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Authors: Dan Wells

Tags: #Intriga, Terror

No soy un serial killer (25 page)

BOOK: No soy un serial killer
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Antes de que regresara entré a hurtadillas en el jardín de atrás y trepé la pared trasera agarrándome con cuidado a los ladrillos. Era la hora de la siesta del demonio y puse el oído para estar seguro de que dormía. Su respiración era regular, pero estaba salpicada de silbidos y pequeños ahogos. Estaba empeorando. Pegué una nota a la ventana con cinta adhesiva, bajé y desaparecí sin dejar ni una sola huella por los caminos limpios de nieve.

FALTA POCO

Recogí varias cosas y las metí en la mochila; quería estar listo para actuar en cualquier momento. Necesitaba cuerda o tiras de tela para Kay y encontré lo que necesitaba en la basura del demonio: unas cortinas que habían cambiado en Navidad y habían tirado después de colgar las nuevas. Cogí una sin hacer ruido y la llevé a nuestro patio trasero, donde la convertí en tiras largas y recias que guardé en la mochila. No sé si se pueden sacar huellas de una cortina, pero por si acaso me puse guantes.

El demonio se despertó poco después de que volviera Kay y a cada hora que pasaba estaba más nervioso. Lo veía caminar detrás de las cortinas de un lado a otro, lentamente y con dificultad. De vez en cuando se detenía y se apretaba el pecho. Con la otra mano se apoyaba en el sofá y hacía una mueca de dolor. No iba a aguantar mucho más.

A modo de señal, las nubes se ennegrecieron en el cielo y la noche cayó como un velo de pura oscuridad que eclipsó todas las estrellas. Unas horas después, cuando ya no aguantaba más, el demonio se tambaleó hasta el coche y salió a buscar otra víctima.

Era hora de que yo me encontrase con la mía.

Ya estaba vestido: ropa de abrigo negra, el pasamontañas para que no se me viera la cara y guantes para no dejar huellas. Me puse la mochila y salí sin hacer ruido. Mi madre ya estaba durmiendo y recé porque todos los vecinos de la calle lo estuviesen también. Quería entrar en el jardín del demonio por la parte trasera sin que nadie me viese, pero si lo hacía dejaría huellas en la nieve que no se había derretido. Las máquinas quitanieves habían pasado por la calle, así que era mejor cruzar corriendo y recorrer el camino que yo mismo había despejado para no dejar rastro. Siempre me preocupaba que alguien me viese o me identificara cuando me movía a hurtadillas por el vecindario, pero aquella noche mi paranoia se multiplicó por un millón. No había vuelta atrás; si me pillaban, no habría manera posible de salir indemne de las cosas que tenía planeado hacer. Al llegar a la puerta volví a comprobar la calle; me tranquilizó ver que estaba completamente vacía y eché a correr para cruzar al otro lado. Al menos en nuestra calle no había farolas.

Llegué a casa de los Crowley, corrí por el lateral hasta la puerta del sótano y saqué la llave que tenía. Dentro, la oscuridad era total y, en cuanto entré y cerré la puerta, me quedé completamente a ciegas. Saqué una pequeña linterna del bolsillo y encontré el camino entre todas aquellas cajas y estanterías hasta el pie de las escaleras. Hileras de botes de cristal me devolvieron la luz de la diminuta linterna y, aunque sabía que no eran más que remolachas y melocotones en conserva, imaginé que estaban llenas de órganos —riñones, corazones, vejigas y cerebros— colocados en las estanterías de un supermercado. Cuando llegué a las escaleras frené el paso y conté los escalones; sabía de la otra vez que el sexto peldaño rechinaba fuerte si pisabas el lado derecho, y el séptimo, un poco si apretabas a la izquierda. Evité aquellos dos puntos con precaución y llegué arriba.

Las escaleras daban a la cocina, que a la luz de la luna tenía un aspecto desnudo y descolorido. Miré el GPS y vi que el demonio seguía conduciendo y que estaba en algún lugar del centro. Supuse que daba vueltas buscando víctimas y que quizá fuera de camino hacia la autovía, a buscar algún autostopista o viajero. Mientras siguiera moviéndose, podía hacer lo que quisiera.

Caminé con cuidado por el pasillo con la linterna apagada. Me movía más o menos de memoria, pensando en las reparaciones que había hecho el domingo. El demonio me había enseñado toda la casa y a medida que mi vista se acostumbraba a la oscuridad, empecé a reconocer en qué parte estaba y adónde tenía que ir. El pasillo se extendía desde la cocina hacia la parte trasera de la casa y cerca de la puerta de atrás estaban las escaleras que llevaban a la parte de delante del primer piso.

La casa estaba completamente en silencio. Volví a comprobar el GPS: el demonio seguía conduciendo. Subí.

Al final de las escaleras conté las puertas y me acerqué a la segunda de la derecha: la habitación de matrimonio. Abrí la puerta lentamente temiendo que chirriara pero las bisagras no hicieron ruido; sonreí contento por haber tenido la precaución de engrasarlas. La habitación estaba a oscuras, iluminada únicamente por un radio despertador que había sobre un tocador antiguo. La señora Crowley estaba dormida, pequeña y frágil. Incluso debajo de un grueso edredón que agrandaba su silueta, parecía minúscula, como si su fuerza vital se hubiera retirado durante la noche y el cuerpo se hubiera plegado sobre sí mismo. La cama parecía habérsela tragado. Si no fuera porque veía que el edredón se movía con su respiración, habría dudado de si estaba viva.

Esa diminuta mujer era lo que el demonio amaba; y la quería tanto que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de quedarse junto a ella. Dejé la mochila en el suelo, aguanté la respiración y encendí una lámpara.

No despertó.

Busqué sobre el tocador apartando gafas y joyeros hasta que encontré lo que necesitaba: el móvil de la señora Crowley. Lo abrí, volví hacia la puerta, me giré hacia la cama y empecé a hacer fotos con el teléfono: clic, guardar, paso adelante, clic, guardar, paso adelante, clic, guardar, paso adelante; cada vez más cerca. Cuando las enviara lograría un bonito efecto dramático con ellas. Para tomar la última foto me incliné sobre ella y sujeté el teléfono justo encima de la cara para hacer un primerísimo plano. La fotografía era fea e invasiva; era perfecta. Pasamos a la fase dos.

Dejé el teléfono con aquellas fotos espeluznantes bien guardadas en la memoria del aparato y me dirigí lentamente al otro lado de la cama. Me quedé parado junto a ella, pensando. No podía hacerlo; era imposible. Mi monstruo ya se había escapado una vez; había amenazado a mi madre y había bebido su miedo como si fuera un elixir de la vida eterna. Si daba aquel último paso y ejecutaba el plan, el monstruo iba a surgir de nuevo: era como abrir la puerta e invitarlo a salir. Les cedería el control a mis instintos más oscuros, sin que quedase nada para evitar que el monstruo se volviese loco e hiciese una hoguera con el mundo. No me atrevía a hacerlo.

Sin embargo, era mi deber. Sabía que lo era. Había llegado demasiado lejos como para echarme atrás y si tiraba la toalla estaría sentenciando a un hombre a muerte, a quienquiera que Crowley hubiera cazado. Lo mataría porque yo no estaba allí para impedírselo. Y si no lo hacía esa noche, ya nunca me atrevería y Crowley seguiría matando una vez y otra y otra y otra y otra hasta que ya no quedase nadie. Tenía que pasar a la acción y tenía que hacerlo ya.

Respiré hondo y saqué la funda de la almohada del señor Crowley para sujetarla sobre la cabeza de Kay. Dudé un instante mientras el monstruo rabiaba en mi interior y me suplicaba, me rogaba, me insultaba para que lo hiciera. El monstruo estaba ahí para cosas así, ¿no? Por eso lo dejé salir: para hacer aquello que yo no podía. Miré a Kay un momento más, le pedí disculpas en silencio y solté al monstruo. Mis manos abrieron la bolsa y se la pusieron a la vieja en la cabeza.

Ella se movió y volvió de repente a un estado consciente pero tuve suficiente tiempo para bajarle la funda hasta la clavícula. Ella gruñó algo medio dormida y lanzó el brazo. El golpe fue muy débil. Yo estiré la mano y arranqué la radio de la pared, saqué el cable del enchufe y le di un buen golpe en un costado de la cabeza. La señora Crowley ahogó un grito que se convirtió en un gemido y cayó rodando de la cama hacia mí. Le di otra vez, la gruesa radio golpeó la funda de la almohada de forma espantosa; al ver que ella no paraba de moverse, le di una tercera vez. No tenía ninguna intención de pegarle, pero esa resistencia tan ridícula fue todo lo que necesité para saltar a la acción. Intentaba dejarla sin sentido, cosa que en las películas siempre parecía tan fácil —un manotazo rápido y listo—, pero esto era un acto prolongado y brutal: aporrearle la cabeza con la radio una y otra vez. Por fin se quedó inmóvil, estirada de forma grotesca en el suelo y yo me mantuve de pie encima de ella, intentando respirar.

Me abalancé una vez más sobre la señora Crowley, deseoso de terminar con ella, hambriento del impacto visceral de un objeto pesado sobre hueso y la emoción megalomaníaca que sentía al tener a una víctima completamente en mi poder. Me agaché hacia ella pero en el último instante me agarré a una esquina de la cama y me forcé a separarme, a apartar la mirada.

¡Es mía!

No. La sensación debajo del pasamontañas era sofocante, igual que la funda de la almohada de Kay. Me lo arranqué y respiré, luchando por recuperar el control. Me agaché junto a ella una vez más y tuve que arrancarme de su lado hasta estrellarme contra la pared. Me sentí como si estuviera jugando a uno de los videojuegos de Max, manejando torpemente unos mandos que no sabía usar mientras todo lo que el personaje hacía era correr en círculos por la pantalla. El monstruo rugió de nuevo y me di un puñetazo en la sien; saboreé el dolor agudo en los nudillos y el zumbido sordo en la cabeza. Caí de rodillas, respiré hondo y una neblina me invadió la vista. Me moría por volver a atacar, estaba desesperado y el monstruo se reía a carcajadas. No podía parar. Volví a levantar el reloj.

Mi mano se detuvo en el aire, con los nudillos blancos alrededor del reloj. Pensé en el doctor Neblin. Él podía hablarme y conseguir que saliese de aquella situación. Apenas podía pensar, pero sabía que, si hablaba con él en ese momento, salvaría mi vida y la de Kay. No pensé en las consecuencias ni en las pistas que estaba dejando, ni tampoco en la confesión que estaba a punto de hacer. Simplemente me aovillé en el suelo, saqué la tarjeta que me había dado el doctor y llamé al número de su casa.

Sonaron seis tonos antes de que lo descolgara.

—¿Sí? —Tenía la voz cansada y áspera. Seguramente lo había despertado—. ¿Quién es?

—No puedo parar.

El doctor Neblin hizo una pausa.

—No puedes parar… ¿John? ¿Eres tú?

Se despertó casi al instante, como si al reconocer mi voz se hubiera accionado un interruptor en su cerebro.

—Ha salido —dije en voz baja— y no puedo hacer que vuelva a entrar. Todos vamos a morir.

—¿John? ¿John, dónde estás? Cálmate y dime dónde estás.

—Estoy en el filo, Neblin. Estoy más allá del filo, cayendo al infierno.

—Cálmate, John —dijo—. Si nos esforzamos, lo derrotaremos. Pero dime dónde estás.

—Estoy en las grietas de las aceras, en la suciedad y en la sangre, y las hormigas miran hacia arriba y os estamos maldiciendo a todos, Neblin. Estoy entre las grietas y no puedo salir.

—¿Sangre? Dime qué está pasando, John. ¿Has hecho algo malo?

—¡No he sido yo! —alegué sabiendo que mentía—. No era yo, sino el monstruo. No quería dejarlo salir, pero tuve que hacerlo. Intenté matar a un demonio pero he creado otro y no puedo pararlo.

—Escúchame, John —dijo el doctor Neblin, más serio e intenso que nunca—. Escúchame. ¿Me oyes?

Cerré los ojos bien fuerte y apreté los dientes.

—Ya no soy John, soy Mr. Monster.

—No, no lo eres. Eres John. Ni John Wayne ni Mr. Monster ni ninguna otra persona, John. Tú tienes el control. Veamos, ¿me escuchas?

Me balanceé adelante y atrás.

—Sí.

—Muy bien —dijo—. Ahora presta atención: no eres un monstruo. No eres un demonio. No eres un asesino. Eres una buena persona con una voluntad de hierro y un código moral estricto. Sea lo que sea que hayas hecho, puedes superarlo. Entre los dos lo arreglaremos. ¿Me estás escuchando?

—Sí.

—Entonces dilo conmigo: lo arreglaremos.

—Lo arreglaremos.

Miré el cuerpo de Kay Crowley, hecho una bola en el suelo con la funda de una almohada en la cabeza. Sentí que debería estar llorando o ayudándola, pero en lugar de eso pensé: «Sí, lo arreglaré. El plan funcionará igualmente. Todo esto merecerá la pena si mato al demonio.»

—Muy bien —me felicitó el doctor Neblin—, ahora dime dónde estás.

—Tengo que irme —repliqué y me puse de rodillas.

—¡No cuelgues! —gritó Neblin—. Por favor, sigue hablando. Tienes que decirme dónde estás.

—Gracias por su ayuda —dije y colgué.

Me di cuenta de que aún sujetaba el reloj con la otra mano y lo lancé a un lado con asco.

Miré a Kay. ¿Estaba muerta? Le arranqué la funda de la cabeza con la misma brusquedad que me había quitado el pasamontañas y le busqué heridas en la cabeza. Parecía estar bien, no había sangre ni piel rasgada y respiraba superficialmente. Verle la cara fue demasiado para mí, por lo que aparté la mirada. No quería pensar que lo que acababa de hacer lo había sufrido un ser humano vivo. Era más fácil si no tenía rostro.

El teléfono sonó repentinamente y me asustó; miré el número: el doctor Neblin. Por primera vez se me ocurrió que mi llamada dejaría un rastro, además de pruebas en su teléfono y en el del señor Crowley, lo que dirigiría la inevitable investigación hacia mí. Respiré hondo una vez más. Ya no había vuelta atrás, con pruebas o sin ellas: tenía que matar al demonio.

Al pensar en él me invadió el miedo y miré el GPS. El coche seguía en marcha: aún tenía tiempo. Cerré los ojos para evitar ver a Kay y le volví a poner la funda en la cabeza, esta vez con más cuidado, y cogí el móvil para hacer algunas fotos más. La llamada de Neblin dejó de sonar y un momento después un pequeño «pip» me avisó de que había dejado un mensaje.

Las fotos que estaba haciendo ahora eran más elaboradas porque me estaba tomando la molestia de colocar el cuerpo.

Estaba tirada en el suelo con el camisón de flores, unos diminutos calcetines azules y una funda de almohada en la cabeza.

Tumbada de lado con la radio rota junto a su cabeza.

Extendida en el suelo con mi sombra oscureciendo el cuerpo.

Saqué de la mochila las tiras que había hecho con la cortina y le até las manos todo lo fuerte que pude. Tenía los huesos finos y delicados, y pensé que, si quería, seguramente podría partir alguno por la mitad. De pronto me di cuenta de que ya estaba apretando, presionando hacia el punto de ruptura, y aparté la mano.

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