Me giré para marcharme, pero alguien que pasaba por allí puso otra flor en la pila de Brooke. Me detuve en seco y miré el par de flores cruzadas sobre el asfalto. Un momento después se les unió una tercera.
Todo el mundo parecía saber lo que estaba pasando. Era como observar una bandada de pájaros dando vueltas en el cielo, virando, cayendo en picado y remontando el vuelo sin que nadie lo ordenase: sabían qué hacer, como si compartieran una misma mente. ¿Qué les pasaba a las otras aves, las que no sabían interpretar las señales y seguían recto cuando la bandada describía un giro amplio y comunal?
Oí una voz que me resultaba familiar y levanté la vista: el señor Crowley acababa de llegar con Kay y estaban hablando con alguien a unos tres metros de distancia. Él lloraba, igual que Brooke, igual que todo el mundo menos yo. Los héroes de las historias se las ingeniaban para luchar contra demonios con ojos rojos como ascuas pero los de mi demonio estaban enrojecidos a causa de las lágrimas. Lo maldije en aquel momento, no porque las lágrimas fueran falsas, sino porque eran reales. Lo maldije por mostrarme con todas sus lágrimas, sus sonrisas y sus emociones sinceras que el verdadero engendro era yo. Él era un demonio que mataba a placer, que dejó al padre de mi único amigo hecho pedazos sobre el asfalto helado y, sin embargo, encajaba en la sociedad mejor que yo. Él no era natural, era horrible; pero aquella comunidad era su lugar y no el mío. Yo estaba tan alejado del resto del mundo que cuando intenté mirar atrás había un demonio entre nosotros.
—¿Estás bien?
—¿Qué? —pregunté.
Era Brooke, que me miraba extrañada.
—Digo que si estás bien. Estabas rechinando los dientes; parecías estar a punto de matar a alguien.
«Por favor, ayúdame», le supliqué en silencio.
—Estoy bien.
«No estoy bien, voy a matar a alguien y no sé si seré capaz de parar.»
—Estoy bien, volvamos.
Caminé hasta donde estaba mi madre. Brooke me siguió con las manos bien metidas en los bolsillos; me miraba furtivamente cada pocos pasos.
—¿Nos vamos? —Le pedí a mi madre. Se volvió hacia mí, sorprendida.
—Yo quiero quedarme un rato más —dijo—, todavía no he hablado con la señora Bowen y tú no has visto a Max y…
—¿Podemos irnos, por favor?
Mantuve la mirada fija en el suelo, pero sabía que todos me estaban observando.
—Hemos empezado otro motón de flores —dijo Brooke para romper la incómoda tensión—. Hay una para el señor Bowen y otra para el señor Olson, pero hemos hecho otra para las víctimas que desconocemos, por si acaso.
La miré brevemente y ella respondió con una sonrisa, débil y… algo más. ¿Cómo iba a saber yo qué era? Entonces la odié, y a mí mismo y a todos los demás.
La gente seguía mirándome fijamente y yo no sabía si veían a un humano o a un monstruo. Ya ni siquiera estaba seguro de cuál de los dos era yo.
—No pasa nada —dijo mi madre—, podemos irnos. Me alegro de verte, Peg. Margaret, por favor, saluda a los Bowen de nuestra parte.
Fuimos hasta el coche y yo entré en silencio; me froté las piernas en el frío asiento. Mi madre puso el automóvil en marcha y encendió la calefacción a tope pero pasaron unos minutos antes de que aquello se calentara.
—Eso de empezar otro montón ha sido muy bonito —dijo cuando íbamos hacia casa.
—No quiero hablar —dije.
Sentía que estaba empeorando: pensamientos lúgubres se extendían sobre mí y me atravesaban como los gusanos hacen con un animal muerto, y no era capaz de acabar con ellos. Quería matar al señor Crowley, a nadie más. El monstruo estaba confuso y me agitaba la mente como si fueran los barrotes de una jaula. Me susurraba y rugía, me suplicaba constantemente que saliera de caza, que matase, que lo alimentara. Quería más miedo. Quería poseer. Quería la cabeza de mi madre en una estaca y la de Margaret y la de Kay. Quería a Brooke atada a una pared, chillando para nadie más que para nosotros. Durante las semanas anteriores me había encontrado gritándole de pronto que parase o haciéndome daño para hacerle daño a él, pero era más fuerte que yo. Sentía que estaba perdiendo el control poco a poco.
Recorrimos el resto del camino en silencio y cuando llegamos a casa me preparé un bol de cereales y encendí el televisor. Mi madre lo apagó.
—Creo que tenemos que hablar.
—He dicho que no quiero…
—Ya sé lo que has dicho, pero esto es importante.
Me levanté y fui a la cocina.
—No tenemos nada de qué hablar.
—Eso es exactamente de lo que tenemos que hablar —dijo mirándome desde el sofá—. Han asesinado al padre de tu mejor amigo, han matado a siete personas en cuatro meses y es obvio que no lo estás llevando muy bien. Apenas me has dicho ni una palabra desde Navidad.
—Apenas te he dicho ni una palabra desde cuarto curso.
—Pues ya va siendo hora, ¿no? —dijo y se puso en pie—. ¿Es que no tienes nada que decir, sobre Max, o tu padre o cualquier otra cosa? Por Dios, hay un asesino en el pueblo, es tu tema favorito. Hace unos meses no había forma de hacerte callar cuando hablabas de ellos y ahora parece que te has quedado mudo.
Me oculté detrás de la pared de la cocina para que no me viera y comí otra cucharada de cereales.
—No te escondas de mí —dijo y entró en la cocina—. El doctor Neblin me ha contado lo de la última sesión…
—El doctor Neblin debería callarse.
—Intenta ayudarte, y yo también. Pero es que no nos dejas entrar. Ya sé que no sientes nada, pero por lo menos podrías decirme qué piensas.
Lancé el bol contra la pared con todas mis fuerzas y lo rompí. La cocina quedó salpicada de leche y cereales.
—¿Qué narices crees que estoy pensando? —grité—. ¿Qué te parecería vivir con una madre que piensa que eres un robot? ¿O una gárgola? ¿Crees que puedes decir lo que te dé la gana y que me va a resbalar? «¡John es un psicópata! Dale una puñalada en la cara, total ¡no siente nada!» ¿Crees que no siento cosas? Lo siento todo, mamá; cada puñalada, cada grito, cada susurro a mis espaldas, y estoy dispuesto a apuñalaros a todos, ¡si eso es lo que hace falta para que os enteréis!
Di un golpe en la encimera con la mano, encontré otro bol y lo lancé contra la pared. Cogí una cuchara y la tiré contra el frigorífico. Entonces agarré un cuchillo de cocina y lo iba a lanzar también pero de pronto me di cuenta de que mi madre estaba rígida y pálida, y tenía los ojos abiertos como platos.
Estaba asustada. No sólo tenía miedo, sino que tenía miedo de mí. Estaba aterrorizada por mi culpa.
Me estremecí, sentí como un rayo, una ráfaga de viento. Estaba eufórico, completamente deshecho por el poder, por aquella emoción pura y absoluta.
Eso era. Era lo que nunca había sentido: una conexión emocional con otro ser humano. Había intentado ser amable, amar, tener amigos. Había intentado hablar y compartir y observar, y nada había dado frutos hasta aquel momento. Hasta que descubrí el miedo. Sentí su terror en cada fibra de mi cuerpo como un zumbido eléctrico y me sentí vivo por primera vez. Necesitaba más justo en ese momento o las ansias me iban a comer vivo.
Levanté el cuchillo. Ella dio un paso atrás, atemorizada. Volví a sentir su miedo, ahora más fuerte, en perfecta sincronía con mi cuerpo. Era una verdadera sacudida de pura vida; no sólo miedo, sino control. Blandí el cuchillo y palideció. Di un paso adelante y ella retrocedió: estábamos conectados. Yo guiaba sus movimientos como en una danza. Supe en aquel instante que el amor debía de ser así: dos mentes trabajando al unísono, dos cuerpos en armonía, dos almas en absoluta unión. Ansiaba dar un paso más, dictar su reacción. Quería ir a buscar a Brooke y hacer que aquel miedo ardiente prendiera también en ella. Quería sentir aquella unión resplandeciente y gloriosa.
Pero no me moví.
Ése no era yo.
El monstruo me abrazaba con tal fuerza que no sabía dónde acababa yo y dónde empezaba él, aunque yo seguía allí, en algún lugar.
«¡Más!», chillaba.
El muro había desaparecido; la jaula estaba destruida. Pero los cascotes seguían allí y de alguna manera, en ese momento, encontré el muro de nuevo. Me hallaba entre las ruinas de una vida que había construido meticulosamente durante años: jamás la había disfrutado, pues yo mismo me había alejado de la alegría; pero, aunque no fuese alegre, no dejaba de valorarla, así como las ideas que la respaldaban. Los principios.
«Eres maligno —dijo mi yo—, eres Mr. Monster. Tú no eres nada, eres yo.»
Cerré los ojos. El monstruo se había nombrado a sí mismo; había robado el nombre del Hijo de Sam, que se autoproclamó Mr. Monster en una carta a la prensa. Le suplicó a la policía que le dispararan en cuanto lo vieran, porque de otro modo volvería a matar. Era incapaz de evitarlo.
Pero yo sí podía. No soy un
serial killer
.
Dejé el cuchillo.
—Lo siento —dije—. Siento haberte gritado. Siento haberte asustado.
Su miedo se drenó de mi cuerpo, la dicha exquisita de la conexión me abandonó y el vínculo se rompió. Volví a estar solo. Pero seguía siendo yo.
—Lo siento —repetí y doblé la esquina hacia el pasillo, hacia mi habitación. Cerré la puerta con llave.
Me aferré desesperadamente al clavo ardiendo de mi autocontrol, pero el monstruo seguía ahí fuera, más fuerte y enfadado que nunca. Lo había vencido, pero era consciente de que volvería a salir, sin que yo supiera si sería capaz de vencerlo por segunda vez.
Así terminó la carta el Hijo de Sam: «Permitid que mis palabras os persigan: ¡Volveré! ¡Volveré!»
La Nochevieja pasó sin ningún incidente: fuegos artificiales en la tele, un poco de champán de mentira del supermercado y nada más. Nos fuimos a la cama. Salió el sol. Era el mismo mundo de siempre, sólo que más viejo. Un paso más cerca del final de los tiempos. Casi ni merecía la pena celebrarlo.
Aquellos días prácticamente lo único que hacía era vigilar al señor Crowley desde mi ventana durante el día y desde la suya durante la noche. Un día, ayudándole con los quehaceres cotidianos, robé una llave del sótano y la guardé en un diminuto agujero del forro de mi abrigo. Conocía sus horarios a la perfección y la disposición de la vivienda con todo lujo de detalles. Poco después salieron juntos a hacer la compra —ella necesitaba víveres y él un grifo nuevo para la cocina— y, mientras estaban fuera, entré a hurtadillas por la puerta del sótano. Allí había un laberinto de cosas almacenadas y unas escaleras que llevaban arriba. Ahí estaba la silla donde veía la televisión, la cama en la que dormía. Dejé una nota debajo de la almohada:
ADIVINA QUIÉN SOY
El viernes 5 de enero el padre de Max llegó por la mañana a la funeraria: limpio y examinado, lo sacaron de la furgoneta en tres bolsas blancas. Crowley lo había rajado y lo había partido por la mitad, y yo sabía que el FBI seguramente lo había destrozado todavía más buscando pruebas. Mi madre iba a necesitar una foto para recomponerlo. Me puse de pie en el borde de la bañera y miré por la ventana mientras Ron, el forense, y otra persona con una gorra del FBI llevaban las bolsas a la sala de embalsamamiento. Mi madre y Margaret salieron, y los cuatro charlaron un poco mientras se realizaba la entrega y firmaban los papeles. Los hombres se metieron enseguida en la furgoneta y se marcharon. En el piso de abajo, el ventilador de embalsamar volvió a la vida con un ruido seco y cerré la ventana.
Mi madre estaba subiendo las escaleras, seguramente para comer algo antes de empezar. Me retiré rápidamente a mi habitación y cerré la puerta con llave; llevaba evitándola de forma casi patológica desde que la había amenazado la otra noche. Para mi sorpresa, las pisadas pasaron la cocina de largo, el baño, el cuarto de la lavadora, incluso su propia habitación. Llegó al final del pasillo y llamó a mi puerta.
—John, ¿me dejas entrar?
No dije nada, sino que seguí mirando por la ventana en dirección a la casa de Crowley. Estaba en el salón: veía la luz encendida y los reflejos azules del televisor en la cortina.
—John, necesito hablar contigo de algo —dijo mi madre—. La pipa de la paz.
No me moví. La escuché suspirar y sentarse en el pasillo.
—Escucha, John. Sé que lo hemos pasado mal, muchas veces, pero seguimos estando juntos, ¿no? Quiero decir que somos los únicos de la familia que han conseguido continuar juntos; hasta Margaret vive sola. Sé que no somos perfectos pero… seguimos siendo una familia y no tenemos a nadie más.
Me removí en la cama y aparté la mirada de la ventana para echar un vistazo a su sombra por debajo de la puerta. La cama chirrió cuando me moví: fue prácticamente imperceptible pero sé que ella lo había oído. Volvió a hablar.
—He hablado mucho con el doctor Neblin sobre lo que sientes y lo que necesitas. Preferiría hablar contigo, pero… bueno, vamos a probar una cosa. Sé que es una locura, pero… —Una pausa—. John, sé que te encanta ayudarnos a embalsamar y sé que no eres el mismo desde que te lo prohibí. El doctor Neblin opina que lo necesitas más de lo que yo pensaba. Dice que a lo mejor te sirve de ayuda. Antes estabas mucho más… tenías más control, así que a lo mejor tiene razón. Además era el único rato que estábamos juntos, así que he pensado… Bueno, acaba de llegar el cuerpo del señor Bowen y vamos a empezar y… si quieres nos puedes ayudar.
Abrí la puerta. Ella se levantó rápidamente y mientras se ponía en pie me di cuenta de que tenía alguna cana más de las que yo recordaba.
—¿Estás segura? —pregunté.
—No, pero estoy dispuesta a intentarlo.
Asentí.
—Gracias.
—Pero antes tienes que saber que hay normas —dijo mientras bajábamos las escaleras—. Número uno: no se lo digas a nadie, a excepción quizá del doctor Neblin. Pero sobre todo no se lo cuentes a Max. Número dos: tendrás que hacer exactamente lo que te digamos, cuando te lo digamos. Número tres —Llegamos a la sala de embalsamamiento y nos detuvimos justo antes de entrar—: John, el cadáver está especialmente mal, es horripilante; el señor Bowen está partido en dos por el torso y casi todo el abdomen ha desaparecido. Si notas que tienes que salir, por Dios, hazlo. Estoy intentando ayudarte, no dejarte tocado el resto de la vida. Muéstrame que puedo confiar en ti, John. Por favor.
Asentí y durante un instante contempló mi cara fijamente. Su mirada era una mezcla de tristeza y determinación, y me pregunté si veía a través de mis ojos como si fueran ventanas, si veía la oscuridad del interior y el monstruo que se agazapaba allí. Abrió la puerta y entramos.