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Authors: Dan Wells

Tags: #Intriga, Terror

No soy un serial killer (12 page)

BOOK: No soy un serial killer
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Mi madre era lo suficientemente lista como para dejarme solo. Cuando llegué metí la ropa mojada de pis en el cesto de la ropa sucia y me duché. Supongo que la vio o la olió y que pensó que había tenido uno de mis accidentes. Es raro que los que mojan la cama pierdan el control mientras están despiertos, pero cualquiera de los motivos que podían provocar eso —ansiedad, tristeza o miedo intensos— era lo suficientemente delicado como para que decidiera no tocar el tema aquella noche y desquitarse con la colada en lugar de tomarla conmigo.

Cuando salí de la ducha me encerré en mi cuarto y me quedé allí prácticamente hasta el mediodía del día siguiente, aunque estuve tentado de seguir allí. Era Acción de Gracias y Lauren se había negado a venir: la tensión iba a ser abrumadora. Sin embargo, después de lo que había pasado, una comida tensa no era más que una pequeñez. Me vestí y fui al salón.

—Hola, John —dijo Margaret. Estaba sentada en el sofá, viendo el final del desfile de Acción de Gracias de Macy’s.

Mi madre levantó la mirada de la encimera de la cocina.

—Buenos días, cielo.

Nunca me llamaba «cielo» a menos que estuviera intentando compensarme por algo. Contesté gruñendo una respuesta vaga y me serví un bol de cereales.

—Debes de estar muerto de hambre —dijo mi madre—. Comeremos dentro de un par de horas, pero no importa; no has tomado nada desde ayer a mediodía.

Cuando era agradable conmigo me sentía fatal, porque era como si solamente lo hiciera en casos de emergencia. Significaba reconocer abiertamente que algo iba mal, cuando lo que yo prefería era tenernos una mutua antipatía en silencio.

Mastiqué la comida lentamente, preguntándome qué harían mi madre y Margaret si supieran la verdad, si supieran que no había estado escondido en mi habitación por miedo o por culpa de mi lío emocional, sino porque estaba fascinado por la posibilidad de que hubiera un asesino sobrenatural. Había pasado la noche ordenando aquel rompecabezas y el perfil criminal, y estaba encantado con lo bien que estaba yendo. El asesino robaba partes de los cuerpos para sustituir las que ya no le funcionaban: Crowley tenía los pulmones mal, así que se agenció unos nuevos y tenía sentido que hubiese matado al resto de víctimas por el mismo motivo. Solía dolerle mucho la pierna, pero el día anterior caminaba sin cojear ni hacer ningún esfuerzo, lo que significaba que había sustituido la que tenía enferma por la que le robó a Ted Rask. La sustancia negra que encontraban junto a cada una de las víctimas provenía de las partes viejas y deterioradas de él mismo de las que se estaba deshaciendo. Las víctimas eran tipos grandes y viejos porque Crowley era un hombre viejo y grande y necesitaba órganos que le fueran a medida. La doble naturaleza de los violentos asesinatos y lo metódico del momento subsiguiente tenía que ver con la propia naturaleza dual de Crowley: un demonio en el cuerpo de un hombre.

O, mejor dicho, un demonio dentro de un cuerpo hecho de otros hombres. La historia de cuarenta años atrás que Ted Rask desenterró en Arizona era probablemente igual, con seguridad se trataba del mismo demonio. ¿Había más como él? ¿Estaba él en Arizona hacía cuarenta años? Rask, a pesar de ser un fanfarrón y un imbécil, había descubierto algo y había muerto por culpa de eso.

Y todo el tiempo, mientras pensaba y pensaba, volvía a recordar el momento del asesinato y la sangre y los ruidos y los gritos del hombre moribundo. Sabía que a nivel académico todo esto debería impactarme más, que debería estar vomitando, llorando o bloqueando los recuerdos. Pero, en lugar de eso, simplemente me comí un bol de cereales y pensé en qué hacer. Podía enviar a la policía a su casa, pero ¿qué pruebas iban a encontrar? El último muerto había sido un vagabundo del que nadie se acordaba y a quien ni mucho menos iban a echar de menos, y además Crowley había hundido el cadáver y todas las pruebas en el lago. Estaba mejorando. ¿Acaso iban a dragar el lago por un aviso anónimo? ¿Iban a registrar la casa de un hombre respetable por la palabra de un chaval de quince años? Creo que no. Si quería que la policía me creyese, tenía que llevarlos a la escena del crimen y ellos debían pillarlo con las manos en… con las manos de demonio. Pero ¿cómo?

—John, ¿me ayudas con el relleno?

Mi madre estaba al lado de la mesa, picando apio y viendo el desfile que daban por la tele, en el salón.

—Sí —dije, y me levanté.

Me dio el cuchillo y un par de cebollas de la nevera. El cuchillo era prácticamente idéntico a ese con el que el vagabundo había intentado matar a Crowley. Lo sopesé en la mano y lo dejé caer de golpe sobre las capas de la cebolla.

—Es hora del jugo —dijo y sacó el pavo del horno. Cogió una jeringuilla grande, la clavó en el animal y apretó el émbolo—. Lo vi ayer en la tele. Es caldo de pollo, sal, albahaca y romero. Se supone que le da muy buen sabor.

A fuerza de costumbre había pinchado la jeringuilla justo encima de la clavícula del animal, donde le insertaría a un cadáver el tubo de la bomba. Miré cómo inyectaba el caldo e imaginé cómo daba vueltas dentro del pavo, que lo embalsamaba con la sal y los condimentos, y lo llenaba de perfección artificial mientras un flujo espeso de sangre y terror goteaba por el fondo y huía hacia la alcantarilla. Le quité la piel, seca y apergaminada, a la segunda cebolla y la partí por la mitad de un golpe.

Mi madre cubrió el pavo y lo volvió a meter en el horno.

—¿No hay que meter el relleno? —pregunté.

—En realidad, el relleno no se cocina dentro del pavo —dijo mientras revolvía dentro del armario—. Es un caso de envenenamiento en potencia. —Sacó una pequeña botella de cristal que tenía un charquito marrón en el fondo—. Oh, casi no queda. John, cielo…

Otra vez esa palabra.

—¿Sí?

—¿Puedes ir a casa de los Watson en un momento y pedirles un poco de vainilla? Peg seguro que tiene; al menos una persona en la calle tiene la cabeza bien puesta.

Era la casa de Brooke. No me había permitido pensar en ella desde que el doctor Neblin me había preguntado su nombre porque veía venir que me iba a obsesionar con ella: pensaba en ella demasiado, así que mis normas acudieron al rescate. Quería decir que no, pero sin explicar el porqué.

—Vale.

—Llévate el abrigo, que ha vuelto a nevar.

Me puse la chaqueta y bajé las escaleras hasta la funeraria. Se encontraba en silencio y a oscuras; me encantaba cuando estaba así. Tendría que volver más tarde, si me las arreglaba para que mi madre no sospechase. Salí por la puerta lateral y miré al otro lado de la calle, hacia la casa del señor Crowley. La nieve lo había cubierto todo de un manto blanco de cinco centímetros. Después de una nevada no había nada sucio, al menos que se pudiera ver; la superficie de todos los coches, casas y alcantarillas estaban blancas y en calma. Caminé pesadamente por la nieve hasta el hogar de los Watson, dos casas más allá, y llamé al timbre.

Un grito amortiguado me llegó a través de la puerta.

—¡Ya voy yo!

Oí pasos y Brooke Watson abrió la puerta enseguida. Llevaba puestos unos tejanos y una sudadera, y la melena rubia recogida en un moño que sujetaba con un lápiz. La había estado evitando desde el baile, cuando se había alejado con tanta cautela. Pero al verme sonrió y lo hizo con sinceridad.

—Hola, John.

—Hola. Mi madre necesita vainilla o algo así. ¿Tenéis?

—¿Cómo… helado de vainilla?

—No, es marrón, para cocinar.

—¡Mamá! —dijo a voces—. ¿Tenemos vainilla?

La madre de Brooke salió al recibidor secándose las manos con un trapo de cocina y me hizo una señal para que entrara en la casa.

—Entra, entra. No lo dejes ahí fuera, Brooke; se va a congelar.

Lo dijo sonriendo y Brooke se rió.

—Será mejor que entres —dijo con una sonrisa.

Me quité la nieve de los zapatos con un par de patadas al suelo y entré; Brooke cerró la puerta.

—Brooke, ¡te toca, venga! —gritó una voz aguda y vi a su hermano pequeño y a su padre tumbados en el suelo con un tablero de Monopoly extendido.

Brooke se dejó caer en el suelo y tiró los dados; después contó las casillas y refunfuñó. El hermanito, Ethan, emitió una carcajada de júbilo mientras contaba un fajo de dinero de mentira.

—Hace mucho frío ahí fuera, ¿eh? —preguntó el padre de Brooke.

Todavía estaba en pijama y llevaba un par de calcetines gordos de lana para que no se le enfriasen los pies.

—Te toca, papá —dijo Ethan.

—No es para tanto —respondí acordándome de la noche anterior—. Al menos ya no hace viento.

Y yo no estoy escondido entre los árboles mientras mi vecino le arranca los pulmones a un hombre, así que eso también está bien.

La madre de Brooke irrumpió en la sala con un diminuto Tupperware con vainilla dentro.

—Con esto tendrá suficiente —dijo—. ¿Quieres un chocolate caliente?

—¡Yo sí! —gritó Ethan y se levantó de un salto y corrió a la cocina.

—No, gracias —contesté—. Mi madre necesita esto para algo, así que será mejor que se lo lleve cuanto antes.

—Si necesitáis algo más, pedídmelo —dijo con una sonrisa—. ¡Feliz Día de Acción de Gracias!

—Feliz Día de Acción de Gracias, John —dijo Brooke.

Abrí la puerta y se levantó para acompañarme. Parecía que quisiera decirme algo, pero entonces sacudió la cabeza y se rió.

—Nos vemos en el instituto —dijo y yo asentí.

—Nos vemos en el instituto.

Me dijo adiós con la mano mientras yo bajaba los escalones y con una sonrisa bien ancha me enseñó la ortodoncia. Era una imagen tan bonita que incluso me llegó a doler, pero me obligué a mirar hacia otro lado. Tengo las normas muy bien inculcadas. Y así ella estaría más a salvo.

Volví a casa caminando como un pato por la nieve, con la vainilla en el bolsillo y las manos apretadas para calentármelas. Cubiertas de nieve, todas las casas parecían iguales: jardín blanco, entrada blanca, tejado blanco, aristas suavizadas y rasgos apagados. Nadie que pasara por allí se podría imaginar que una de las casas contenía una familia llena de alegría, otra, una familia desdichada y que una tercera ocultaba la guarida de un demonio.

***

La comida de Acción de Gracias pasó con la pena o la gloria que se podía esperar en mi casa. Todos los canales ponían o bien una película familiar o un partido de fútbol americano, y mi madre y Margaret miraban mientras comían como un par de insulsas. Yo coloqué la silla para ver bien la casa del señor Crowley y me pasé la comida mirando por la ventana.

Mamá cambiaba de canal nerviosamente. Antes de que mi padre se marchara, Acción de Gracias era un día dedicado al fútbol, de principio a fin, y mi madre se quejaba de ello todos los años. Ahora cambiaba con agresividad los canales donde ponían un partido y se entretenía más en el resto, como para darles un estatus más importante. No le recordaban a papá, así que eran mejor que el resto.

Mis padres nunca se llevaron súper bien, pero el último año antes de que él se marchase la cosa empeoró bastante. Al final se mudó a un apartamento en el otro extremo del pueblo y se quedó allí casi cinco meses, mientras el divorcio seguía su camino por el tracto intestinal de los juzgados del condado. Yo me quedaba con él una semana sí y otra no, pero hasta el breve contacto que tenían cuando hacíamos el intercambio era demasiado para mis padres, y finalmente se limitaron a permanecer en extremos opuestos del aparcamiento del supermercado, de noche, cuando estaba vacío, mientras yo llevaba la mochila y la almohada de un coche a otro en medio de la oscuridad. Tenía siete años. Una noche, cuando estaba de camino al coche de mi madre, oí el motor del automóvil de mi padre; encendió los faros, salió del aparcamiento y giró cabreado hacia la carretera formando un ruidoso revuelo. Fue la última vez que lo vi. Envía regalos en Navidad y a veces también por mi cumpleaños, pero nunca pone la dirección del remitente. Es como si estuviera muerto.

La comida la rematamos con una tarta de calabaza comprada y un espray de nata montada. La carcasa del pavo quedó agazapada en el centro de la mesa como una araña huesuda. Me acordé del muerto del lago y alargué la mano para partir una costilla con los dedos. El televisior sonaba como un zumbido de fondo y había una ausencia notable de conflictos: en mi casa, eso era lo más cercano a la alegría que solíamos tener.

«Buenas noches y bienvenidos a Five Live News. Soy Walt Daines.»

«Y yo soy Sarah Bello. Mucha gente escoge celebrar la festividad del Día de Acción de Gracias con pavo frito, pero las freidoras pueden ser peligrosas. Hablaremos más profundamente sobre este tema dentro de un minuto, pero antes queremos informarles sobre el asesino del condado de Clayton, que hasta ahora se ha cobrado tres vidas, incluyendo la del reportero de esta cadena Ted Rask. Les informa Carrie Walsh.»

Los tres nos enderezamos en nuestro asiento sin despegar la mirada de la tele.

«El pueblo de Clayton tiene miedo», dijo una joven reportera que estaba delante de la lavandería.

Seguramente le habían endosado este trabajo porque era demasiado novata como para pasárselo a otra persona. En la tele se veía mucha más luz de la que había fuera, así que supuse que seguramente habrían grabado el segmento alrededor de las dos de la tarde.

«La policía patrulla las calles a todas horas; incluso ahora, a plena luz del día, me acompaña una escolta armada. —El cámara abrió el plano para mostrar que ella tenía un oficial a cada lado—. Pero ¿de qué tiene miedo la gente? Tres asesinatos sin resolver en espacio de tres meses. La policía tiene muy pocas pistas, pero el reportero de investigación Ted Rask descubrió pruebas tan comprometedoras que el asesino acabó con su vida.»

Su voz era serena, pero también tenía los ojos inyectados en sangre y cogía el micrófono con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos como el hueso. Estaba aterrorizada.

«Hoy, con la ayuda del agente Forman del FBI, le ofrecemos esas pistas para poder atrapar al asesino.»

La escena se cortó y se vieron imágenes de algún tipo de archivo de registros mientras la voz del agente del FBI empezaba a contar la historia de Emmett T. Openshaw, un hombre de Arizona que había desaparecido de su hogar hacía cuarenta y dos años. Mostraron una foto suya: era adulto, pero no muy mayor; puede que tuviera unos cuarenta años. No se me da bien adivinar las edades. Me resultaba vagamente familiar; todas las fotos viejas nos suelen sonar: es como si tuviéramos el convencimiento de que si la persona llevara un corte de pelo y una ropa modernos sería alguien a quien vemos todos los días. La policía había encontrado sangre y muestras evidentes de violencia, pero no había hallado el cuerpo. Lo más importante, y la razón por la que la historia estaba relacionada con el condado de Clayton, era que también habían encontrado un charco negro y viscoso en el suelo de la cocina. La policía tenía alguna teoría que la reportera explicó nerviosamente, pero ninguna se correspondía con lo que yo había visto. ¿Cómo podía encajar con la realidad?

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