—¿No los mates?
—No les hagas nada —dije—. No quiero tener mascotas ni acariciar a un perro por la calle, ni siquiera me gusta entrar en una casa donde haya un animal. Evito cualquier situación que podría llevarme a hacer algo que sé que no debería.
Neblin me miró un instante.
—¿Qué más? —preguntó.
—Si alguna vez tengo ganas de hacerle daño a alguien, le hago un cumplido. Si alguien me molesta tanto que hace que lo odie hasta el punto que empiezo a imaginar que lo mato, le digo algo agradable y sonrío mucho. Eso me obliga a tener buenos pensamientos en lugar de malos, y normalmente consigo que éstos acaben desapareciendo.
Neblin reflexionó un momento antes de seguir hablando.
—Por eso has leído tanto sobre asesinos en serie. No distingues entre el bien y el mal como el resto de la gente, así que lees sobre el tema para saber qué se supone que debes evitar.
Asentí.
—Y también porque me parece muy guay leer sobre ellos.
Anotó algo en el cuaderno.
—¿Y qué norma has desobedecido hoy? —preguntó.
—He ido al sitio donde encontraron el cuerpo de Jeb Jolley.
—Me preguntaba por qué no habías mencionado a Jeb todavía —dijo—. ¿Tienes una norma que dice que debes alejarte de lugares donde se han producido crímenes violentos?
—Bueno, no específicamente, y por eso lo he podido justificar. En realidad no he infringido ninguna norma en especial, aunque sí su espíritu.
—¿Y por qué has ido?
—Porque allí han matado a una persona. Tenía… que verlo.
—Te has sentido esclavo de tus compulsiones.
—Se supone que no debe volver eso en mi contra.
—Bueno, más o menos es lo que estoy haciendo. Soy terapeuta.
—En la funeraria veo cadáveres todo el tiempo, y no me importa. Mi madre y Margaret llevan años trabajando allí y ellas no son asesinas. Entonces, veo a montones de gente viva y a muchos muertos, pero nunca he visto a una persona viva convertirse en una muerta. Siento… curiosidad.
—Y la escena del crimen es lo más parecido a eso, sin llegar a cometer el crimen tú mismo.
—Sí.
—Escucha, John —dijo Neblin inclinándose hacia delante—. Tienes muchos rasgos que podrían predecir un comportamiento de asesino en serie, ya lo sé. De hecho, creo que acumulas más rasgos de los que he visto nunca en una sola persona. Pero tienes que recordar que son sólo eso, que predicen algo que podría pasar; no profetizan algo que seguro que va a ocurrir. El noventa y cinco por ciento de los asesinos en serie se hacen pis en la cama, provocan fuegos y hacen daño a los animales, pero eso no significa que el noventa y cinco por ciento de los críos que hacen esas cosas acaben siendo asesinos en serie. Tú siempre tienes el control de tu destino y eres el que toma tus propias decisiones; nadie más lo hace por ti. El hecho de que tengas esas normas y que las respetes con tanto cuidado dice mucho de ti y de tu carácter. John, eres una buena persona.
—Soy una buena persona —dije— porque sé cómo se supone que debe actuar una de ellas y copio lo que hace.
—Si eres tan meticuloso como dices —dijo Neblin—, nadie conocerá la diferencia jamás.
—Pero, si no lo soy suficientemente —dije mirando por la ventana—, ¿quién sabe qué podría pasar?
Mi madre y yo vivíamos en un apartamento de una sola planta, encima de la funeraria; las ventanas del salón tenían vistas a la entrada de delante y la única puerta daba a unas escaleras cubiertas que bajaban hasta el lateral del edificio. La gente siempre piensa que vivir encima de una funeraria es escalofriante, pero la verdad es que es como cualquier otra casa. Vale, tenemos cadáveres en el sótano, pero también hay una capilla, así que la cosa se equilibra, ¿no?
El sábado por la noche aún no habíamos recibido el cuerpo de Jeb. Mi madre y yo cenábamos en silencio, dejando que la pizza que compartíamos y el ruido del televisor sustituyeran la compañía y la conversación de una relación de verdad. Estaban poniendo «Los Simpson», pero en realidad yo no estaba pendiente de la tele: quería el cadáver. Si la policía se lo quedaba mucho más tiempo, no íbamos a poder embalsamarlo, sólo meterlo en una bolsa y hacer un funeral con el ataúd cerrado.
Mi madre y yo nunca nos poníamos de acuerdo sobre qué pizza pedir, así que los de la pizzería nos la dividían en dos: mi mitad llevaba salchicha y champiñones, y la suya,
pepperoni
. Hasta «Los Simpson» eran fruto de un compromiso: empezaba después de las noticias y como cambiar de canal significaba arriesgarse a acabar discutiendo, dejábamos la serie.
Cuando pusieron los primeros anuncios, mi madre posó la mano sobre el mando, cosa que normalmente significaba que iba a quitar el volumen y hablar de algo, lo que a su vez solía implicar que íbamos a discutir. Puso el dedo sobre el botón de silencio, pero, en lugar de pulsarlo, esperó. Si dudaba tanto, fuere lo que fuere de lo que quisiera hablar, seguramente era bastante malo. Un momento después retiró la mano de encima del mando, cogió otro pedazo de pizza y le dio un bocado.
Estuvimos sentados en tensión durante el siguiente segmento del programa, sabiendo lo que iba a pasar, planeando nuestras maniobras. Pensé en levantarme y marcharme, escapar antes de la siguiente pausa de publicidad, pero con eso sólo iba a conseguir que se enfadase. Mastiqué lentamente mientras, sin sentir nada, miraba a Homer dar brincos, chillar y correr como un loco.
Pusieron otro anuncio y mi madre volvió a suspender la mano sobre el mando; esta vez fue sólo un instante y enseguida quitó el sonido. Masticó, tragó y habló.
—Hoy he hablado con el doctor Neblin —dijo.
Ya me parecía que tenía que ser algo relacionado con eso.
—Me ha dicho que… bueno, ha dicho cosas muy interesantes, John. —Tenía la mirada fija en el televisor, en la pared, en el techo. En cualquier parte, menos en mí—. ¿Tienes algo que decir?
—¿Gracias por enviarme al terapeuta y perdón por necesitar uno?
—No te hagas el listo, John. Tenemos mucho de que hablar y me gustaría tratar lo máximo posible antes de que te pongas insolente.
Respiré hondo mientras miraba la tele. «Los Simpson» había vuelto después de la pausa y sin el sonido la serie no parecía menos frenética.
—¿Qué te ha dicho?
—Me ha dicho que tú…
Me miró. Tenía unos cuarenta años y, según ella, a esa edad todavía se es bastante joven, pero en una noche como aquélla, discutiendo a la luz enfermiza del televisor, con el pelo negro peinado hacia atrás y los ojos verdes arrugados por la preocupación, parecía estar derrotada y desgastada.
—Me ha dicho que crees que vas a matar a alguien.
No debería haberme mirado. No podía decir algo así y mirarme al mismo tiempo sin que aflorase una oleada de emoción a su rostro. Me fijé en cómo se ruborizaba y empezaban a picarle los ojos.
—Muy interesante —dije—, porque eso no es lo que yo le he dicho. ¿Estás segura de que ha usado esas palabras?
—Ahora mismo no me importan las palabras —contestó—. No es broma, John; estamos hablando de cosas muy serias. La… no sé. ¿Es así como vamos a acabar? John, eres todo lo que me queda en el mundo.
—Lo que yo le dije en realidad es que seguía unas normas muy estrictas para asegurarme de no hacer nada que estuviera mal. Me parece que tendrías que alegrarte por ello, pero, en lugar de eso, me gritas. Por eso necesito terapia.
—Una no se alegra de tener un hijo que debe seguir normas para evitar matar a gente —me espetó—. No me alegro cuando un psicólogo me dice que mi hijo es un sociópata. Me pongo contenta cuando…
—¿Ha dicho que soy un sociópata?
Eso me parecía guay. Siempre lo había sospechado, pero conocer el diagnóstico oficial era mejor.
—Trastorno de personalidad antisocial —dijo levantando la voz—. Lo he buscado: es una psicosis. —Apartó su mirada—. Mi hijo es un psicótico.
—El TPA se define fundamentalmente por una falta de empatía —dije. Yo también lo había buscado unos meses antes. La empatía es lo que permite a las personas interpretar las emociones, del mismo modo que los oídos hacen con el sonido; sin ella te quedas emocionalmente sordo—. Significa que no conecto con otras personas a nivel emocional. Me preguntaba si era eso lo que me iba a diagnosticar.
—Pero ¿cómo sabes esas cosas? Tienes quince años, por Dios; deberías estar… yo qué sé, persiguiendo a chicas o jugando a los videojuegos.
—¿Le estás diciendo a un sociópata que persiga chicas?
—Te estoy diciendo que no seas un sociópata. Que estés todo el día deprimido no significa que tengas un trastorno mental; como mucho significa que eres un adolescente, pero no un psicópata. John, el problema es que no puedes conseguir una nota del médico para excusarte de vivir. Vives en el mismo mundo que el resto y tienes que tratar con los problemas igual que hacen los demás.
Tenía razón: lo de ser oficialmente sociópata tenía muchas ventajas. Para empezar, nada de estúpidos proyectos de grupo en el instituto.
—Creo que todo esto es culpa mía —dijo—. Yo te metí en la funeraria cuando no eras más que un crío y esto te ha dejado fastidiado de por vida. ¿Cómo se me pudo ocurrir?
—No es por la funeraria. —Se me puso el vello de punta sólo de pensarlo: ella no podía quitármela—. ¿Cuánto tiempo lleváis tú y Margaret trabajando ahí? Y todavía no habéis matado a nadie.
—Pero tampoco tenemos una psicosis.
—Estás cambiando de argumentos. Acabas de decir que la funeraria me ha dejado hecho un cisco y ¿ahora que me dejó hecho un cisco porque ya lo estaba? Si te pones así, yo no gano haga lo que haga, ¿no?
—Hay muchas cosas que puedes hacer, John, y lo sabes. Para empezar, deja de escribir los trabajos del instituto sobre asesinos en serie. Margaret me ha dicho que lo has vuelto a hacer.
«Margaret, chivata de mierda.»
—Saqué un diez —dije—, al profesor le encantó.
—Que se te dé muy bien algo que no deberías hacer no mejora las cosas.
—Es la asignatura de historia, y los asesinos en serie forman parte de ella, igual que las guerras, el racismo y el genocidio. Supongo que se me olvidó matricularme en la asignatura de historia que sólo habla de cosas bonitas, te pido disculpas.
—Ojalá supiera por qué —dijo.
—¿Por qué qué?
—Por qué estás tan obsesionado con los asesinos en serie.
—Todo el mundo tiene alguna afición.
—John, ni se te ocurra hacer bromas sobre este tema.
—¿Sabes quién es John Wayne Gacy? —le pregunté.
—Sí, lo sé —dijo levantando las manos—, gracias al doctor Neblin. Ojalá te hubiera puesto otro nombre, te lo juro por Dios.
—John Wayne Gacy fue el primer asesino en serie del que oí hablar. Cuando tenía ocho años vi mi nombre en una revista junto a una foto de un payaso.
—Hace diez segundos que te he pedido que dejes tu obsesión con ellos, ¿por qué me cuentas esto ahora?
—Porque querías saber la razón de ello y ahora estoy intentando explicártela. Vi una foto y pensé que a lo mejor era una peli de payasos en la que salía John Wayne; papá me ponía sus pelis de vaqueros todo el tiempo. Resulta que John Wayne Gacy era un tipo que se vestía de payaso en las fiestas del vecindario.
—No entiendo adónde quieres llegar —dijo mi madre.
No sabía cómo explicar lo que quería decir. La sociopatía no significaba únicamente tener sordera emocional, sino también ser emocionalmente mudo. Me sentía como los personajes de nuestra tele sin volumen: agitaban las manos y gritaban sin decir ni una palabra en voz alta. Era como si mi madre y yo hablásemos idiomas completamente diferentes y nos fuera imposible comunicarnos.
—Piensa en una película del oeste —dije agarrándome a un clavo ardiendo—. Son todas iguales: un vaquero con un sombrero blanco va por ahí con su caballo matando a los que llevan un sombrero negro. Sabes quién es el bueno, quiénes son los malos, y qué va a pasar exactamente.
—¿Y?
—Pues que cuando un vaquero mata a alguien te parece normal, porque pasa todos los días. Pero si un payaso mata a alguien, eso es una novedad: algo que no has visto nunca. Es alguien que pensabas que era bueno, pero que está haciendo algo tan horrible que las emociones humanas normales no pueden ni concebirlo. Y entonces se da media vuelta y hace algo bueno otra vez. Mamá, es fascinante. Estar obsesionado con algo así no es raro; lo extraño es no estarlo.
Mi madre me miró un momento.
—Entonces, ¿los asesinos en serie son como unos héroes de las películas?
—No estoy diciendo eso para nada. Están enfermos, son retorcidos, hacen cosas terribles. Pero yo no creo que la persona que quiere aprender más cosas sobre ellos sea automáticamente otro enfermo retorcido.
—Hay mucha diferencia entre querer aprender más y pensar que te vas a convertir en uno de ellos —dijo—. Y no te culpo; no soy la mejor madre del mundo y Dios sabe que tu padre era incluso peor. El doctor Neblin me dijo que te pones normas para alejarte de las malas influencias.
—Sí —respondí. Por fin me estaba escuchando y empezaba a ver las cosas buenas en lugar de las malas.
—Quiero ayudarte, así que aquí tienes una nueva norma: vas a dejar de ayudar en la funeraria.
—¿Qué?
—No es lugar para un chico —dijo—; además, nunca tendría que haberte dejado ayudarnos en la parte de atrás.
—¡Pero yo…!
¿Pero qué? ¿Qué podía decir que no fuese aún peor?: «¿Necesito la funeraria porque me conecta a la muerte de forma segura? ¿Necesito la funeraria porque tengo que ver cómo los cadáveres se abren como flores, y me hablan y me dicen todo lo que saben?» Me echaría de casa directamente.
Antes de que pudiera decir nada más, sonó la versión electrónica de la obertura de
Guillermo Tell
en el móvil de mi madre; era el tono que le había asignado a la oficina del forense: la llamada del deber. Un sábado a las diez y media de la noche el forense sólo podía querer una cosa y ambos sabíamos qué era. Ella suspiró y hurgó el bolso buscando el teléfono.
—Hola, Ron —dijo. Pausa—. No, gracias, no importa, ya estábamos terminando. —Pausa—. Sí, ya lo sabemos; estábamos esperándolo. —Pausa—. Enseguida bajo, así que ven cuando puedas, no pasa nada. De verdad, no te preocupes: las dos sabíamos lo de los horarios cuando nos metimos en esto. —Pausa—. Vale, tú también. Hablaremos de ello luego.
Colgó y suspiró.