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Authors: Dan Wells

Tags: #Intriga, Terror

No soy un serial killer (16 page)

BOOK: No soy un serial killer
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—Vaya mierda, tío —dijo. Los chicos que lo rodeaban sacudieron la cabeza.

—Esto pasa siempre con los asesinos en serie —dije—. Sea lo que sea lo que necesita, una muerte al mes ya no lo satisface. Es como una adicción: después de un tiempo no te basta con un cigarrillo, sino que necesitas, dos, tres, un paquete entero o lo que sea. Está perdiendo el control y va a empezar a matar más a menudo.

—De eso nada —dijo Brad acercándose a mí todavía más—. Han hallado los cadáveres en un coche, lo que significa que pueden encontrar a este cabrón por la matrícula. Entonces yo mismo iré a su casa y lo mataré.

Los otros chavales asintieron con expresión seria. La caza de brujas había empezado.

***

Brad no era el único que quería venganza. La policía no reveló el nombre del dueño del coche, pero un vecino reconoció el vehículo en las noticias de las seis y a las diez de la noche había una muchedumbre fuera de la casa del tipo del coche, lanzando piedras y pidiendo sangre. Carrie Walsh seguía ocupándose de la noticia y la cámara mostró una imagen de ella agazapada junto a la unidad móvil; detrás de ella el gentío gritaba consignas de odio delante de la casa.

«Soy Carrie Walsh de Five Live News, emitiendo desde el condado de Clayton, donde, como pueden ver, la gente empieza a perder los estribos.»

Reconocí al padre de Max entre la turba; chillaba y sacudía el puño. Seguía llevando el pelo muy corto, al estilo de la infantería, como cuando estuvo en Irak. Tenía el rostro rojo de ira.

«La policía se encuentra aquí —dijo Carrie—, desde antes de que se formara esta muchedumbre. Éste es el hogar de Susan y Greg Olson, y su hijo de dos años. El señor Olson es un obrero de la construcción, además del dueño del coche en el que hoy se han encontrado los cadáveres de dos policías. El paradero del señor Olson es desconocido, pero la policía lo busca en relación con los asesinatos. Hoy han venido a interrogar a la familia y a protegerla.»

En ese momento el gentío se puso a gritar aún más alto y la cámara giró y enfocó a un hombre —el mismo miembro del FBI de antes, el agente Forman—, que acompañaba a una mujer y a un niño que salían de la casa. Un policía local los seguía con una maleta y varios más se ocupaban de mantener a la muchedumbre a raya. Carrie y el cámara se abrieron paso a través de la gente y ella gritó algunas preguntas a la policía. Los agentes ayudaron a la señora Olson y a su hijo a sentarse en los asientos traseros del coche patrulla y el agente Forman se dirigió a la cámara. Por todas partes había gente indignada que gritaba y cantaba: «Casada con un asesino.»

«Disculpe —dijo Carrie—, ¿puede decirnos qué está pasando?»

«Susan Olson va a ser custodiada por su seguridad y la de su hijo —hablaba rápidamente, como si hubiera preparado el discurso antes de salir de la casa—. En este momento todavía no sabemos si Greg Olson es sospechoso o víctima, pero lo que sí es cierto es que es una persona de interés para el caso y estamos trabajando las veinticuatro horas del día para encontrarlo. Gracias.»

El agente Forman entró en el coche y éste arrancó. Dejaron atrás a varios policías para acallar a la muchedumbre y restaurar el orden.

Carrie tenía cara de querer quedarse todo lo cerca de la policía que pudiera y le temblaban las manos. Pero encontró un miembro del gentío y se puso a entrevistarlo. Me quedé alucinado al ver que era el señor Layton, el director del instituto.

«Disculpe, señor, ¿puedo hacerle algunas preguntas?»

El señor Layton no estaba chillando consignas como la mayoría de las personas y parecía avergonzarse de que lo grabaran. Supuse que a la mañana siguiente le iban a echar una buena bronca en la junta de la escuela.

«Eeeh… claro», dijo entrecerrando los ojos por la luz de la cámara.

«¿Qué puede decir sobre las emociones que se están viviendo hoy en Clayton?»

«Bueno, mire a su alrededor. La gente está enfadada, muy enfadada. Se están dejando llevar. Las muchedumbres siempre se comportan de manera estúpida, lo sé, sólo que en ese breve momento en el que estás metido dentro de una te parece que todo tiene sentido. Ya me siento estúpido sólo por estar aquí», dijo mirando otra vez a la cámara.

«¿Tiene la sensación de que este tipo de cosas volverá a pasar con la próxima muerte?»

«Podría volver a pasar mañana —dijo el señor Layton echándose las manos a la cabeza—. Podría volver a pasar siempre que le busquemos las cosquillas a la gente del pueblo. Clayton es una comunidad muy pequeña; es probable que todos conozcamos a una de las víctimas o vivamos en el mismo vecindario que ellas. Este asesino, sea quien sea, no está matando a extraños, sino a nosotros, a personas con cara, nombre y familia. Sinceramente, no sé cuánto tiempo podrá contener nuestra comunidad ese tipo de violencia sin explotar.»

Volvió a entrecerrar los ojos mirando a la cámara y la imagen se cortó.

A su alrededor la muchedumbre empezaba a dispersarse, pero ¿hasta cuándo?

***

Las pruebas de ADN sólo tardaron unos días y prácticamente exoneraban a Greg Olson, así que la policía se encargó de que la noticia apareciera en todos los telediarios en un intento de devolverle a la señora Olson y su hijo al menos una parte de su vida. Naturalmente, también habían retirado la nieve de la escena del crimen y vieron que la acera estaba cubierta de sangre; gran parte de ella era muy seguramente del propio Olson y la encontraron en suficiente cantidad como para convertirlo en otra víctima casi con total seguridad. Empezaron a circular rumores sobre la huella de un tercer juego de neumáticos, sobre balas fantasma que fueron disparadas pero no se encontraron y, lo más importante, sobre restos de ADN que se correspondía con la misteriosa sustancia negra, sólo que en aquella ocasión el material genético no provenía del moco, sino de una mancha de sangre encontrada en el interior del coche de policía. Significaba que en la escena del crimen había cuatro personas en lugar de tres, y los forenses del FBI estaban seguros de que esa cuarta persona era el asesino en vez de Greg Olson.

Por supuesto, algunas personas empezaron a sospechar de que había una quinta.

—Hoy te veo diferente —dijo el doctor Neblin en la sesión semanal del jueves.

Llevaba cinco días destruyendo mi sistema de normas.

—¿Qué quiere decir? —pregunté.

—Sólo que estás… diferente. ¿Alguna novedad?

—Siempre me pregunta eso justo después de que alguien haya muerto.

—Siempre se te nota un poco distinto después de que alguien muera —replicó Neblin—. ¿Qué te ha parecido esta vez?

—Intento no pensar en ello —dije—. Por las normas y eso. ¿Qué le parece a usted?

Neblin hizo una pausa momentánea antes de contestar.

—Tus normas nunca te habían impedido pensar en los asesinatos. Hemos hablado bastante sobre ellos.

Menudo error más estúpido. Yo intentaba actuar como si todavía obedeciera mis propias normas, pero al parecer no se me daba muy bien.

—Lo sé, pero es que… esta vez parece diferente, ¿no cree?

—Ciertamente —dijo el doctor Neblin.

Esperó a que yo dijese alguna cosa, pero no se me ocurría nada que no sonase sospechoso. Nunca había intentado ocultarle nada y me estaba resultando complicado.

—¿Qué tal te va en el instituto?

—Bien —respondí—. Están todos muy asustados, pero supongo que es bastante normal.

—¿Tú también lo estás?

—No —dije a pesar de que lo estaba más que nunca, sólo que no por ningún motivo que él pudiera llegar a conocer—. El miedo es… si lo piensas, es extraño. La gente siempre tiene miedo de otras cosas, nunca de sí mismos.

—¿Crees que deberían tenerlo?

—Tememos las cosas que no podemos controlar: el futuro, la oscuridad o alguien que te quiere matar. Uno nunca se teme a sí mismo porque siempre sabe qué va a hacer.

—¿Tú tienes miedo de ti mismo?

Miré por la ventana y vi a una mujer en la acera, de pie sobre un montículo de nieve castigado por el viento, observando el tráfico.

—Es como esa mujer —dije señalándola—. Puede que tenga miedo de que la atropelle un coche, de resbalar en el hielo o de no tener dónde poner los pies al otro lado de la carretera, pero no teme cruzar la calle porque es una decisión propia que ha tomado ella: sabe cómo hacerlo y no debería resultarle difícil. Va a esperar hasta que no pasen coches para pisar el hielo con cuidado y hacer todo lo que esté bajo su control para mantenerse a salvo. Pero lo que la asusta es lo que no puede controlar; cosas que le podrían pasar, no las que ella hace. Por la mañana, antes de levantarse, no piensa: «Hoy espero no encontrarme ninguna calle, porque me temo que intentaré cruzarla.» Allá va.

La mujer vio que el tráfico se interrumpió y se apresuró a cruzar. No ocurrió nada.

—Ya está a salvo —continué—. No ha pasado nada de nada. Y ahora volverá al trabajo a pensar en otras cosas que le dan miedo: espero que mi jefe no me despida, que la carta llegue a tiempo, que no rechacen el talón.

—¿La conoces?

—No, pero está en esta parte del pueblo y va a pie a las cuatro de la tarde, así que solamente podría estar haciendo un par de cosas: no creo que haya venido a recoger nada porque sólo llevaba el bolso, así que las opciones más probables son el banco o correos.

Enmudecí de pronto y miré a Neblin. Nunca había teorizado sobre personas delante de él: las normas no me solían dejar pensar tanto rato sobre un extraño o una extraña cualesquiera. Quería acusarle de hacerme caer en una trampa, pero él no había hecho nada más que dejarme hablar. Le miré a los ojos buscando alguna señal de que reconociera la trascendencia de lo que había estado haciendo. Él me devolvía la mirada, pensando. Analizando.

—Buenas suposiciones —dijo Neblin—. Yo tampoco la conozco, pero seguro que tienes razón en la mayoría de cosas que has dicho sobre ella.

Estaba esperando algo; que admitiera lo que había hecho, quizá, o que le explicara por qué ese día mis normas eran tan diferentes. No dije nada.

—La última novedad sobre el asesinato del fin de semana pasado era una llamada al número de emergencias —dijo.

Oh, no.

—Al parecer, alguien llamó desde una cabina, la de la calle Main, e informó de un ataque del asesino de Clayton. Ahora mismo la teoría es que el asesino mató a Greg Olson, que algún testigo hizo la llamada y que, cuando llegaron los policías, el asesino acabó también con ellos.

—No me había enterado —dije—. Pero tiene sentido. ¿Saben quién llamó?

—No quiso identificarse —contestó Neblin—. Él o ella, no sé. La voz era un tanto aguda, por eso creen que era una mujer o un niño.

—Espero que fuese una mujer.

Neblin enarcó la ceja.

—No sé qué ocurrió esa noche —dije—, pero estoy seguro de que no es el tipo de cosas que debería ver un niño. Lo podría dejar hecho polvo.

Capítulo 11

El señor Crowley se despertaba todas las mañanas alrededor de las seis y media. No utilizaba alarma, simplemente se despertaba; décadas de trabajar en el mismo sitio, día tras día, lo habían condicionado hasta crear un hábito y entonces, mucho después de haberse jubilado, ya no podía evitarlo. Yo lo sabía porque había estado vigilándolo desde mi ventana, al otro lado de la calle, durante unos cuantos días, fijándome en qué luces se encendían y cuándo; una vez supe adonde ir, me agazapé a escuchar fuera de la casa. Normalmente no habría podido hacer algo así sin dejar huellas delatoras en la nieve, pero la suerte quiso que alguien se ocupara de dejar las aceras y caminos del señor Crowley notablemente despejados. Podía ir y venir a mi antojo.

A las seis y media de la mañana el señor Crowley se despertaba y decía alguna palabrota. Era como un reloj: un cuco viejo y vulgar que prácticamente servía para poner el reloj en hora. Que yo supiera, era el único momento del día en que decía algún juramento, y supongo que lo hacía porque le ayudaba a limpiar la mente y empezar el día con frescura, recopilando los pensamientos oscuros de la noche hasta formar una bola de mucosidad mental que podía escupir en una sola palabra. La habitación donde él dormía estaba en la esquina derecha de la parte trasera de la casa, y después de la palabrota diaria iba a oscuras hasta el baño y se lavaba, imagino que la cara, en el lavabo. Entonces se encendía la luz, se oía la cadena del baño y hacía correr el agua caliente para ducharse, de modo que la ventana exterior se empañaba. A las siete estaba vestido y en la cocina.

El desayuno lo determiné principalmente mediante el olfato; tenía un pequeño extractor sobre los fogones y cuando lo ponía en marcha los olores se vertían al exterior como en una nube. Empezaba con el calor soso del agua hirviendo, después una insinuación del fuerte olor del café instantáneo y por fin el aroma intenso del trigo machacado y el sirope de arce, que me daba hambre siempre que lo olía. Desde mi posición junto a la ventana de la cocina, podía subirme al estrecho zócalo de los cimientos de la casa, invisible desde la calle, y mirar a través de una abertura en las cortinas para verle el brazo mientras comía. Se movía arriba y abajo con lentitud y ritmo, llevándose la cuchara a la boca y bajando la mano para esperar mientras masticaba. Si quisiera podría haber avanzado un poco para ver algo más de él mientras comía, pero me arriesgaba a que me descubriese. Me contentaba con permanecer oculto; ya rellenaría los huecos con la imaginación. Cuando acababa de comer arrastraba la silla, daba seis pasos hasta el fregadero y enjuagaba el plato con un chorro de agua que sonaba como las interferencias en una emisora de radio. Normalmente era entonces cuando Kay se despertaba y bajaba a la cocina, y él le daba un beso de buenos días.

Estuve espiándolo así una semana y un día llegué a faltar a clase para averiguar qué hacía durante el día. Lo que buscaba y no era capaz de encontrar era miedo; si conseguía averiguar a qué temía —si tenía miedo de algo—, podría utilizarlo para impedirle seguir matando. Sabía que no iba camino de una pelea entre iguales; la única manera de vencer a aquel demonio era siendo más inteligente que él, conduciéndolo a una situación de inferioridad y aplastándolo como a un bicho. Para la mayoría de asesinos en serie ésa era una tarea fácil porque atacaban a personas más débiles que ellos, pero yo quería enfrentarme a algo mucho más fuerte que yo, y por eso sabía que no había ninguna posibilidad de que me tuviese miedo. Debía encontrar otra cosa que sí lo atemorizara. En cuanto lo consiguiera, podría atacarlo con eso y ver cómo reaccionaba. Si lo hacía con la suficiente fuerza, quizá fuera capaz de forzarlo a cometer un error estúpido y así tendría mi oportunidad.

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