—¿Vas a acabar de contarlo o no? —pregunté.
Lauren y Margaret dijeron al unísono:
—«¡Es que me da lo mismo!»
Sonreí. Mi madre se rió y sacudió la cabeza.
—¿Así acaba? No le pillo la gracia.
—Integrales, mamá —dijo Lauren—. Cosas de mates.
—Logaritmos —dije y miré a Margaret como queriendo decir algo—. Ya te dije que he estudiado matemáticas.
Mi madre estuvo pensando un poco y se rió.
—Es el chiste más tonto que he oído nunca.
—Entonces será mejor que pienses otro —dijo Margaret—. Ahora le toca a Lauren.
—Yo te he ayudado con el tuyo —replicó pinchando un poco de ensalada—, eso cuenta.
—Entonces te toca a ti —le dijo a mi madre—. Estoy segura de que tienes algo gracioso en la cabeza.
—Buf, vaya… —respondió ella, y apoyó la barbilla en el puño cerrado—. Un chiste, un chiste… Vale, ya tengo uno.
—Venga, cuéntalo —dijo Margaret.
—Van dos en una moto y se cae el de en medio.
Mi madre y mi tía se echaron a reír, mientras Lauren refunfuñaba.
—Corto —dijo Margaret—, pero lo aceptamos. Bueno, pues nada. Te toca, John. ¿Qué chiste nos vas a contar?
—No me sé ninguno.
—Seguro que sabes alguno. ¿Dónde está aquel libro de chistes que teníamos hace mil años?
—De verdad, no me sé ninguno —repetí. Me acordé de cuando Brooke se rió al hablarle sobre la insignia al mérito incendiario, pero no podía convertir eso en un chiste. ¿Sabía alguno?—. Espera, eh, Max me contó uno el otro día, pero no os va a gustar.
—Da igual —dijo Margaret—, cuéntalo.
—No, de verdad, lo vais a odiar.
—¡Venga! —me animó Lauren.
—Mientras no sea verde… —dijo mi madre.
—No, verde no es.
—Qué intriga —dijo Margaret y se apoyó en la mesa.
—¿Qué haces para darle más libertad a tu mujer?
Nadie respondió. Respiré hondo.
—Le amplías la cocina.
—Tenía razón —dijo mi madre, ceñuda—, no me gusta nada. Y las buenas noticias son que acabas de ofrecerte voluntario para recoger la mesa. Vamos al salón, señoras.
—Creo que he ganado yo —afirmó Margaret poniéndose en pie—. Mi chiste era el más gracioso.
—Pues yo creo que he vencido yo —dijo Lauren— porque me he librado de contar uno.
Se fueron al salón y yo recogí los platos. Normalmente odiaba hacerlo, pero aquel día no me importó: todo el mundo estaba contento y no había peleas. Igual esto duraba más de tres horas, después de todo.
Cuando terminé de apilar los platos en el fregadero, fui al salón con ellas y nos dimos los regalos. Yo les había comprado crema de manos a todas. Mi madre me regaló una lámpara para leer.
—Pasas tanto tiempo leyendo —dijo—, y a veces hasta tan tarde, que pensé que te iría bien.
—Gracias, mamá —dije. Gracias por creerte mis mentiras.
Margaret me regaló una mochila nueva: una de ésas grandes para ir a la montaña, con una botella de agua y un tubito incorporado para beber. Siempre me había burlado de los críos que las llevaban.
—La que tienes está hecha polvo —comentó Margaret—. Me sorprende que las asas no se hayan descosido todavía.
—Hay un par de hilos que todavía pueden aguantar —bromeé.
—Con ésta podrás llevar todos los libros sin que se rompa.
—Gracias, Margaret.
La aparté a un lado con la firme intención de intentar quitarle esa bobada de tubo para el agua.
—No lo he leído, así que igual no mola nada —dijo Lauren y me dio un regalo con forma de libro—. Pero sé que han hecho una película y por lo menos el título me parecía apropiado.
Abrí el paquete y encontré un cómic grueso; una novela gráfica o como quiera que se llamen los tebeos gordos. Se titulaba
Hellboy
. Lo levanté y señalé el título, y Lauren sonrió.
—Dos regalos en uno: un cómic y un apodo.
—Sí —dije, sin mostrar ningún tipo de emoción.
—La primera persona que lo llame Hellboy tendrá que abrir los regalos en la calle —apuntó mi madre sacudiendo la cabeza.
—Gracias igualmente —dije a Lauren y ella sonrió.
—Ahora los de vuestro padre —dijo mi madre, y Lauren y yo cogimos cada uno nuestra caja.
Eran cajas normales para envíos, de color marrón, y las habíamos dejado tal cual por si los regalos de dentro no estaban envueltos. No te podías fiar de mi padre. El mío era pequeño, más o menos del tamaño de un libro de texto, pero mucho más ligero. Usé la llave de casa para cortar la cinta adhesiva; dentro había una tarjeta y un iPod. Rompí el sobre de la tarjeta, lenta pero deliberadamente, procurando no parecer demasiado excitado. Había un dibujo muy tonto de un gato y uno de esos horribles poemas sobre lo buen hijo que soy. Mi padre había escrito una nota que leí en silencio:
¡Hola, campeón! ¡Feliz Navidad! Espero que hayas tenido un año genial. Disfruta del último curso en el cole porque el año que viene irás al instituto y eso ya es otra cosa. ¡No te quitarás las chicas de encima! El iPod te va a encantar: lo he llenado con mi música favorita, las canciones que solíamos cantar juntos. ¡Será como tener a tu padre en el bolsillo! ¡Nos vemos!
SAM CLEAVER
Ya había empezado el instituto, así que llevaba un año de retraso; pero lo de la música me tenía demasiado intrigado como para preocuparme por ese error. Ni siquiera sabía dónde vivía mi padre —el paquete no llevaba la dirección del remitente—, pero recordaba ir en coche con él, cantando canciones de sus grupos favoritos: The Eagles, Journey, Fleetwood Mac y otros. Por algún motivo, me sorprendió que él también se acordase de ello. Ahora ya podía sacar el iPod, escoger una canción y estar más cerca de mi padre que en los últimos cinco años.
La caja del iPod todavía llevaba el precinto de plástico. Lo arranqué, ligeramente confuso, y rompí la caja: el iPod estaba sin estrenar y la biblioteca totalmente vacía. Se le había olvidado.
—No me fastidies, Sam —dijo mi madre.
Me di media vuelta y vi que había leído la tarjeta: había visto el error sobre el año y la promesa incumplida; bajó la cabeza, cansada, y se frotó las sienes.
—Lo siento, John.
—Eso parece guay —dijo Lauren mientras echaba un vistazo—. El mío es un reproductor DVD portátil y un DVD de
La bruja novata
. Se ve que solíamos verlo juntos y él creía que era especial. Yo no me acuerdo.
—Este hombre me pone enferma —comentó mi madre. Se levantó y se fue a la cocina—. No puede ni comprar vuestro amor sin fastidiarlo.
—Pues yo creo que un iPod está muy bien —dijo Margaret—. ¿Qué le pasa? —Leyó la tarjeta y suspiró—. Seguro que se le olvidó, John.
—¡Ése es el problema! —gritó mi madre desde la cocina.
Estaba haciendo ruido con los platos, desquitándose con ellos, pasándolos del fregadero al lavavajillas con gran estrépito.
—Bueno —dijo Margaret—, es mejor que te lo regalen vacío, así le puedes poner lo que quieras. ¿Me dejas verlo?
—Adelante —dije poniéndome en pie—. Yo me voy.
—Espera, John —dijo mi madre mientras salía a toda prisa de la cocina—; vamos a comer el postre, ¿vale? He comprado dos tartas diferentes, nata montada y…
No le hice ningún caso; cogí el abrigo del armario del recibidor y fui hacia la puerta. Me volvió a llamar, pero cerré de un portazo, bajé las escaleras pisando fuerte y di otro portazo abajo. Me subí a la bicicleta y me marché sin mirar si me habían seguido afuera, sin girarme para ver si me observaban por la ventana. No miré la casa del señor Crowley ni la de Brooke, me limité a pedalear y ver las líneas de la acera pasar a toda velocidad, rezándole a Dios en cada cruce que pasaba para que se me llevara un camión por delante y me esparciera por el pavimento.
Veinte minutos después estaba en el centro y me di cuenta de que había ido prácticamente directo a la consulta del doctor Neblin. Naturalmente, estaba cerrada; la llave, echada; la sala, vacía y oscura. Dejé de pedalear y me quedé allí sentado unos diez minutos, viendo cómo el viento levantaba espirales de nieve, las hacía bailar en el aire y finalmente las estrellaba contra una pared de ladrillo. No tenía nada que hacer, ningún lugar adonde ir ni nadie con quien hablar. No tenía ni un solo motivo para existir.
Todo lo que tenía era al señor Crowley.
Al final de la calle había una cabina; la misma que había usado para llamar al número de emergencias un mes antes. Sin saber por qué, apoyé la bici en ella, metí una moneda y marqué el numero de móvil del señor Crowley. Mientras llamaba, estiré de la punta de mi camiseta y la enrollé alrededor del auricular para disimular mi voz; tenía la esperanza de que eso funcionase. Después de tres tonos, contestó.
—¿Sí?
—Hola —No sabía qué más decir.
—¿Quién es?
Hice una pausa.
—Soy el que te envía las notas.
Colgó.
Dije una palabrota, saqué otra moneda y marqué otra vez.
—¿Sí?
—No cuelgues.
Clic.
Sólo me quedaban dos monedas. Llamé otra vez.
—Déjame tranquilo —dijo—. Si es verdad que me conoces tanto, ya sabes qué te haré si te encuentro.
Clic.
Tenía que pensar en algo para que no me colgase; necesitaba hablar con alguien, con cualquiera, demonio o persona. Metí la última moneda y volví a marcar.
—¡He dicho que…!
—¿Duele? —interrumpí. Escuché su respiración: estaba acalorado y rabioso pero no colgó—. Te arrancaste un brazo y te abriste la tripa. Sólo quiero saber si duele.
Esperó sin decir nada.
—Lo que haces no tiene sentido. Escondes unos cadáveres pero otros no. Sonríes a un tipo y un momento después le estás arrancando el corazón. Ni siquiera sé qué…
—Duele un horror. —Se quedó un momento en silencio—. Duele todas las veces.
Me había contestado. Había algo en su voz, una emoción que no sabía identificar. No llegaba a ser felicidad ni tampoco fatiga. Era algo a medio camino entre ambas.
¿Alivio?
Meses de curiosidad se vertieron como un torrente.
—¿Tienes que esperar hasta que algo deja de funcionar para sustituirlo? ¿Es necesario que robes los órganos a otras personas? ¿Qué hay de aquel tipo de Arizona, Emmett Openshaw? ¿Qué le robaste a él?
Silencio.
—A él le robé la vida.
—Lo mataste.
—No sólo eso. Le robé la vida. Creo que hubiera sido larga; tanto como ésta, por lo menos. Se habría casado y habría tenido hijos.
Eso sonaba raro.
—¿Cuántos años tenía?
—Treinta, creo. Yo le digo a la gente que tengo setenta y dos.
Había asumido que Openshaw era mayor, como las víctimas recientes.
—Escondiste su cuerpo tan bien que nadie lo encontró nunca. ¿Por qué no ocultaste el de Jeb Jolley? ¿O los dos siguientes?
Silencio. Se cerró una puerta.
—No lo sabes todavía, ¿verdad?
—Actúas como un asesino novato —dije, intentando recomponer el puzle—. Mejoras con cada uno de ellos y has empezado a esconder los cuerpos, cosa que tendría sentido si no hubieras matado antes, pero sí lo hiciste. ¿Es una farsa? Pero ¿para qué fingir la falta de experiencia si en realidad podrías mantenerlo todo en secreto?
—Un momento —dijo y tosió.
Tapó el auricular, pero todavía podía oír la tos. Parecía que estuviera fingiéndola; por detrás se oyó algo, como un rumor. Destapó el auricular pero se le oía peor que antes. Había ruido estático, interferencias en la línea.
¿Qué hacía?
—Actuaba como si no supiera lo que hacía porque no tenía experiencia —respondió—. Me he cobrado más vidas de las que te puedas imaginar pero Jeb fue el primero que… el primero que no me quedé.
—¿Que no te quedaste? Pero…
¿Se quedaba con las almas? ¿Absorbía la vida además de los órganos y extremidades?
¿O se llevaba vidas en lugar de las partes del cuerpo?
—Te quedaste con todo el cuerpo de Emmett —entendí—, con su forma. Y con alguien antes que él y con otro antes. Tiene sentido. Antes no tenías que esconder los cuerpos porque te quedabas con todo y dejabas atrás tu viejo cuerpo. Por eso había tanto moco en casa de Emmett: allí te deshiciste de un cuerpo entero, no sólo de una parte y…
Tictic, tictic, tictic.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—¿Qué es el qué?
—Ese ruido. Parecía…
Colgué de golpe y cogí la bicicleta. Miré por toda la calle, frenético.
Era un intermitente. Crowley estaba en el coche, buscándome.
En la calle Main no había nadie. Monté en la bici de un salto y doblé la esquina como una flecha; giré tan rápido que resbalé en el hielo. Tampoco estaba en esa calle. Me enderecé y pedaleé todo lo rápido que pude hasta la siguiente esquina; torcí a toda prisa en la dirección contraria, alejándome de su casa y de la ruta que seguramente estaba siguiendo.
Por eso había hablado tanto rato. El señor Crowley hablaba desde un móvil y podía ver el número; seguramente se había dado cuenta de que yo llamaba desde una cabina, así que me había dado conversación mientras salía de casa, ponía el coche en marcha e iba en mi busca. En Clayton no había más que dos o tres cabinas y seguramente iba a recorrerlas todas: la del Flying J, la de la gasolinera junto al aserradero y la de la gasolinera de la calle Main, donde yo estaba. Estaba cerrada porque era Navidad, menos mal: ningún cajero podría describirme cuando el viejo y amable señor Crowley apareciera haciendo preguntas. Pero la Navidad también me causaba problemas: todos los edificios del centro estaban desocupados, todas las puertas cerradas y todas las tiendas vacías. No tenía donde esconderme.
En un pueblo como Clayton, ¿qué podía estar abierto el día de Navidad? El hospital; pero no podía ir allí: seguramente también había una cabina y Crowley podía ir a echar un vistazo. Oí un coche y salí de la acera para meterme en un césped cubierto de nieve y abrirme paso por el lateral de un edificio de viviendas. Había un espacio entre dos bloques y, a mitad de camino, un contador de gas; me escurrí hasta el otro lado y me agaché mientras miraba la calle a través de un largo cañón de ladrillo. El coche que había oído no pasó por allí; no sabía de quién era ni adónde iba, sólo que me tenía que esconder.
Me quedé allí el resto de la tarde, hasta que oscureció, temblando sobre la nieve. Sentí la reacción de mi cuerpo, que se desactivaba por el frío, pero no me atrevía a moverme. Me imaginé al señor Crowley con fuego en la mirada, recorriendo el pueblo de un lado a otro, tejiendo una red cada vez más estrecha para atraparme en ella. Cuando ya hacía casi una hora que se había hecho de noche, saqué la bici de allí a rastras con las extremidades entumecidas y la manos y pies ardiendo por el frío. Fui a casa, vi que el coche de Crowley estaba perfectamente aparcado a la entrada de su casa y subí las escaleras.