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Authors: Dan Wells

Tags: #Intriga, Terror

No soy un serial killer (18 page)

BOOK: No soy un serial killer
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—¿No lo conoces? —preguntó—. ¿Qué os enseñan en la escuela hoy en día? ¡Es William Blake! —Me encogí de hombros y un momento después siguió hablando—. Una vez lo aprendí de memoria. —Volvió a caer en una especie de ensueño—: «¡Tigre! ¡Tigre!, luz llameante en los bosques de la noche. ¿Qué ojo o mano inmortal ideó tu terrible simetría
[4]

—Me suena —respondí.

Nunca prestaba mucha atención en las clases de literatura, pero era normal que recordase un poema que hablaba del fuego.

—El poeta le pregunta al tigre quién lo hizo y cómo —dijo Crowley con la barbilla enterrada en el cuello de su chaqueta—. «¿Qué martillo, qué cadena? ¿Qué horno forjó tu seso?» —Solamente se le veían los ojos, un par de pozos negros que reflejaban la danza del fuego—. Escribió dos poemas de este estilo, ¿sabes? «El cordero» y «El tigre». Uno estaba hecho de dulzura y amor, y el otro fue forjado con terror y muerte. —Crowley me miró; su mirada era oscura y pesada—. «Cuando los astros lanzaron sus venablos y cubrieron sus lágrimas los cielos, ¿sonrió al contemplar su obra? Quien te creó, ¿creó el Cordero?»

El fuego crepitaba y chisporroteaba. Nuestras sombras bailaban contra la pared de la casa que teníamos detrás. El señor Crowley se giró hacia el fuego.

—Me gustaría pensar que el mismo los hizo a los dos —dijo—. Me gustaría pensar eso.

Los árboles que había al otro lado del fuego relucían blanquecinos y los de más atrás se perdían en la oscuridad. El aire estaba quieto y oscuro, y el humo flotaba como la niebla. La luz del fuego iluminó la neblina; eclipsó a las farolas y cegó las estrellas.

—Es tarde —dijo el señor Crowley sin moverse—. Vete a casa. Yo vigilaré el fuego hasta que se apaguen las brasas.

Me puse en pie y metí el atizador para esparcir las brasas, pero levantó una mano temblorosa para impedírmelo.

—Déjalo estar —dijo—. No me gusta sofocar los fuegos. Déjalo estar.

Dejé el atizador y crucé la calle hacia mi casa. Cuando llegué a mi cuarto, eché un vistazo fuera y lo vi: seguía sentado, mirando.

Había visto a ese hombre matar a cuatro personas. Le había visto arrancar órganos, desgarrarse el brazo y transformarse delante de mí en algo grotescamente inhumano. Y a pesar de todo eso, por algún motivo, las palabras que había pronunciado junto al fuego me perturbaron más que cualquier otra cosa que hubiese hecho.

Me pregunté una vez más si sospechaba de mí; y, si lo hacía, de cuánto tiempo disponía antes de que me silenciara como hizo con Ted Rask. En la fiesta estaba a salvo y también después porque había demasiados testigos. Si desaparecía de su jardín después de que me hubiesen visto más de cincuenta personas, levantaría demasiadas sospechas. Decidí que no podía hacer nada. Si él no sabía nada, tenía que seguir adelante con el plan; y, en caso contrario, tampoco podía hacer mucho para pararle. En cualquier caso, sabía que el plan funcionaba: la nota lo había trastornado, puede que mucho. Tenía que seguir presionándolo, provocándole cada vez más miedo hasta que estuviera aterrorizado, porque sólo así podría llegar a controlarlo.

Al día siguiente le envié otra nota, por otro método distinto, para dejar mis intenciones muy claras:

TE VOY A MATAR.

Capítulo 12

Brooke se despertaba todas las mañanas alrededor de las siete. Su padre se levantaba a las seis y media, se duchaba y se vestía, y después despertaba a sus hijos mientras la madre hacía el desayuno. Entraba en la habitación de Ethan y encendía la luz; a veces jugaba a quitarle las mantas, otras cantaba en voz alta y una vez que no quería levantarse llegó a meterle una bolsa de brócoli congelado en la cama. Brooke era una privilegiada: su padre simplemente llamaba a la puerta, le decía que se despertara y sólo se marchaba cuando oía una respuesta. Después de todo, era una jovencita, más responsable que su hermano y necesitaba más intimidad. Nadie entraba sin permiso y sin llamar, ni se asomaba a su habitación, ni la veía hasta que ella quería.

Nadie excepto yo.

La habitación de Brooke estaba en la segunda planta de la vivienda, en la esquina izquierda de la parte trasera; eso significaba que tenía dos ventanas: una en el lateral, que daba a casa de los Peterman y siempre tenía la cortina corrida, y otra atrás, que daba al bosque y ella dejaba al descubierto. Vivíamos en el límite de la población, así que detrás no teníamos vecinos ni ninguna otra casa; en esa dirección no había nadie en varios kilómetros. Brooke pensaba que nadie la podía ver. A mí me parecía hermosa.

La veía cuando se incorporaba en la cama; entonces apartaba la colcha y se estiraba a placer antes de peinarse el pelo con los dedos. Dormía con un chándal gris grueso, que para ella era un color raro y apagado. A veces se rascaba las axilas o el culo, cosa que ninguna chica haría de saber que la estaban vigilando. Hacía muecas frente al espejo y a veces bailaba un poco. Después de un par de minutos cogía la ropa que se iba a poner y salía de la habitación para entrar en la ducha.

Pensé en pedir permiso para recogerles la nieve como hacía en casa del señor Crowley, así podría ponerla donde quisiera y tener mejor acceso al jardín. Pero, a menos que hiciera lo mismo en toda la calle, sería un poco sospechoso y no tenía tiempo para tanto. Ya estaba muy ocupado tal como iban las cosas.

Todos los días encontraba la manera de dejarle una nota al señor Crowley: algunas en el coche, como la primera, otras pegadas con celo a las ventanas o metidas en el quicio de la puerta, demasiado alto para que Kay las pudiera coger. Después de la segunda, ninguna de ellas fue una amenaza clara, sino que le mandaba pruebas de que sabía qué estaba haciendo:

JEB JOLLEY: RIÑÓN

DAVE BIRD: BRAZO

A medida que le iba dejando notas sobre las víctimas me aseguré de saltarme al vagabundo que había matado junto al lago, en parte porque no sabía cómo se llamaba y también porque tenía miedo de que hubiese visto las huellas de la bici en la nieve y no quería que atara cabos.

El último día de clase le mandé una nota que decía:

GREG OLSON: ESTÓMAGO

Ésta era la más importante, porque no habían encontrado el cuerpo de Greg Olson y, que Crowley conociera, nadie sabía nada del estómago. Después de leerla, se encerró en casa, pensativo. A la mañana siguiente fue a la ferretería y compró un par de candados para aumentar la seguridad del cobertizo y la puerta del sótano. Me preocupó un poco que pudiera estar volviéndose demasiado paranoico, y que yo pudiese perderle la pista, pero en cuanto terminó de instalar los candados vino a casa y me dio una copia de la llave del cobertizo.

—John, he cerrado el cobertizo; últimamente hay que andar con mucho cuidado. —Me dio la llave—. Ya sabes dónde están las herramientas, así que mantenlo limpio como siempre haces y, una vez más, muchas gracias por tanto como nos ayudas.

—Gracias —dije.

Todavía confiaba en mí: me dieron ganas de saltar de alegría. Le ofrecí mi mejor sonrisa de «nieto postizo».

—Me ocuparé de recoger la nieve.

Mi madre bajó las escaleras a mi espalda.

—Hola, señor Crowley, ¿todo bien?

—He puesto un par de candados nuevos, le recomiendo que haga lo mismo. El asesino aún anda suelto.

—Nosotras mantenemos la funeraria cerrada a cal y canto —dijo mi madre— y tenemos un sistema de alarma bastante bueno en la parte de atrás, donde guardamos los productos químicos. Creo que estamos bien protegidos.

—Su hijo es un buen chico —dijo él con una sonrisa. Entonces algún pensamiento le nubló la mente y miró calle abajo, desconfiado—. Este pueblo no es tan seguro como solía ser. No intento asustarla, es sólo que… —Se volvió hacia nosotros—. Tengan cuidado, eso es todo.

Se dio media vuelta y cruzó la calle apesadumbrado, con los hombros caídos. Cerré la puerta y sonreí.

Lo había engañado.

—¿Vas a hacer algo divertido? —preguntó mi madre. La miré con recelo y levantó las manos inocentemente—. Es una pregunta, nada más.

La esquivé en las escaleras y subí al piso de arriba.

—Voy a leer un rato.

Era mi excusa habitual para pasar horas en mi habitación vigilando la casa de los Crowley desde la ventana. En ese momento del día no podía acercarme, así que tenía que conformarme con la ventana.

—Últimamente pasas demasiado tiempo en tu cuarto —dijo mientras me seguía escaleras arriba—. Es el primer día de las vacaciones de Navidad, deberías salir y hacer algo divertido.

Eso era una novedad, ¿qué intenciones tenía mi madre? Había estado fuera de casa casi tanto como dentro, acechando sigilosamente en casa de los Crowley o de Brooke. Mi madre no sabía adónde iba ni qué hacía, pero era imposible que creyese que pasaba demasiado tiempo en la habitación. Seguro que tenía otra cosa en mente.

—Ponen esa película que hemos visto anunciada tantas veces —dijo—. Ayer la estrenaron aquí, por fin. Podrías ir a verla.

Me volví y la miré fijamente. ¿Qué estaba haciendo?

—Sólo digo que podría estar bien —dijo escondiéndose en la cocina para evitar mis miradas. Estaba nerviosa—. Si quieres ir, té daré el dinero para las entradas.

«Entradas», en plural, ¿a qué jugaba? No iba a ir al cine con mi madre, de eso nada.

—Ve tú si quieres —dije—, yo voy a terminar ese libro.

—No, yo estoy muy ocupada. —Salió de la cocina con un puñado de billetes y me los ofreció con una sonrisa nerviosa—. Puedes ir con Max. O con Brooke.

Ajá. Era por Brooke. Sentí cómo me sonrojaba, así que di media vuelta y me metí en mi habitación.

—¡He dicho que no!

Di un portazo y cerré los ojos. Estaba enfadado, pero no sabía por qué.

—La idiota de mi madre intentando que vaya al cine con la idiota de…

No podía decir su nombre en voz alta. Nadie debía saber lo de Brooke; ni siquiera Brooke sabía lo de Brooke. Le di una patada a la mochila y la tiré: estaba demasiado llena de libros como para volar hasta el otro lado del cuarto como yo hubiese querido.

Estar sentado a oscuras con Brooke no podía ser tan malo, pensé, independientemente de qué película pusieran. Imaginé su risa y pensé en cosas ingeniosas que decir para hacerla reír: «Esta peli es una mierda; deberían estrangular al director con uno de los rollos.» Brooke no se rió; abrió los ojos y se apartó de mí, como en el baile de Halloween. «Eres un
freak
—dijo—. Eres un enfermo mental.» «¡No es verdad! Tú lo sabes, me conoces. Me conoces mejor que nadie porque yo te conozco mejor que nadie en el mundo. Veo cosas que nadie más ve. Hemos hecho los deberes juntos, hemos visto la tele, hemos hablado por teléfono con…» El maldito teléfono… ¿con quién hablaba ella? Iba a averiguar quién era y matarlo.

Juré delante de la ventana y…

Estaba en mi habitación, jadeando. Brooke no me conocía porque no habíamos compartido nada, porque todo lo que habíamos hecho juntos eran cosas que ella hacía sola mientras yo la miraba a través de la ventana. Unas noches antes la había visto hacer los deberes y me di cuenta que los dos teníamos el mismo trabajo, pero eso no contaba como haberlo hecho juntos porque ella ni siquiera sabía que yo estaba allí. Y después, cuando sonó el teléfono y lo cogió y le dijo hola a quien fuera, fue como si se abriera un espacio entre nosotros. Sonrió al invasor en lugar de a mí y quise chillar, pero era consciente de que nadie estaba interrumpiendo nada porque yo era el único en todo el mundo que sabía que estaba pasando algo.

Me apreté los ojos con las palmas de las manos.

—La estoy acosando —musité.

Eso no era lo que tenía que hacer. Debía vigilar al señor Crowley, no a Brooke. Rompí las reglas para él, para nadie más; pero el monstruo había derribado el muro y había tomado el control antes de que me diera cuenta de lo que estaba haciendo. Ya apenas pensaba en el monstruo por lo bien fusionados que estábamos el uno con el otro. Levanté la mirada y crucé la habitación para acercarme a la ventana y observar la casa del señor Crowley.

—No puedo hacerlo.

Volví hasta la cama y le di otra patada más fuerte a la mochila; esta vez se deslizó por el suelo.

—Necesito ver a Max.

Cogí el abrigo y salí a toda prisa sin decirle nada a mi madre. Había dejado el dinero en la esquina de la encimera; lo cogí al pasar, me lo guardé en el bolsillo y salí dando un portazo.

La casa de Max estaba a tan sólo unos kilómetros de la mía y en bicicleta se llegaba enseguida. Volví la cara al pasar por delante de la casa de Brooke y me lancé por la calle demasiado deprisa, sin pensar en el hielo ni fijarme en si venían coches. Me vi a mí mismo rodeando el cuello de Brooke con las manos; al principio lo acariciaba, pero después lo apretaba hasta que ella chillaba y pataleaba y se ahogaba y todos sus pensamientos estaban centrados en mí y nada más que en mí, y yo era todo su mundo y…

—¡No!

La rueda trasera pisó una placa de hielo, la bici resbaló y me tiró hacia un lado. Conseguí no caerme, pero, en cuanto recobré el equilibrio, desmonté, la cogí como si fuese un garrote y la golpeé contra un poste de teléfonos. Hizo un sonido metálico y vibró entre mis manos, y cuando la solté quedó apoyada en el poste. Apreté los dientes.

«Debería llorar. Ni siquiera puedo llorar como un ser humano.»

Rápidamente, miré a mi alrededor para ver si alguien me observaba. Unos cuantos coches pasaban por allí, pero nadie me prestaba atención.

—Necesito ver a Max —mascullé de nuevo y recogí la bicicleta.

Llevaba semanas sin quedar con él fuera del instituto: pasaba todo el tiempo solo, escondido entre las sombras y enviándole notas al señor Crowley. No era un comportamiento seguro, ni siquiera sin las normas; especialmente sin ellas. La bici estaba bien; a lo mejor tenía algún rasguño, pero no estaba abollada. El manillar estaba desviado y demasiado duro como para enderezarlo sin herramientas, pero pude compensarlo sujetándolo torcido. Fui directo a casa de Max y me obligué a no pensar en nada más que en él. Era mi amigo. Era normal tener amigos. No era un psicópata si tenía un amigo.

Max vivía en un dúplex junto al aserradero, en un barrio que siempre olía a serrín y humo. La mayoría de la gente del pueblo trabajaba en la planta, incluida la madre de Max, pero su padre conducía un camión. Normalmente llevaba la madera del aserradero y estaba tanto tiempo fuera como en casa. No me caía bien y siempre que iba allí lo primero que hacía antes de entrar era buscar la gran cabina diésel. Aquel día no estaba, así que seguramente Max estaría solo en casa.

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