¡Déjala tranquila!
Con cuidado le estiré las muñecas atadas por encima de la cabeza y la ligué bien fuerte al radiador de debajo de la ventana. Hice lo mismo con los tobillos y los até a la pata de la cama. Mientras tanto iba sacando fotos, plano tras plano, y vigilando el GPS.
El coche del demonio se detuvo.
Solté el teléfono y cogí el GPS con las dos manos, sin apartar la mirada de la tenue pantalla. Estaba en el otro extremo del pueblo, cerca de donde vivía Lauren, en un cruce. Aguanté la respiración. Se puso en marcha y solté el aire. Falsa alarma.
Retiré la funda lo suficiente como para que se viera la boca de la señora Crowley y la amordacé con otra tira de cortina. Seguía inconsciente y su respiración era regular, pero no quería arriesgarme a que se despertase y gritara pidiendo ayuda. Le tomé otra foto de la cara y volví a taparla. Ya tenía suficientes imágenes. El monstruo rugió de nuevo en mi cabeza —una foto del brazo tirado solo, separado del cuerpo y en mitad del suelo sería tan efectiva…— pero me esforcé en no hacer caso de lo que decía. Con un ojo puesto en el GPS lo recogí todo y lo metí en la mochila. Era hora de empezar la tercera fase.
Y el demonio se detuvo otra vez.
La esquina en la que estaba no me sonaba pero ambas calles tenían nombres de flores, así que supe en qué vecindario estaba: Los Jardines, justo en este lado de la vía de tren que atravesaba el pueblo y llevaba al aserradero. Estaba muy cerca del lugar donde había matado al padre de Max. Seguramente había una patrulla por allí, así que se estaba arriesgando mucho. Puede que lo hubiera parado un policía. Sujeté el GPS con una mano y el teléfono con la otra, a la espera. El coche no se movía. Ahora o nunca. Escribí un mensaje de texto, adjunté la primera foto de Kay y marqué el número del señor Crowley:
AHORA ME TOCA A MÍ
En cuanto envié el mensaje, creé uno nuevo y un tercero y más; solté el GPS y utilicé ambas manos para poder desatar aquella ráfaga de horror. Pronto dejé de enviarle mensajes y envié sólo las fotos una detrás de otra, un catálogo paso a paso de todo lo que había sufrido la esposa de aquel demonio. Paré un momento para mirar la pantalla del GPS y grité una palabrota al ver que la flecha seguía inmóvil. ¿Por qué no se movía? ¿Qué estaba haciendo? Si no lo pillaba a tiempo, iba a matar a alguien y el plan —todo lo que había hecho— no iba a servir para nada. No quería permitirle que matase a nadie más, ni a una sola persona. Pero ¿había esperado demasiado tiempo?
El teléfono volvió a sonar y casi se me cae de las manos. Miré el número y vi que esa vez era el señor Crowley: había captado su atención. Lo dejé sonar y le envié más fotos: Kay durmiendo, Kay con la cabeza tapada y amordazada, Kay atada al radiador. Un momento después la flecha soltó una sacudida hacia atrás, dio media vuelta y bajó la calle a toda velocidad. El cebo había funcionado, pero ¿sería suficiente con eso? Miré la pantalla con mucha atención esperando a que el coche frenara o se saliera de la carretera, cualquier señal de que su cuerpo se estaba destruyendo finalmente. Pero no cambió nada.
El demonio estaba sano y enfurecido, y venía directo hacia mí.
La flecha del GPS se acercaba a la carrera. Miré a mi alrededor: las sábanas revueltas en la cama, el desorden del tocador, el cuerpo magullado de mi vecina tirado en el suelo, atado y amordazado. No podía limpiar nada. Apenas iba a tener tiempo de salir de allí antes de que el demonio regresara, por no hablar de buscar un sitio donde esconderme. Al cabo de unos segundos iba a estar muerto y Crowley iba a reventarme el pecho y arrancarme el corazón. Después de lo que le había hecho a su mujer, seguramente iba a matar a toda mi familia por venganza.
Bueno, a toda mi familia menos a mi padre: buena suerte si quería encontrarlo. A veces valía la pena estar alejado de un hijo psicópata.
Aun así, aunque yo había abandonado, el monstruo se negaba a hacerlo. Me deshice de aquel trance fatalista y me encontré recogiendo mis cosas —el GPS, el pasamontañas, la mochila— y yendo hacia la puerta. Cuando el intelecto alcanzó al instinto de supervivencia me di media vuelta, volví a entrar en la habitación y recorrí el suelo con la mirada buscando cualquier cosa que se me hubiese podido caer. Dejar un rastro de ADN no me preocupaba porque había pasado tanto tiempo en la casa por motivos legítimos que seguramente podría explicar cualquier cosa que la policía encontrase. Me dije a mí mismo que el registro del teléfono también se podía justificar o borrar y que de algún modo todavía podía ocultar quién era. Para estar seguro de ello, me llevé el teléfono. Por último, apagué la luz y salí al pasillo sin hacer ruido.
La casa estaba negra como boca de lobo y me costó un momento acostumbrarme a la oscuridad. Me tambaleé a ciegas hacia las escaleras y me guié siguiendo la pared con la mano, pues no me atrevía a encender la linterna. Tanteé cada peldaño con cuidado, uno a uno, y a medio camino alcancé a ver una chispa de luz en la ventana de la puerta trasera. Luz de luna, tenue y triste. Llegué a la planta baja y me volví hacia las escaleras del sótano, pero otra luz se intensificaba en las ventanas de delante, de color amarillo pálido, y el rugido sordo del motor se convirtió rápidamente en un chillido furioso.
Crowley había vuelto.
Me olvidé del sótano y corrí hacia la puerta de atrás, desesperado por salir de la casa antes de que entrase el demonio. El pomo se quedó enganchado, pero giré con fuerza y un pequeño botón salió hacia fuera y se quitó el seguro. Abrí la puerta de golpe, salí y la cerré tan rápida y silenciosamente como pude.
Los neumáticos chirriaron cuando el coche irrumpió en la entrada frente a la casa y de pronto los árboles del fondo del jardín se vieron inundados por un agresivo resplandor amarillo al tiempo que los faros pasaban por el costado del edificio e iluminaban la nieve. Oí que el demonio abría la puerta del coche y rugía, y me di cuenta demasiado tarde de que al salir se me había olvidado poner el seguro en la puerta de atrás. Seguía agazapado junto a ella, muerto de miedo; si él decidía mirar la puerta, yo era hombre muerto. Quise abrirla y poner el seguro del pomo, pero el sonido de la puerta principal me dijo que ya era demasiado tarde. El demonio estaba en la casa. Salté los escalones de cemento hasta el suelo y corrí hacia la esquina de la casa. Pasar por allí significaba enfrentarme a la luz de los faros, de los que sería imposible esconderse, pero quedarme donde estaba significaba que me iba a ver en cuanto abriese la puerta. Respiré hondo y crucé el haz de luz para refugiarme a la sombra del cobertizo.
Detrás de mí no oí ningún ruido: la puerta de atrás no se abrió. Me maldije a mí mismo por tener tanto miedo de algo tan pequeño: claro que no se iba a dar ni cuenta de que el pequeño botón del pomo no estaba activado, no cuando intentaba rescatar a su esposa. Un momento después oí un alarido en el piso de arriba y mis sospechas se vieron confirmadas: había ido directo a buscar a Kay y a lo mejor así yo conseguía escapar.
Salí sigilosamente hacia la luz, furtivo y precavido, listo para echar a correr aun sabiendo que, si me veía, ya podía irme tan rápido como quisiera, que eso no iba a cambiar nada. No sabía de cuánto tiempo disponía. Quizá desataría a Kay inmediatamente o posiblemente esperara a recuperar la forma humana; podía quedarse allí hasta comprobar que estaba bien o salir afuera a toda prisa para encontrar a la persona que la había herido. No había manera de saberlo pero de lo que sí era consciente era que las posibilidades de salir de allí disminuían con cada segundo que me quedase parado. Tenía que marcharme en aquel instante.
Me pegué a la casa y caminé rápidamente hacia la luz cegadora de los faros. Mantuve la mirada alejada de ellos, protegiéndome los ojos para acostumbrarme después mejor a la oscuridad del otro lado. Cuando llegué al coche de Crowley lo rodeé corriendo por el lado de fuera, el más alejado de la casa, y me agaché junto a la rueda. Desde allí podía mirar por encima del automóvil y ver la fachada de la casa: la puerta abierta de par en par y las cortinas de arriba que todavía estaban bien cerradas. Miré mi casa, un millón de kilómetros más allá, al otro lado de la calle. Estaba rodeada de hielo y nieve, como si fueran minas y alambre de cuchillas, listos para hacerme tropezar, desvelar una huella o simplemente retrasarme en la carrera hacia la seguridad del hogar. Si conseguía cruzar y entrar en casa estaría a salvo, y Crowley ni siquiera sospecharía que todo aquello tenía algo que ver conmigo. Pero la distancia era amplia hasta el otro lado de la calle. Bastaba con que mirase un instante por la ventana para que todo hubiese terminado. Me preparé para esprintar…
… y entonces vi el cuerpo en el asiento del pasajero. Estaba desplomado hacia delante, por debajo de la ventanilla, pero a la luz tenue de la puerta abierta lo vi: un hombre menudo, medio escondido por la sombra y vestido con un aburrido abrigo de lana, tirado en mitad de un charco de sangre.
Me dejé caer sobre el pavimento, con las extremidades entumecidas por la desagradable sorpresa. No había impedido que el demonio matase, ni siquiera lo había entretenido. Me había demorado demasiado con las fotos y con Neblin, luchando contra mis propios impulsos hasta que ya ni siquiera tenía la menor importancia, y para cuando había conseguido distraer al demonio, ya tenía una víctima y le había robado un órgano. Ya estaba regenerado y todo porque yo no era capaz de controlarme. Quería cerrar la puerta del coche de golpe, o gritar o hacer cualquier clase de ruido pero no me atreví. En lugar de eso, el monstruo, suave e insidioso, me hizo avanzar para fijarme en el cadáver. Después de tantos meses de asesinatos y embalsamamientos, seguía sin haber estado a solas con un cadáver reciente. Quería tocarlo cuando aún estaba caliente, ver la herida y ver qué se había llevado el demonio. Era un impulso estúpido, un riesgo ridículo, pero no me detuve. Mr. Monster era ya demasiado fuerte.
La puerta del conductor estaba abierta, pero yo estaba en el lado del copiloto, alejado de la casa, así que abrí esa puerta sin hacer ruido. El motor seguía encendido y esperaba que el rumor enmascarase cualquier ruido que pudiese hacer yo. Quería ver los tajos del abdomen que eran tan característicos del resto de víctimas del demonio, así que abrí el abrigo de lana que llevaba el cadáver.
No había ni uno.
Tenía la cabeza girada de un modo grotesco, con la cara pegada al asiento, pero cuando lo miré desde la puerta vi que tenía una raja en la garganta, obra seguramente de las zarpas del demonio. Era la única herida que tenía. El abrigo estaba intacto y por debajo la carne tenía un tacto normal. La sangre del asiento y el suelo parecía provenir únicamente de la herida del cuello.
¿Qué le había quitado? Me acerqué para fijarme mejor: la cabeza seguía en su sitio, pero la garganta y las venas tenían un corte muy limpio. No parecía que le faltase nada.
Finalmente miré la cara del hombre; le giré la cabeza y aparté el pelo ensangrentado, y en aquel instante estuve a punto de empezar a gritar.
El hombre muerto era el doctor Neblin.
Me tambaleé hacia atrás y casi me caigo del coche. El cadáver se deslizó lentamente hacia el lado, sin vida. Miré la casa de los Crowley sin poder dar crédito a lo que veía y después volví a observar el coche.
Había matado al doctor Neblin.
Mi mente le buscó sentido a todo aquello. ¿Me había descubierto? ¿Estaba atacando a gente que yo conocía? Pero ¿por qué Neblin, si mi madre estaba al otro lado de la calle? Porque necesitaba un cuerpo masculino, supuse. Pero no, aquello era demasiado extraño. No podía creer que supiera que yo estaba metido en el ajo. Me habría dado cuenta gracias a alguna pista.
Pero entonces, ¿por qué Neblin?
Mientras miraba el cadáver me acordé de la llamada telefónica y me quedé helado. Neblin me había dejado un mensaje. Saqué el móvil y marqué el número del buzón de voz, aterrorizado porque ya sabía qué iba a escuchar.
«John, ahora mismo no deberías estar solo; tenemos que hablar. Voy para allá. No sé si estás en casa o no, pero puedo ayudarte. Por favor, deja que te ayude. Tardaré sólo unos minutos. Hasta pronto.»
Había acudido en mi ayuda. En mitad de una noche helada de enero, había salido de su casa hacia las calles vacías para ayudarme. Calles vacías por las que merodeaba un asesino en busca de una nueva víctima; y no había encontrado ninguna hasta que el pobre e indefenso doctor Neblin apareció ante él. Era el único hombre que había encontrado en todo el pueblo.
Y lo había hallado por mi culpa.
Me quedé mirando el cuerpo y pensé en todos los que habían muerto antes que él: Jeb Jolley y Dave Bird, el par de policías que yo había guiado hasta su muerte, el vagabundo del lago que al que no intenté salvar, Ted Rask y Greg Olson y Emmett Openshaw y todos los demás que no conocía. Era un desfile de cadáveres, descansando inertes en mi memoria como si jamás hubiesen estado vivos: una fila de cuerpos eternos que se extendía a lo largo de la historia, perfectamente conservados. ¿Cuánto tiempo hacía que esto ocurría? ¿Cuánto tiempo iba a continuar? Sentí que estaba condenado a seguir aquella hilera para siempre, lavando y embalsamando cada nuevo cadáver como si fuera una especie de sirviente demoníaco: jorobado, mudo y de mirada lasciva. Crowley era el asesino y yo su esclavo. Pero yo no estaba dispuesto a aquello. La fila de cadáveres iba a terminar aquella misma noche.
El demonio todavía no había cogido ningún órgano del cuerpo de Neblin, lo que quería decir que en cualquier momento iba salir tambaleándose, desesperado por regenerarse. Si lograba esconder el cuerpo antes, quizá se debilitara y muriera. Agarré el cuerpo por los hombros y tiré de ellos para levantarlo. Los guantes me resbalaron con la sangre de la herida y lo solté de golpe. Estaba dejando muchas pruebas. Retrocedí un paso, luchando con mi paranoia. No sabía si me atrevería a vincularme a mí mismo con aquel crimen. Había sido muy cuidadoso; me movía silenciosamente, sin dejar huellas ni ningún rastro y había pasado meses planificando eso para mantenerme totalmente alejado de cualquiera de los ataques y de las respuestas que me podían provocar. No podía tirarlo todo por tierra.
Pero ¿qué otra opción quedaba? Esconder el cuerpo era la única oportunidad que tenía de matar al demonio, pero no podía hacerlo sin cubrirme de la sangre de Neblin; y si intentaba no mancharme arrastrando el cuerpo por los pies, iba a dejar un rastro de sangre que arruinaría mi plan. Tenía que evitar que cayese sangre al suelo y eso significaba que lo haría sobre mí. Me quité el abrigo y con él envolví la cabeza y los hombros de Neblin como si fuera un vendaje y lo agarré de los hombros.