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Authors: Dan Wells

Tags: #Intriga, Terror

No soy un serial killer (19 page)

BOOK: No soy un serial killer
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Dejé la bici en el césped de delante y pulsé el timbre. Llamé por segunda vez. Max abrió la puerta con expresión apagada, pero cuando me vio se le iluminó la mirada.

—Controla esto, tío, ¡ven a ver lo que me ha regalado mi padre!

Se lanzó sobre el sofá, cogió el mando de una Xbox 360 y me lo enseñó como si fuera un trofeo.

—No estará en casa el día de Navidad, así que me la ha dado antes. Es flipante.

Cerré la puerta y me quité el abrigo.

—Mola.

Estaba con un juego de carreras y yo suspiré con alivio: lo que necesitaba era exactamente eso, perder el tiempo a lo tonto.

—¿Tienes otro mando?

—Puedes usar el de mi padre —dijo señalando el televisor. Junto a él había un segundo mando, con el cordón pulcramente enrollado—. Pero no lo rompas, porque cuando vuelva va a traer «Madden» y vamos a jugar toda una temporada de fútbol, los dos. Si le estropeas el mando se cabreará mucho.

—No estaba pensando en darle ningún martillazo —repliqué mientras lo enchufaba y retrocedía hacia el sofá—. Venga, juguemos.

—Un momento —dijo—, antes tengo que terminar esto.

Reanudó la partida que estaba jugando e hizo un par de carreras; entremedias me aseguró que sólo era un pequeño torneo y que no duraba mucho, pero que no sabía cómo guardar la partida sin llegar al final. Finalmente, puso una carrera uno contra el otro y jugamos durante una o dos horas. Me ganó todas las veces pero no me importaba: estaba comportándome como un chaval normal y no tenía que matar a nadie.

—Qué malo eres —dijo al final—. Tengo hambre. ¿Quieres pollo?

—Vale.

—Queda un poco de anoche. Hicimos una celebración de Navidad adelantada, para mi padre.

Fue a la cocina y volvió con un cubo de pollo frito medio vacío; nos sentamos en el sofá a ver la televisión y tiramos los huesos en el cubo a medida que nos íbamos comiendo los trozos. Su hermana pequeña entró en el salón, cogió un trozo y volvió a su habitación sin hacer ruido.

—¿Vas a algún sitio a pasar la Navidad? —preguntó.

—No hay ningún sitio al que ir —dije.

—Igual que nosotros. —Se limpió las manos en el sofá y buscó otro muslo entre los huesos—. ¿Qué has hecho estos días?

—Nada. Cosas. ¿Y tú?

—Has estado haciendo algo —dijo mirándome de reojo—. Casi ni te he visto en dos semanas y eso significa que has estado haciendo algo por tu cuenta. Pero ¿qué puede ser? ¿Qué hace el joven psicótico John Wayne Cleaver en su tiempo libre?

—Me has pillado —respondí—, soy el asesino de Clayton.

—Sí, yo también lo pensé, pero solamente ha matado a… ¿cuántos, seis personas? Tú lo harías mucho mejor.

—Más no significa automáticamente mejor —dije, y me volví hacia la tele—. La calidad también cuenta.

—¿Qué te apuestas a que sé qué has estado haciendo? —dijo apuntándome con un muslo de pollo—. Has estado dándote el filete con Brooke.

—¿El filete?

—Enrollándote con ella —dijo Max poniendo morritos—. Montándotelo. Deslizándote por la pista.

—Creo que «deslizarse por la pista» significa «bailar».

—Y yo creo que eres un mentiroso de mierda.

—¿Qué? ¿Quién dices que es un mierda? ¿Tú? —pregunté—. Vaya, contigo nunca se sabe.

—Estás coladito por Brooke —dijo antes de darle un mordisco al pollo y reírse con la boca abierta—. Ni siquiera lo has negado.

—Pensaba que no hacía falta negar algo que es imposible de creer.

—Sigues sin negarlo.

—¿Por qué iba a estar colado por Brooke? —pregunté—. Eso ni siquiera sabe que yo… ¡mierda!

—¡Oye! —dijo Max—. ¿Qué pasa?

Me había referido a Brooke como «eso». Fue una estupidez, fue… horrible. ¿Cómo podía caer tan bajo?

—¿Qué pasa? ¿He metido el dedo en la llaga? —preguntó Max y se relajó de nuevo.

No le hice caso, miré al frente. Llamar «eso» a los seres humanos era un rasgo común de los asesinos en serie; no pensaban en otras personas como humanos sino como objetos, porque así era más fácil torturarlos y matarlos. Les resultaba más difícil torturar a «él» o a «ella», pero no tanto a «eso». «Eso» no tenía sentimientos. «Eso» no tenía derechos. «Eso» no era más que una cosa y con «eso» podías hacer lo que te viniera en gana.

—Hola —dijo Max—. Tierra llamando a John.

Siempre había llamado a los cadáveres de la funeraria «esto» o «eso», aunque mi madre y Margaret me regañaban si me oían decirlo. Pero nunca lo había usado para una persona viva, jamás. Estaba perdiendo el control. Por eso había ido a ver a Max, para recuperarlo, y no estaba funcionando.

—¿Quieres ver una película? —pregunté.

—¿Quieres decirme qué mierdas está pasando? —replicó Max.

—Necesito ver una película —dije—, o algo así. Necesito ser normal; tenemos que hacer algo normal.

—¿Como por ejemplo estar sentados en el sofá hablando de lo normales que somos? Nosotros, la gente normal, lo hacemos todo el tiempo.

—Venga, Max, ¡en serio! ¡Estoy hablando en serio! ¿Por qué crees que he venido?

Entrecerró los ojos.

—No lo sé… ¿Por qué has venido?

—Porque estoy… Está pasando algo. No estoy… ¡No lo sé! Estoy perdiendo…

—¿Perdiendo el qué?

—Todo —dije—. Lo estoy perdiendo todo. He roto todas las normas y ahora el monstruo ha salido a la luz y ya ni siquiera soy yo mismo. ¿Es que no lo ves?

—¿Qué normas? Tío, estoy flipando contigo.

—Tengo reglas que hacen que sea normal —aclaré—. Son para… mantenerme seguro. Para que todos estén a salvo. Una de ellas es que tengo que pasar tiempo contigo porque me ayudas a ser normal y últimamente no lo soy. Los asesinos en serie no tienen amigos ni tampoco compinches; están solos y ya está. Así que si estoy contigo me mantengo a salvo y no voy a hacer nada. ¿No lo entiendes?

A Max se le quedó la cara como si le estuviera lloviendo encima. Hacía tanto tiempo que lo conocía que sabía de qué humor estaba; qué hacía cuando estaba contento y qué si estaba enfadado. En ese momento tenía los ojos medio cerrados y el ceño fruncido, y eso significaba que estaba triste. Me pilló por sorpresa y lo miré impactado.

—¿Por eso has venido? —preguntó.

Asentí, desesperado por alcanzar algún tipo de vínculo con él. Me sentí como si me estuviera hundiendo.

—Y por eso hemos sido amigos durante estos últimos tres años —dijo—. Porque te obligas a ti mismo y crees que eso te hace normal.

Mira quién soy. Por favor.

—Pues bien, enhorabuena, John —continuó—. Eres normal. Eres el puto rey de lo normal, con tu mierda de normas y tus amigos de pega. ¿Es que hay algo que hagas que sea real?

—Sí —respondí—. Yo…

Justo en ese momento, mientras me miraba de esa manera, no se me ocurrió nada.

—Si sólo finges que somos amigos, entonces en realidad no me necesitas para nada —dijo y se puso en pie—. Todo eso lo puedes hacer tú solito. Ya nos veremos por ahí.

—Venga, Max.

—Sal de aquí.

No me moví.

—¡Fuera! —gritó.

—No sabes lo que estás haciendo —dije—. Necesito…

—¡Ni te atrevas a echarme la culpa a mí de que seas un bicho raro! —chilló—. ¡Nada de lo que haces es culpa mía! ¡Y ahora lárgate de mi casa!

Me levanté y cogí el abrigo.

—Ya te lo pondrás fuera —dijo y abrió la puerta de golpe—. Mecachis, John; en el instituto todo el mundo me odia y ahora ya no tengo ni a mi amigo raro.

Salí al frío de la tarde y Max cerró con un portazo a mi espalda.

***

Aquella noche Crowley volvió a matar y yo me lo perdí. Cuando volví de casa de Max el coche no estaba y la señora Crowley dijo que había salido a ver el partido. Esa noche no jugaba ninguno de sus equipos, pero fui hasta el centro de todos modos para ver si lo encontraba. El coche no estaba en su bar favorito ni en ninguno de los otros y llegué incluso hasta el Flying J para ver si lo encontraba allí. No lo encontré en ninguna parte. Llegué a casa mucho después de que anocheciera y él todavía no había regresado: estaba tan enfadado que tenía ganas de gritar. Volví a estampar la bicicleta y me senté en la entrada a pensar.

Quería ir a ver qué hacía Brooke —estaba desesperado por saberlo—, pero no fui. Me mordí la lengua y me reté a mí mismo a hacerme sangre, pero lo dejé y me levanté para darle un puñetazo a la pared.

No podía dejar que el monstruo tomase las riendas. Tenía un trabajo que hacer y un demonio que matar, así que no podía permitirme perder el control antes de hacer lo que debía… No, eso no era así. No podía permitirme perder el control y punto. Tenía que centrarme. Tenía que atrapar a Crowley.

Si no lo encontraba, al menos podía dejarle una nota. Ese día había estado tan distraído que no había preparado ninguna, pero tenía que comunicarle que, a pesar de que no podía verlo, sabía qué estaba haciendo. Me devané los sesos pensando qué podía utilizar sin incriminarme. El papel de la funeraria no era una opción, por supuesto, y tampoco me atrevía a subir a casa a buscar papel por si mi madre estaba aún despierta. Corrí hasta el jardín de Crowley, prácticamente invisible en mitad de la oscuridad, y busqué cualquier cosa. Al final encontré en el porche una bolsa de sal para la nieve; la guardaba allí para evitar que se le helaran las escaleras y el pavimento. Eso me dio una idea y al final pude concebir un plan.

A la una de la mañana, cuando Crowley llegó, el coche giró y se detuvo en seco, a medias entre la entrada y la calle. A la luz de los faros se veía una palabra escrita con cristales de sal; cada una de las letras tenía un metro de largo y relucía bajo los haces de luz:

DEMONIO

Un momento después, el señor Crowley puso el coche en marcha y borró las letras al pasar; después salió y barrió los restos con el pie. Yo lo miraba desde la oscuridad de mi cuarto, pinchándome con un alfiler, haciendo muecas de dolor.

Capítulo 13

—¡Feliz Navidad!

Margaret entró como un torbellino, cargada de regalos, y mi madre le dio un beso en la mejilla.

—Igualmente, feliz Navidad —dijo mi madre y le cogió algunos de los regalos para colocarlos junto al árbol—. ¿Hay algo más en el coche?

—Sólo queda la ensalada, pero ya la sube Lauren.

Mi madre se quedó boquiabierta y Margaret sonrió con picardía.

—¿De verdad ha venido? —preguntó en voz baja, asomando la cabeza por la puerta para mirar por las escaleras. Mi tía asintió—. ¿Cómo lo has conseguido? Yo la he invitado cuatro veces y nunca me ha dicho que sí.

—Anoche tuvimos una buena charla —dijo Margaret—. Y además creo que su novio la ha dejado.

Mi madre miró a su alrededor frenéticamente.

—No estamos listos para un comensal más… John, corre al piso de abajo y trae otra silla; mientras, colocaré otro cubierto. Margaret, eres una maravilla.

—Ya lo sé —dijo ella quitándose el abrigo—. No sé qué haríais sin mí.

Yo estaba sentado junto a la ventana, mirando con mucha atención la casa del señor Crowley, al otro lado de la calle. Antes de que me levantara, cogiera la llave y saliera por la puerta, mi madre me pidió la silla un par de veces más. Sólo hacía unos días que me había vuelto a dejar tocar la llave, y fue únicamente porque trajo demasiada comida para las Navidades y tuvimos que almacenarla en el congelador de la funeraria. Me crucé con Lauren en las escaleras.

—Hola, John.

—Hola, Lauren.

Mi hermana miró la puerta un instante.

—¿Está de buen humor?

—Cuando Margaret le ha dicho que venías, casi saca serpentinas por las orejas. Creo que ahora está sacrificando una cabra en tu honor.

Lauren entornó los ojos.

—Ya veremos cuánto le dura. —Volvió a mirar escaleras arriba—. No te alejes mucho de mí, ¿vale? Igual necesito refuerzos.

—Sí, yo también. —Bajé un peldaño más, pero me detuve y la miré—. Te ha llegado algo de papá.

—¿En serio?

—Ayer llegaron dos paquetes: uno para cada uno.

Yo había agitado el mío, le había dado golpecitos y había intentado ver al trasluz qué había dentro, pero no tenía ni idea de qué era. Todo lo que yo quería era una tarjeta: serían las primeras noticias que recibía de él desde la Navidad anterior.

Cogí una silla de la capilla de la funeraria y la subí. Mi madre revoloteaba de una habitación a otra, hablando sola pero en voz alta, recogiendo los abrigos, poniendo la mesa y echándole un vistazo a la comida. Era su clásica forma de prestar atención de forma indirecta: no hablaba con Lauren ni la trataba de forma especial, pero se mostraba muy ocupada para que ella supiese que le importaba que hubiese venido. Supongo que era un gesto bonito, pero también era el embrión de «hago todo esto por ti y ni siquiera te importa» a grito pelado. Tres horas para que Lauren se largara de allí con un portazo, ésa era mi apuesta. Al menos nos daba tiempo de comer antes.

La comida de Navidad consistía en jamón asado y patatas, aunque mamá había aprendido la lección de Acción de Gracias y no había intentado cocinarlo ella misma: compramos un jamón precocinado, lo guardamos en el congelador de la sala de embalsamar durante unos días y lo calentamos la mañana de Navidad. Comimos en silencio durante casi diez minutos.

—Aquí falta un poco de alegría navideña —dijo Margaret repentinamente antes de dejar el tenedor sobre la mesa—. ¿Algún villancico?

Todos nos quedamos mirándola.

—Ya me parecía que no. Pues entonces chistes. Que cada uno cuente uno y el mejor gana un premio. Empiezo yo. John, ¿has estudiado matemáticas?

—Sí, ¿por qué?

—Por nada —dijo Margaret—. Pues esto son dos funciones que están en una fiesta muy animada, con bebidas, y canapés y música…

—Éste se lo sabe todo el mundo —apuntó Lauren.

—Yo no —dijo mi madre. Yo tampoco lo había oído nunca.

—Sigo. ¡Y no me lo estropees! Bueno, pues están bailando y resulta que en una esquina hay una función que está muy sola.

—¿Una función? —preguntó mi madre.

—Sí —dijo Margaret—. El seno y el coseno y todo eso.

—Ella nació dos minutos antes que yo —me dijo mi madre fingiendo una burla—. No me deja pasar ni una.

—No me interrumpáis: ahora llega la mejor parte. Entonces una de las funciones se acerca a la que estaba sola en la esquina, que es una función exponencial, y le dice muy amablemente: «Oye, estamos ahí todos, bailando. ¿Por qué no te integras?»

Hizo una pausa cargada de dramatismo y todos la miramos, esperando. Lauren se rió.

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