Me quedé mirando la pantalla del televisor y me imaginé al señor Crowley en Arizona. Llamaba a una puerta, un señor la abría y Crowley le contaba una historia sobre un coche averiado o un mapa que había perdido. Le preguntaba si podía entrar, el hombre le hacía pasar y cuando le estaba dando la espalda Crowley le desgarraba la garganta y le robaba… ¿el qué? La policía no encontró el cadáver, así que nunca supieron que el asesino se había llevado un pedazo del cuerpo.
Pero ¿por qué entonces escondía los cuerpos y ahora no había hecho lo mismo con los tres primeros cadáveres? No tenía sentido. Pensando en las clasificaciones que hace el FBI, es como si hubiera pasado de ser un homicida organizado a ser uno desorganizado. Y el ataque al vagabundo le había recolocado en el lado organizado del espectro. ¿Por qué?
Las imágenes cambiaron y mostraron al agente del FBI sentado en una oficina anodina, en una entrevista que debían de haber filmado antes.
«Las pruebas de ADN continúan en el caso Clayton —dijo el agente Forman—, y la sustancia encontrada junto a las tres víctimas es una constante. No podemos identificar a quién pertenece el ADN, pero sabemos que definitivamente se trata de la misma persona.»
¿La misma persona? Eso tampoco tenía sentido. Si el moco proviene de los órganos de los que se deshace y cada uno de ellos proviene de un cadáver diferente, ¿no tendría que ser el ADN distinto también? Desgraciadamente el nivel científico de la pregunta estaba más allá de lo que se estudiaba en el instituto, así que no podía contestar yo mismo; y como basaba mis teorías en información que el agente del FBI tampoco tenía, él tampoco me aclaró nada.
«Por desgracia, Emmett T. Openshaw murió hace tanto tiempo que no es posible hacer ninguna prueba de ADN —dijo el agente—, y la sustancia encontrada en su casa no se conservó como prueba. La verdad es que no sabemos por qué esta información es relevante o si realmente lo es, sólo que el asesino no quería que saliese a la luz. Si lo anterior significa algo para usted o si cree que puede tener alguna pista, por favor, comuníqueselo a la policía. Su identidad se mantendrá en secreto. Muchas gracias.»
La pantalla volvió a mostrar a la reportera, que asentía de manera cortante y miraba a la cámara.
«Soy Carrie Walsh y éste ha sido un reportaje de Five Live News. Te devuelvo la conexión, Sarah.»
¿Cualquier pista vale? ¿Incluso las más ridículas?
Era obvio que el demonio era más que la suma de sus partes. Podía hacer que sus manos —una de las cuales pertenecía hasta hacía dos meses a un granjero— se convirtieran en las zarpas de un demonio. Necesitaba partes del cuerpo de un humano, de eso estaba bastante seguro, pero cuando las absorbía se convertían en parte de él. Adoptaban sus propiedades y fortalezas y, por lo visto, también su ADN.
Pero, si eso era verdad, ¿por qué era el ADN humano? ¿Los demonios tienen ADN?
Ridiculeces aparte, tenía que acudir a la policía. La única otra alternativa que quedaba era intentar detenerlo yo mismo y ni siquiera sabía por dónde empezar: ¿un disparo? ¿una puñalada? Había visto cómo se curaba de heridas bastante graves, así que no creía que eso fuera a servir de mucho. Además, sabía que no estaba bien. Llevaba demasiado tiempo intentando evitar tener pensamientos violentos como para caer en ellos en aquel momento. El monstruo de detrás del muro se tensó y gruñó, despierto y ansioso por quedar libre. Pero no me atrevía a dejarlo salir, ¿quién sabe de qué era capaz?
Una vez más, mi único dilema era cómo hacer que la policía me creyera. Tenía que darles algo más que mi palabra, necesitaba llevarles alguna prueba. Si fueran a echar un vistazo en casa de Crowley, seguramente no encontrarían nada porque él estaba siendo muy cuidadoso y deshaciéndose muy bien de las huellas. Si quería que se enterasen, tenían que ver lo mismo que yo: debían atraparlo en el acto, salvar a la víctima y ver las garras de demonio en directo.
La única manera de conseguir eso era observarle, seguirle y llamar justo cuando fuese a atacar. Tenía que convertirme en la sombra del señor Crowley.
Lo más difícil fue dar el primer paso: salir por la puerta, cruzar la calle y recorrer el caminito que llevaba al porche del señor Crowley. Antes de llamar vacilé. Si me había visto en el lago, si sospechaba en lo más mínimo que conocía su secreto, podía matarme allí mismo. Llamé a la puerta. Estábamos varios grados bajo cero, pero saqué las manos de los bolsillos, listo para equilibrarme si tenía que salir corriendo.
La señora Crowley abrió la puerta. ¿También sería un demonio?
—Hola, John. ¿Cómo estás hoy?
—Bien, señora Crowley. ¿Y usted?
Oí un crujido detrás de ella, dentro de la casa; era el señor Crowley yendo lentamente de una habitación a otra. ¿Sabía ella lo que era él?
—Bien, gracias. ¿Qué te trae por aquí una tarde tan fría?
La señora Crowley era vieja y pequeña, la ancianita más típica que he visto nunca. Llevaba gafas y en ese momento me di cuenta de que él no: ¿robaba ojos siempre que los viejos se le gastaban?
—Anoche nevó —dije—, quiero despejarles los caminos.
—¿El Día de Acción de Gracias?
—Sí. La verdad es que no tengo nada más que hacer.
La señora Crowley sonrió tímidamente.
—Ya sé por qué has venido… Quieres un chocolate caliente.
Sonreí; una sonrisa practicada con mucho cuidado, diseñada para que me diera exactamente el aspecto de un niño de doce años al que han pillado con una trampa inocente. Había estado ensayándola toda la noche. La señora Crowley me daba chocolate siempre que le retiraba la nieve de las salidas; era el único momento que me invitaban a entrar. Aquel día fui allí porque necesitaba que me invitasen a entrar: tenía que ver si el señor Crowley estaba sano o enfermo y lo mal que se encontraba. Tarde o temprano iba a tener que matar de nuevo, y, si yo quería que la policía lo pillara en el acto, necesitaba saber exactamente cuándo iba a ocurrir.
—Ahora mismo lo pongo en el fuego —dijo—. La pala está en el cobertizo.
Cerró la puerta y yo rodeé la casa; mis pasos hacían crujir la nieve suavemente. Aquello había empezado.
El señor Crowley salió al porche unos minutos más tarde: la viva imagen de la salud. Caminaba erguido, con la cabeza bien alta, y no tosió ni una sola vez. Las nuevas extremidades le estaban dando buen resultado. Se acercó hasta el pasamanos del porche y me observó. Intenté no hacerle caso, pero estaba demasiado nervioso como para darle la espalda. Me incorporé y me volví hacia él.
—Buenas tardes —dije.
—Buenas tardes, John —contestó; estaba más alegre de lo que le había visto nunca. No podía identificar si sospechaba de mí o no.
—¿Ha tenido un buen Día de Acción de Gracias?
—Ha estado bien —respondió—. Ha estado bien. Kay hace un pavo de primera; el mejor de todo el estado, creo yo.
No me estaba vigilando, sino que miraba a todas partes: la nieve, los árboles, las casas, todo. Diría que estaba feliz y supongo que esto era lógico: tenía un par de flamantes pulmones nuevos y literalmente era como si hubiera vuelto a la vida. Me preguntaba cuánto tiempo le iba a durar.
No me iba a matar y tampoco parecía sospechar que yo conociera su secreto. Satisfecho de que por ahora yo estuviera a salvo, volví a apartar paladas de nieve.
Durante las dos semanas siguientes pasé los días quitando nieve y las noches rezando por que cayera más. Cada dos o tres días buscaba una excusa nueva para ir a ver a los Crowley: despejar la última nevada, cortar leña para el fuego o ayudarles a cargar la compra. El señor Crowley estaba más amable que nunca: hablaba y bromeaba con su mujer y la besaba. Parecía un dechado de buena salud, hasta que un día, descargando una bolsa de la compra, descubrí un laxante.
—Tiene la tripita mal —dijo la señora Crowley con una sonrisa traviesa—. Ya no podemos comer como antes; las cosas empiezan a fallarnos.
—Vaya, creía que estaba sanísimo.
—Es un problema de nada; la digestión —dijo—. No hay de qué preocuparse.
Bueno, no a menos que el señor Crowley se haya encaprichado de tu sistema digestivo.
Sin embargo no temía por ella. Seguramente no valía la pena robar unos órganos de setenta años de edad, pero no era sólo por eso. La trataba muy bien, la saludaba con un beso cada vez que entraba en la habitación donde estaba ella. Aunque no fuera más que una tapadera, a ella no iba a hacerle daño.
El 9 de diciembre, un sábado bien entrada la noche, el señor Crowley salió discretamente de casa y le quitó las matrículas a su coche. Yo estaba completamente vestido, vigilando desde la ventana y, tan pronto como guardó las matrículas y se marchó con el coche, bajé a hurtadillas y salí por la puerta lateral. El viento soplaba lo suficiente como para atravesar la bufanda y helarme la cara, y no tenía más remedio que ir despacio para no perder el equilibrio sobre las carreteras heladas. Había quitado los reflectores de la bici y en aquella negrura era prácticamente invisible, pero no tenía miedo de que me atropellaran. Las calles estaban prácticamente desiertas.
El señor Crowley también conducía lentamente y seguí los pilotos traseros a cierta distancia. A esas horas lo único que estaba abierto era el hospital y el Flying J, uno en cada punta del casco urbano. Supuse que iba a este último para coger a alguien que pasara por allí, pero la verdad es que se dirigió poco a poco hacia el diminuto centro urbano. Tenía sentido: a esas horas seguramente estaba totalmente solitario, y si encontraba a alguien lo podría matar con total impunidad. No había comercios abiertos ni casas ni testigos para oír los gritos.
De pronto otro automóvil dobló la esquina por delante de mí y se detuvo en un semáforo junto al señor Crowley. Era un coche de policía. Imaginé que le estarían preguntando si estaba todo bien, si necesitaba alguna cosa, si había visto alguna circunstancia sospechosa. ¿Le preguntaron acaso por las matrículas? ¿Se habrían dado cuenta siquiera de que no estaban? El semáforo se puso en verde y permanecieron allí un momento más, pero después arrancaron. Los polis siguieron recto y el señor Crowley giró a la derecha. Pedaleé con fuerza para alcanzarlo y, previendo la ruta que iba a tomar, me metí por una callejuela para evitar la luz de las farolas. No quería ser visto ni por Crowley ni por los polis.
Cuando me encontré de nuevo con él, Crowley se había detenido a un lado y estaba hablando con un hombre parado en la acera. Estuve unos minutos observando y vi que éste se erguía un par de veces para mirar calle abajo; no buscaba nada, simplemente echaba un vistazo. ¿Sería él el elegido? Llevaba una parka oscura y una gorra de béisbol, lo que no era ni mucho menos suficiente abrigo para el tiempo que hacía ni la hora que era. Estaba prácticamente seguro de que Crowley se había ofrecido a llevarlo a alguna parte: «Ven a resguardarte del frío. Subo la calefacción y te llevo adonde necesites ir. A mitad de camino, te sacaré las tripas como a un pescado.»
El hombre volvió a levantar la vista. Yo lo miraba sin respirar y realmente no era capaz de decir si quería que entrase en el coche o no. Iba a llamar a la poli, por supuesto, pero igual no llegaban a tiempo. ¿Qué podía hacer si ese tipo moría? ¿Debería abortar mi plan y acercarme corriendo para avisarlo? Si lo salvaba, Crowley buscaría a otra persona y ya está. No podía pasarme la vida siguiéndolo para advertir a sus víctimas. Tenía que arriesgarme y esperar el momento justo.
El hombre abrió la puerta del copiloto y entró en el coche. Ya no había vuelta atrás.
Fuera de la gasolinera de la calle Main había una cabina y, si llegaba a tiempo, podía llamar a la comisaría y decirles que buscaran el coche. Quizá arrestarían a Crowley o le dispararían; en cualquier caso, todo se habría acabado. El coche de Crowley giró a la derecha y yo fui hacia la izquierda; me quedé entre las sombras hasta que lo perdí de vista.
Cuando llegué a la cabina tapé el auricular con la bufanda y no me quité los guantes para no dejar huellas. No quería que nadie pudiese relacionar la llamada conmigo.
—Servicio de emergencias. ¿Dónde es la emergencia?
—El asesino de Clayton tiene otra víctima en el coche, ahora mismo. Dígale a la policía que busque un Buick LeSabre blanco, entre el centro y el aserradero.
—El… —La persona al otro lado del teléfono hizo una pausa—. ¿Dice que ha visto al asesino de Clayton?
—Lo he visto con una nueva víctima —dije—. Envíe a alguien inmediatamente.
—¿Tiene alguna prueba de que ese hombre es el asesino? —me preguntó.
—Lo vi matar a otra persona.
—¿Esta noche?
—Hace dos semanas.
—¿Informó a la policía de ese incidente? —El del teléfono parecía… aburrido.
—No me está tomando en serio. Va a matar a alguien ahora mismo. ¡Mande a la policía!
—Hemos avisado a la policía de que patrulle el área entre el centro y el aserradero por un aviso anónimo —dijo el telefonista aburrido—. El decimotercer aviso anónimo de la semana, si me lo permite. A no ser que prefiera darme su nombre.
—Se va a sentir un completo idiota por la mañana. Envíe a la policía; yo voy a intentar distraerlo un rato.
Colgué y me monté en la bici de un salto. Tenía que encontrarlos.
Habían girado en dirección al aserradero hacía casi diez minutos y podrían estar en cualquier parte, incluso en el lago Friqui. Volví a la calle Main, donde él había girado, para intentar seguir o adivinar la ruta que había tomado, pero a mitad de camino oí la puerta de un coche cerrarse de golpe y me acerqué a investigar. A una distancia de manzana y media, rodeado de escaparates en silencio y pobremente iluminado por la luz de la luna, el coche del señor Crowley estaba aparcado en un lado de la calle, detrás de otro automóvil. Crowley caminaba desde el maletero hacia un montón de algo que había en el suelo. A medida que me acercaba me di cuenta de que se trataba de un cuerpo sobre una lona. Había llegado demasiado tarde.
Dejé mi bicicleta en un lugar oscuro y me acerqué sigilosamente a Crowley, que estaba de espaldas. Llegué hasta la esquina, justo a media manzana de distancia, y me escondí en un hueco de uno de los escaparates. Supuse que el otro coche era de la víctima, averiado en el peor lugar posible, la peor noche posible: en la oscuridad, lejos de cualquier oído humano y cerca del señor Crowley. Al parecer él lo había encontrado buscando ayuda y se había ofrecido a echarle un vistazo.