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Authors: Dan Wells

Tags: #Intriga, Terror

No soy un serial killer (30 page)

BOOK: No soy un serial killer
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Bueno, durante un tiempo.

Verás, yo también soy un monstruo: no soy un demonio sobrenatural, sino un crío que está un poco desquiciado. He pasado toda la vida procurando mantener mi lado oscuro bien encerrado en un lugar donde no pueda hacer daño a nadie; pero entonces apareció el demonio y la única manera de detenerlo era dar rienda suelta a esa parte de mí. Y ahora no sé cómo volver a enclaustrarlo.

A mi lado oscuro lo llamo Mr. Monster: el lado que sueña con cuchillos sangrientos e imagina qué aspecto tendrías con la cabeza ensartada en un palo. No tengo personalidad múltiple ni oigo voces ni nada, simplemente… Es difícil de explicar. Pienso en muchas cosas terribles y me es más fácil asumir esa faceta de mí si finjo que se trata de otra persona: no es John quien quiere cortar a su madre en pedacitos, ése es Mr. Monster. ¿Entiendes a qué me refiero? Ya me siento mejor.

Pero hay un problema: Mr. Monster está hambriento. Los asesinos en serie a menudo hablan de una necesidad, de un impulso que al principio son capaces de controlar pero que se acrecienta cada vez más hasta que es imposible de frenar y entonces pierden el control y vuelven a matar. Antes no entendía qué querían decir con eso, pero creo que ahora sí. Ahora lo siento en los huesos, tan insistente e inevitable como la necesidad biológica de comer, cazar y aparearse.

Ya he matado una vez; que vuelva a hacerlo solamente es cuestión de tiempo.

Capítulo 1

Era la una de la mañana y yo tenía la mirada clavada en un gato.

Seguramente era un gato blanco, pero en la oscuridad no podía estar seguro; la poca luz de luna que se filtraba a través de las ventanas rotas convertía la estancia en una versión más antigua de sí misma, en una escena de una película en blanco y negro. Las paredes de cemento eran grises; los bidones abollados y los montones de tablones de madera, grises; las pilas de botes de pintura usados, grises también; y en mitad de todo eso, negándose a moverse, estaba el gato gris.

Jugué con la garrafa de plástico que tenía en las manos, haciéndola oscilar atrás y adelante, escuchando el ruido de la gasolina que salpicaba en el interior. Tenía una carterita de cerillas en el bolsillo y un montón de trapos aceitosos a los pies. Allí había suficiente madera vieja y productos químicos como para alimentar un fuego espectacular y yo estaba desesperado por prenderlo, pero no quería lastimar al gato. Ni siquiera me atrevía a espantarlo porque tenía miedo de perder el control.

Así que me quedé mirándolo fijamente, a la espera. En cuanto se marchase, aquel sitio sería historia.

Era finales de abril y la primavera ya estaba ganando la batalla por transformar un condado de Clayton apagado y congelado en otro verde y alegre. Ni que decir tiene que gran parte de ello se debía a que el asesino de Clayton finalmente nos había dejado en paz: su maratón enfurecido de asesinatos duró prácticamente cinco meses pero entonces paró repentinamente y nadie sabía nada de él desde enero. A partir de entonces, el pueblo siguió un par de meses más comportándose como una masa aterrorizada; por las noches la gente cerraba puertas y ventanas con llave y se despertaba por las mañanas sin apenas atreverse a encender el televisor por si las noticias hablaban de otro cadáver hecho trizas. Sin embargo, no pasó nada y poco a poco empezamos a creer que la pesadilla se había terminado de una vez por todas y que ya no tendríamos ningún reto humano más que limpiar. Salió el sol, se derritió la nieve y la gente volvió a sonreír. Habíamos capeado la tormenta. Clayton llevaba casi un mes atreviéndose tímidamente a ser feliz.

De hecho, yo era la única persona que no estaba preocupada en absoluto. Sabía a ciencia cierta que el asesino de Clayton no existía desde el mes de enero. Al fin y al cabo, fui yo quien lo mató.

El gato se movió y dejó de prestarme atención para lamerse una pata. Me quedé totalmente inmóvil con la esperanza de que pasara de mí o me olvidase y saliera a cazar o algo parecido. Se supone que los gatos son depredadores nocturnos y aquél tenía que comer tarde o temprano. Saqué el reloj del bolsillo —uno barato de plástico al que le había arrancado la correa— y volví a mirar la hora. La una y cinco. El plan estaba saliendo bastante mal.

El almacén había sido edificado mucho, mucho tiempo atrás por una constructora que lo utilizaba como depósito de suministros, cuando el gran aserradero del pueblo todavía era nuevo y la gente aún pensaba que Clayton podía llegar a ser algo. Nunca fue así y, aunque el aserradero seguía saliendo adelante no sin cierta dificultad, la constructora decidió limitar las pérdidas y se marchó para casa. Durante los años que siguieron, no fui yo el único que utilizó el edificio abandonado: las paredes estaban cubiertas de pintadas y, tanto dentro como a su alrededor, había latas de cerveza y envoltorios vacíos desparramados por todas partes. Había encontrado incluso un colchón detrás de unos palés de madera; supongo que durante algún tiempo debió de ser el hogar temporal de algún vagabundo. Me pregunté si el asesino de Clayton se lo había cargado también a él antes de que yo le parase los pies; en cualquier caso, el colchón estaba cubierto de moho por la falta de uso y supuse que nadie había estado allí en todo el invierno. En cuanto tuve la oportunidad, el colchón tuvo el honor de ser seleccionado para convertirse en el núcleo de una hoguera fabricada con mucha atención.

Sin embargo, aquella noche no había nada que hacer. Yo seguía normas y esas normas eran muy estrictas; la primera de ellas decía: «No herir animales.» Y por eso esa era ya la cuarta vez que el gato me impedía quemar el almacén. Supongo que debería estar agradecido, pero… realmente necesitaba calcinar algo. Cualquier día iba a pillar al gato y… No. No iba a hacerle daño. No iba a herir a nadie más.

«Respira hondo.»

Dejé la garrafa de gasolina en el suelo; no tenía tiempo para esperar a que el gato se marchase, pero sí podía prender algo más pequeño. Cogí un palé y lo arrastré afuera; después volví a por la gasolina. El gato seguía allí. En aquel momento estaba sentado en un cuadrado recortado de luz de luna, observándome.

—Un día de éstos… —dije. Me di media vuelta y salí.

Salpiqué el palé con algo de gasolina, lo suficiente como para facilitar la labor, y dejé la garrafa junto a la bicicleta, alejada de donde iba a estar el fuego. La seguridad es lo primero. Las estrellas estaban apagadas y los árboles del bosque parecían estar imponentemente cerca, aunque el almacén estaba en un claro de gravilla y hierba seca. La autopista dejaba escuchar su rumor por entre los árboles, cargada de camiones trasnochadores y algún que otro coche adormilado.

Me arrodillé junto al palé, respiré el olor penetrante a gasolina y saqué las cerillas. No me molesté en romper los tablones ni en construir una hoguera decente, simplemente encendí la cerilla, la dejé caer sobre la gasolina y miré cómo se encendía una llama amarilla y brillante. Las llamas lamieron la gasolina y después, lentamente, se pusieron manos a la obra con la madera. Observé atentamente, escuchando los chasquidos y el crepitar a medida que el fuego daba con una bolsa de savia. Cuando se adueñó de la madera, cogí el palé por una esquina que parecía segura y lo levanté; las lenguas se extendieron y después lo giré para que pudieran estirarse hacia arriba, hacia el resto de tablones. Se movían como un ser viviente, sondeando la madera con un fino dedo amarillo, probando su sabor y, por último, tendiendo la mano con glotonería y consumiéndola a lengüetazos.

Prendió bien, mejor de lo que esperaba. Me pareció una pena desperdiciar el fuego con un único palé.

Arrastré otro desde el almacén y lo dejé caer sobre las llamas. La fogata era lo suficientemente grande como para rugir y crepitar, y las llamas se abalanzaron sobre la madera nueva con evidente placer. Sonreí como el orgulloso dueño de un perro valiosísimo. El fuego era mi mascota, mi compañero y la única válvula de escape que me quedaba. Cuando Mr. Monster me pedía a gritos que rompiera las reglas y lastimara a alguien, siempre conseguía apaciguarlo con una buena hoguera. Observé las llamas destrozar el segundo palé y escuché el rumor apagado mientras absorbían oxígeno. Sonreí. Quería más madera, así que fui adentro a por dos palés más. Un poco más no le iba a hacer daño a nadie.

***

«Por favor, no me hagas daño.»

Me encantaba cuando decía eso. Por algún motivo, siempre pensaba que iba a decir: «¿Vas a hacerme daño?», aunque ella era demasiado inteligente para eso. Estaba atada a la pared, en el sótano de mi casa, y yo tenía un cuchillo en la mano: por supuesto que iba a hacerle daño. Brooke no hacía preguntas estúpidas y ése era uno de los motivos por los que me gustaba tanto.

«Por favor, John, te lo suplico: no me hagas daño.»

Podía escucharla durante horas. Me gustaba porque iba directa al grano: en aquella situación yo tenía todo el poder y ella lo sabía. Sabía que no importaba lo que ella quisiese, porque yo era el único que se lo podía dar. Solos en aquella habitación, con el cuchillo en la mano, yo era todo su mundo: sus esperanzas y sus miedos, todo a la vez.

Moví el cuchillo de manera prácticamente imperceptible y sentí un subidón de adrenalina al ver que lo seguía con la mirada. Primero hacia la izquierda, después hacia la derecha; arriba, abajo. Era una danza íntima, teníamos mentes y cuerpos en perfecta sintonía.

Ya lo había sentido antes, cuando blandí un cuchillo ante mi madre en la cocina de casa, pero incluso entonces sabía que Brooke era la única que contaba. Brooke era la persona con quien yo quería conectar.

Levanté el cuchillo y di un paso adelante. Como una pareja de baile, ella se movió al unísono y se apretó contra la pared con los ojos bien abiertos y la respiración acelerada. «Una conexión perfecta.»

«Perfecta.»

Todo era perfecto, tal y como lo había imaginado mil veces. Era una fantasía hecha realidad, una escena que me hacía sentir tan tremendamente completo que me sentía prácticamente fuera de mí. Sus grandes ojos centrados únicamente en mí. Cuando tendí la mano hacia ella, su piel suave temblaba. Sentí una oleada de emociones que se arremolinaban en mi interior y se vertían hacia el exterior, me provocaban ampollas en la piel.

«Esto no está bien. Es exactamente lo que siempre he querido y exactamente lo que siempre he querido evitar. Lo correcto y lo incorrecto al mismo tiempo.

»No sé distinguir los sueños de las pesadillas.»

Aquello sólo podía terminar de una manera; siempre de la misma forma. Hundía el cuchillo en el pecho de Brooke, ella chillaba y yo me despertaba.

—Despierta —dijo una vez más mi madre y encendió la luz.

Me di media vuelta y me quejé. Odiaba despertarme pero odiaba dormir aún más: demasiado tiempo a solas con mi subconsciente. Hice una mueca y me obligué a incorporarme. «He conseguido pasar otra noche. Solamente veinte horas más antes de tener que hacerlo otra vez.»

—Hoy es un gran día —dijo mi madre mientras abría las persianas de la habitación—. Después de clase tienes otra cita con Clark Forman. Venga, levanta.

Forcé la mirada para verla, con los ojos adormecidos.

—¿Otra cita con Forman?

—Te lo dije la semana pasada —dijo—. Seguramente será para que hagas otra declaración.

—Bueno, lo que él diga.

Me levanté de la cama y fui hacia la ducha, pero mi madre me obstruyó el paso.

—Espera —dijo severamente—. ¿Qué decimos?

—Hoy tendré buenos pensamientos y sonreiré a todos los que vea.

Sonrió y me dio una palmadita en el hombro. Ojalá tuviera un despertador.

—¿Qué quieres hoy, Cornflakes o Cheerios?

—Ya puedo ponerme los cereales yo solito —dije y me abrí paso hacia el baño.

Mi madre y yo vivíamos sobre la funeraria, en un un pequeño vecindario muy tranquilo que estaba a las afueras de Clayton. Técnicamente estábamos al otro lado de la frontera municipal, lo que nos ubicaba en el condado en lugar de en el pueblo; sin embargo, el sitio era tan pequeño que a nadie le importaba dónde quedaban los límites. Vivíamos en Clayton y gracias a la funeraria éramos una de las pocas familias que no tenían al menos un miembro trabajando en el aserradero. Uno podría pensar que en un pueblo como éste no habría suficientes muertes como para mantener a una funeraria a flote y tendría razón: estuvimos en la cuerda floja la mayor parte del año anterior y pagamos las facturas no sin muchos esfuerzos. Mi padre pagaba una pensión alimenticia o, mejor dicho, el gobierno le daba un suplemento para que lo pagara, y aun así no era suficiente. Pero entonces el otoño anterior apareció el asesino de Clayton y nos dio mucho que hacer. La mayor parte de mí pensaba que era triste que tanta gente tuviera que morir para que el negocio fuera solvente, pero Mr. Monster estaba encantado.

Naturalmente mi madre no sabía nada de Mr. Monster; sabía, sin embargo, que me habían diagnosticado un trastorno de la conducta, que en realidad es la manera más fina de decir que soy un sociópata. La terminología oficial es trastorno antisocial de la personalidad, pero sólo se puede denominar así si el sujeto tiene a partir de dieciocho años. A mí me faltaba todavía un mes para los dieciséis, así que me quedé con trastorno de la conducta.

Me encerré en el baño y me miré al espejo: estaba cubierto de notas y Post-its que mi madre dejaba para que nos acordásemos de las cosas importantes. No cosas de diario como una cita con el médico, sino palabras que debían servirnos de guía a largo plazo. A veces la escuchaba recitándolas mientras se arreglaba por las mañanas; cosas como «Hoy será el mejor día de mi vida» y mierdas como ésa. La más grande era una nota que había escrito específicamente para mí en la que había recopilado una lista de normas escritas sobre papel rayado de color rosa y que había pegado a la esquina con un pedazo de celo. Eran las mismas normas que yo mismo había creado años antes para mantener a Mr. Monster bien encerrado y yo solito me las había arreglado muy bien hasta el año anterior, cuando tuve que dejarlo suelto. Mi madre había decidido que tenía que asegurarse de que las cumplía. Mientras me cepillaba los dientes, leí la lista:

NORMAS

· No hacer daño a los animales.

· No prender fuego a las cosas.

· Cuando tenga malos pensamientos sobre una persona, apartar esos pensamientos y hacerle un cumplido.

· No llamar «eso» a las personas.

· Si empiezo a seguir a alguien, debo pasar por alto a esa persona tanto como pueda durante toda una semana.

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