Como era de esperar, todos respondieron entusiasmados y, una vez iniciada la ronda de vítores, fue difícil pararla. Brindaron a la salud de todos, desde la del señor Laurence, que era considerado el mecenas del grupo, hasta la de un conejillo de Indias que se había acercado a buscar a su joven dueño. Por ser el mayor de los nietos, Demi fue el encargado de entregar a la reina del día los regalos, que eran tantos que tuvieron que usar una carretilla para acercarlos. Algunos estaban mal hechos, pero lo que para otra persona hubiesen sido defectos, para la abuela eran virtudes, porque le encantaba recibir regalos de sus nietos. Para la señora March, cada puntada que Daisy había dado pacientemente al hacer la bastilla de su pañuelo era mejor que el más delicado de los bordados. La caja de zapatos que había hecho Demi era una obra de arte, aunque la tapa no cerrase bien; el escabel de Rob tenía unas patas inestables y se movía mucho, pero la abuela lo encontró muy blandito. Y ninguna página del suntuoso libro que la hija de Amy le entregó tenía más valor para la señora March que aquella en la que la niña había escrito en titubeante caligrafía: «Para mi querida abuela, de su pequeña Beth».
Mientras duró esta ceremonia, los muchachos desaparecieron misteriosamente, y después de que la señora March tratase de dar las gracias a sus nietos y rompiese a llorar, y mientras Teddy le secaba las lágrimas con su delantal, el profesor empezó a cantar. Poco a poco, se fueron sumando voces que llegaban, como un eco, de la copa de los árboles, hasta formar un coro invisible que entonaba una canción compuesta por Laurie a la que Jo había puesto letra, y que el profesor había ensayado con los muchachos para lograr un efecto espectacular. Aquello era una novedad y fue todo un éxito. La señora March no salía de su asombro y se empeñó en estrechar la mano de todos aquellos pájaros sin alas, desde los altos Franz y Emil hasta el pequeño cuarterón, que era el que tenía la voz más dulce.
Al terminar, los muchachos fueron a divertirse otro poco y dejaron a la señora March y a sus hijas charlando a la sombra de los árboles.
—No creo que nunca vuelva a sentirme desgraciada, ya que he visto cumplirse mi mayor deseo —dijo la señora Bhaer, apartando la mano de Teddy del jarro de la leche que el pequeño agitaba con pasión.
—Sin embargo, tu vida es muy distinta de la que imaginaste hace tiempo. ¿Recuerdas nuestros castillos en el aire? —preguntó Amy, que sonrió al ver a Laurie y a John jugar a críquet con los chicos.
—¡Mis queridos muchachos! Me alegra ver que se olvidan del trabajo y se divierten por un día —comentó Jo, que ahora siempre hablaba en tono maternal sobre todo el mundo—. Sí, los recuerdo, pero la vida que quería entonces ahora me parece egoísta, solitaria y fría. No he perdido la esperanza de escribir un buen libro algún día, pero puedo esperar y estoy segura de que será para mejor, porque podré inspirarme en escenas como esta —añadió Jo señalando desde los alegres muchachos que se veían a lo lejos hasta su padre, que caminaba del brazo del profesor, embebidos en una conversación de la que ambos disfrutaban, y, por último, a su madre, sentada como una reina en su trono, rodeada de sus hijas, con sus nietos en el regazo y a sus pies, como si aquel rostro que nunca envejecería para ellos les aportase consuelo y dicha.
—Mi sueño es el que mejor se ha cumplido. Yo aspiraba a tener grandes lujos pero, en el fondo de mi corazón, sabía que podría ser feliz en una casa pequeña, con un hombre como John y mis queridos hijos. Gracias a Dios, tengo todo eso y soy la mujer más dichosa del mundo. —Meg descansó la mano sobre la cabeza de su hijo mayor, con una expresión llena de ternura y de satisfacción.
—Mi sueño es muy distinto del que había imaginado, pero no lo cambiaría por nada, aunque, al igual quejo, no renuncio por completo a mi afición artística ni me quiero limitar a ayudar a otros a cumplir sus sueños creativos. He empezado a trabajar en una escultura de nuestra hija y Laurie dice que es mi mejor obra hasta la fecha. Yo estoy de acuerdo con él y tengo pensado hacerla en mármol para que, pase lo que pase, conserve siempre la imagen de mi angelito.
Mientras Amy hablaba, un lagrimón cayó sobre el cabello dorado de la niña, que dormía en sus brazos, pues su amada hija era un ser frágil y el miedo a perderla era la única sombra que enturbiaba la afortunada vida de Amy. Aquella cruz había hecho mucho bien a los padres, porque la pareja estaba más unida no solo por el amor, sino también por el dolor. Amy era cada vez más dulce, profunda y tierna, y Laurie se había vuelto más serio, fuerte y firme; ambos estaban aprendiendo que la belleza, la juventud, la fortuna e incluso el amor no evitan que los más bendecidos conozcan la preocupación y el pesar, la pérdida y la aflicción, porque:
En toda vida, hay días de lluvia,
días oscuros y días tristes y grises.
—Está mejorando, querida, estoy segura de ello. No pierdas la esperanza ni la alegría —repuso la señora March cuando la amorosa Daisy se inclinó desde su regazo para acercar su sonrosada mejilla a la de su pálida prima.
—No desfalleceré mientras te tenga a ti para animarme, mamá, y a Laurie para llevar más de la mitad de la carga —afirmó Amy con cariño—. Ante mí, nunca da muestras de preocupación, es atento y paciente conmigo, y afectuoso con Beth. Es mi mayor apoyo y consuelo. ¡Le quiero mucho! Así que, a pesar de mi cruz, puedo decir, al igual que Meg, que soy una mujer feliz.
—No es preciso que yo diga nada, porque salta a la vista que soy mucho nías feliz de lo que merezco —aseguró Jo, y miró a su bondadoso marido y a sus mofletudos hijos, que daban volteretas por el césped, detrás de ella—. Fritz está encaneciendo y engordando, y yo me estoy volviendo más delgada que una sombra y tengo más de treinta años. No seremos ricos jamás y Plumfield podría ser pasto de las llamas una noche de estas, porque el incorregible Tommy Bangs sigue fumando cigarrillos en la cama, aunque se ha quemado la ropa en tres ocasiones ya. Pero, a pesar de estos hechos tan poco románticos, no me puedo quejar de nada y mi vida nunca había sido tan pistonuda. Perdonad la expresión pero, como vivo rodeada de muchachos, no puedo evitar utilizar alguna de sus palabras de vez en cuando.
—Sí, Jo, creo que tendrás una buena cosecha —dijo la señora March espantando con la mano un gran grillo negro que miraba a Teddy desconcertado.
—Ni la mitad de buena que la tuya, mamá. Aquí está la prueba. Nunca te agradeceremos lo bastante tu paciencia a la hora de sembrar y dejarnos madurar —comentó Jo, con la amorosa impetuosidad que jamás lograría controlar.
—Espero que, cada año, haya más trigo y menos paja —murmuró Amy.
—Es un buen haz, querida Marmee, pero sé que en tu corazón tienes lugar para todos —añadió Meg con ternura.
Emocionada, la señora March estiró los brazos como si quisiera acercar a su pecho a sus hijas y a sus nietos, y dijo, con una expresión y una voz llenas de amor, gratitud y humildad de madre:
—¡Oh, mis niñas, por mucho que viváis, nunca seréis más felices que hoy!