. Todos los hombres, pensó Eldritch Palmer, deberían quedarse dormidos cada noche en úteros artificiales y dormir como bebés.

Aún faltaban varias horas para que amaneciera, y él estaba impaciente. Palmer murmuró con el mismo beneplácito de un banquero codicioso ahora que todo estaba en movimiento, la cepa del virus propagándose por la ciudad de Nueva York con la misma fuerza exponencial de los intereses compuestos, duplicándose a sí misma cada noche. Ningún éxito financiero —y eso que había tenido muchos— lo había alegrado tanto como esta empresa inconcebible.

El teléfono de su mesa de noche vibró una vez y el auricular se iluminó. Todas las llamadas a ese teléfono tenían que pasar por el filtro del señor Fitzwilliam, su enfermero y asistente, un hombre de un juicio y una discreción extraordinarios.

—Buenas noches, señor.

—¿Quién es, señor Fitzwilliam?

—El señor Jim Kent. Dice que es urgente. Se lo pasaré.

El señor Kent, miembro de la Sociedad Stoneheart, dijo:

—¿Sí? ¿Hola?

—Adelante, señor Kent.

—¿Me escucha? No puedo hablar en voz alta…

—Adelante, señor Kent. Lo escucho. Nuestra última conversación telefónica se cortó.

—Sí. El piloto escapó antes de que terminaran de hacerle los exámenes.

Palmer sonrió.

—¿Entonces ya se marchó?

—No. No sabía qué hacer; así que lo seguí por el hospital hasta que el doctor Goodweather y la doctora Martínez lo encontraron. Dijeron que Redfern está bien, pero no puedo confirmar su estado. En estos momentos me encuentro solo. Y hace un momento le oí decir a una enfermera que los doctores del proyecto Canary entraron en un cuarto del sótano y lo cerraron con seguro.

Palmer pareció preocuparse.

—¿Dónde se encuentra usted en este momento?

—En el pabellón de aislamiento. Es simplemente una medida de precaución. Creo que Redfern me golpeó. Quedé inconsciente.

Palmer guardó silencio durante un momento.

—Entiendo.

—Si usted me explica exactamente lo que debo hacer, yo podría ayudarle más…

—¿Dijo que tomaron un cuarto del hospital?

—Sí, en el sótano. Podría ser la morgue. Tendré más información dentro de poco tiempo.

—¿Cuándo? —preguntó Palmer.

—Una vez salga de aquí. Necesitan hacerme algunos exámenes.

Palmer recordó que Jim Kent no era un epidemiólogo, sino un funcionario administrativo del proyecto Canary sin ninguna formación médica.

—Parece como si tuviera la garganta irritada, señor Kent.

—Así es. Me está comenzando a doler.

—Mmm. Feliz día, señor Kent.

Palmer colgó. La situación de Kent era insignificante, pero la información sobre la morgue del hospital era verdaderamente preocupante. Sin embargo, en toda empresa ambiciosa siempre se presentan obstáculos que deben superarse. Toda una vida de negociaciones le había enseñado al magnate que los reveses y las dificultades hacen que la victoria final sea muy dulce.

Tomó el auricular de nuevo y presionó el botón de la estrella.

—Sí, señor.

—Señor Fitzwilliam. Hemos perdido nuestro contacto con el proyecto Canary. No conteste las llamadas de su teléfono móvil.

—Sí, señor.

—Necesitamos enviar un equipo a Queens. Y también es probable que tengamos que sacar algo del sótano del Hospital Jamaica.

Flatbush, Brooklyn

A
NN
-M
ARIE
B
ARBOUR
revisó de nuevo para asegurarse de haber cerrado las puertas con seguro e inspeccionó dos veces la casa —cuarto por cuarto, y piso por piso—, tocando dos veces cada espejo para poder tranquilizarse. No podía pasar por ninguna superficie reflectante sin dejar de tocarla con el dedo índice y el medio de la mano derecha, para asentir a continuación con un gesto parecido a la genuflexión. Repitió el ritual otras dos veces, y limpió cada superficie con una mezcla de Windex y agua bendita hasta quedar satisfecha.

Creyó haber recobrado de nuevo el control y llamó a su cuñada Jeanie, quien vivía en el centro de Nueva Jersey.

—Están bien —dijo Jeanie, refiriéndose a los niños, a quienes había recogido el día anterior—. Se han comportado muy bien. ¿Cómo está Ansel?

Ann-Marie cerró los ojos y se le salieron las lágrimas.

—No lo sé.

—¿Ha mejorado? ¿Le diste la sopa de pollo que le llevé?

A Ann-Marie le preocupaba que su cuñada descubriera que estaba nerviosa.

—Yo te… yo… te llamaré.

Colgó y miró las tumbas por la ventana de atrás. Eran dos parches de tierra revuelta, y pensó en los perros que estaban enterrados allí.

Pero sobre todo en Ansel. En lo que les había hecho a
Pap
y a
Gertie
.

Se frotó las manos y recorrió la primera planta de su casa. Sacó un cofre de caoba del bufete del comedor que contenía el juego de cubiertos de plata que le habían regalado en la boda. Estaba brillante y reluciente. Era su alijo secreto, escondido allí como otra mujer lo haría con una provisión de dulces o un frasco de calmantes. Palpó cada utensilio, pasando la yema de los dedos por la superficie de plata y luego por sus labios. Creyó que se desmoronaría si no tocaba cada uno de los cubiertos.

Luego fue a la puerta de atrás. Se detuvo allí, agotada, con la mano en el pomo, pidiendo orientación y fortaleza. Rezó para poder entender lo que estaba sucediendo, y para vislumbrar el camino a seguir.

Abrió la puerta y bajó los peldaños que conducían al cobertizo, desde el cual había sacado los cadáveres de los perros, sin saber qué otra cosa hacer, pero afortunadamente había encontrado una pala vieja debajo del porche de enfrente. Se detuvo a un lado del cobertizo, frente a los crisantemos naranjas y amarillos plantados debajo de una ventana pequeña de cuatro paneles. Dudó antes de mirar adentro, protegiendo sus ojos de la luz del sol. Los implementos de jardinería estaban colgados de las paredes interiores, y las herramientas guardadas en los estantes, frente a un pequeño banco de trabajo. Los rayos solares que se filtraban por la ventana formaron un rectángulo perfecto en el suelo de tierra apisonada, y la sombra de Ann-Marie se proyectó sobre la estaca de metal. Una cadena igual a la que había en la puerta estaba amarrada al poste, pero no pudo ver uno de los extremos. El piso mostraba señales de excavación.

Se detuvo frente a las puertas encadenadas y escuchó.

—¿Ansel? —dijo apenas con un susurro. Escuchó de nuevo, y al no oír nada, puso su boca en la abertura de un centímetro que había entre las puertas combadas por la lluvia—. ¿Ansel?

Escuchó un ronroneo. El sonido vagamente animal la aterrorizó… y, no obstante, la reconfortó al mismo tiempo.

Él todavía estaba adentro. Todavía estaba con ella.

—Ansel… no sé qué hacer… por favor… dime qué hago… no puedo hacer nada sin ti. Te necesito, cariño. Por favor, responde. ¿Qué voy a hacer?

Escuchó de nuevo el sonido, como si escarbaran la tierra. Era un sonido gutural, como el de una tubería atascada.

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