La señora March tendió la mano a Jo, que la aceptó con una sonrisa y lágrimas en los ojos y prosiguió con un entusiasmo que no le habían visto en mucho tiempo.
—En una ocasión, le expliqué mi idea a Fritz y dijo que era exactamente lo que él quería hacer, y acordamos que lo haríamos cuando nos volviésemos ricos. ¡Que Dios le bendiga! Lleva haciéndolo toda la vida, me refiero a ayudar a niños pobres, no a hacerse rico. Eso nunca lo será porque no es capaz de retener el dinero en su bolsillo el tiempo suficiente para que aumente. Pero ahora, gracias a mi vieja tía, que me quería más de lo que merecía, soy rica… O cuando menos, me siento como si lo fuera, y si la escuela funciona bien podremos vivir en Plumfield sin apuros. El lugar es perfecto para los niños, la casa es grande y los muebles son sencillos y resistentes. Dentro, hay sitio para muchos y, fuera, les sobrará espacio para jugar. Podrían ayudarnos con el jardín y el huerto. Es un trabajo saludable, ¿no? Fritz les enseñará y dará clases a su modo, y papá podría echarle una mano. Yo me encargaré de darles de comer, cuidarlos, mimarlos y reñirlos, y mamá será mí ayudante. Siempre he querido tener muchos niños y nunca he tenido suficientes. Ahora podré llenar la casa y divertirme con ellos. ¡Imaginad qué lujo! Plumfield mío y un montón de niños libres disfrutándolo a sus anchas junto a mí.
Mientras Jo hacía gestos con la mano y dejaba escapar un suspiro de felicidad, en la familia se desataba una tormenta de carcajadas. El señor Laurence rió tanto que pensaron que iba a sufrir una apoplejía.
—No le veo la gracia —dijo ella, muy seria, cuando pudieron oírla—. Me parece muy normal que un profesor quiera abrir una escuela y que yo prefiera vivir en una casa de mi propiedad.
—Se está dando aires —dijo Laurie, que pensaba que la idea no era más que una buena broma—. ¿Puedo preguntar cómo pensáis mantener el colegio? Si todos los estudiantes son pequeños granujas, mucho me temo que la cosecha no será muy provechosa desde el punto de vista material, señora Bhaer.
—Vamos, Teddy, ¡no seas aguafiestas! Por supuesto, también tendré alumnos ricos, tal vez incluso empiece solo con ellos. Después, cuando ya haya arrancado, acogeré a dos o tres granujas para disfrutar. Con frecuencia, los hijos de los ricos necesitan tanto apoyo y atención como los de los pobres. He visto a muchos niños desgraciados al cuidado exclusivo de los criados, y a otros tímidos obligados a sobresalir, lo que es una crueldad. Algunos son traviesos porque no los saben educar o no los atienden, y otros han perdido a su madre. Además, la mayoría tiene problemas durante la edad del pavo, que es cuando más paciencia y ternura necesitan. Los mayores se ríen de ellos o los incordian, los mantienen fuera de su vista y esperan que, de sopetón, pasen de ser unos niños preciosos a unos jóvenes educados. Estos pobrecillos valientes rara vez protestan, pero lo sienten. Lo he vivido de cerca y sé de qué hablo. Me interesan mucho estos jovencitos y quiero mostrarles que, a pesar de la torpeza de sus pies y sus brazos y el desorden de sus ideas, yo veo al muchacho afectuoso, honrado y bienintencionado que llevan dentro. Y tengo experiencia, ¿acaso no he educado a un joven que ahora es la honra de esta familia?
—Yo doy fe de que lo intentaste —dijo Laurie mirándola con gratitud.
—Y el éxito ha superado con creces mis expectativas; mírate, un hombre industrioso, estable y sensato, que invierte su dinero en hacer el bien a los demás y, en lugar de apilar dólares, suma ayudas a los más necesitados. Pero no eres simplemente un hombre industrioso, aprecias las cosas buenas y hermosas, las disfrutas y te gusta compartirlas con los demás, como hacíamos antaño. Estoy orgullosa de ti, Teddy, porque cada año eres mejor que el anterior y todos nos damos cuenta, aunque no quieras que te lo digamos. Sí, cuando tenga a mi grupo de niños, te señalaré y diré: «Caballeros, ese es el modelo a seguir».
El pobre Laurie no sabía dónde mirar, pues, a pesar de ser un hombre hecho y derecho, se sintió de nuevo como un niño vergonzoso cuando aquella ráfaga de elogios hizo que todos se volvieran hacia él y le mirasen con aprobación.
—Bueno, Jo, me parece que exageras —dijo, en el mismo tono que empleaba cuando era un muchacho—. El mérito es tuyo y no sé cómo dártelas gracias, salvo, tal vez, esmerándome por no decepcionarte. He de decir que en los últimos tiempos me sentí algo abandonado, pero encontré la mejor de las ayudas, así que, si he logrado algo, el mérito es de ellos dos. —Y, al decir esto, puso dulcemente una mano sobre la cabeza cana de su abuelo y la otra en la de Amy, que nunca estaban demasiado lejos de él.
—¡Sin dúdala familia es lo más hermoso del mundo! —exclamó Jo, que se sentía más animada de lo normal—. Cuando tenga la mía, confío en que será tan dichosa como las tres que tan bien conozco y tanto quiero. Si John y Fritz estuviesen aquí, esto sería el cielo en la Tierra —añadió más serena. Y aquella noche, cuando se retiró a su habitación, tras una velada de consejos familiares, esperanzas y planes, su corazón estaba tan pictórico que, para calmarse, se arrodilló junto a la cama vacía que estaba junto a la suya y, llena de ternura, evocó el recuerdo de Beth.
Aquel fue un año sorprendente en el que todo pareció ocurrir a un ritmo extrañamente rápido y de la mejor de las maneras. Sin apenas darse cuenta, Jo se encontró casada e instalada en Plumfield. Después, una familia de seis o siete muchachos surgió de la nada, como una seta, y floreció de manera sorprendente. Eran niños pobres y ricos; el señor Laurence les remitía continuamente niños indigentes con historias emotivas, rogaba a los Bhaer que se hiciesen cargo de ellos y se ofrecía a costear su manutención. De ese modo, el astuto anciano sorteaba el orgullo de Jo y la ponía en contacto con la clase de muchachos con los que ella tanto disfrutaba.
Por supuesto, al principio el trabajo se le hizo un poco cuesta arriba y Jo cometió más de un error; pero el inteligente profesor la supo guiar hacia aguas más tranquilas y, al final, conquistaron el corazón de hasta el nías granuja. ¡Cómo disfrutaba Jo con sus muchachos libres, y cómo hubiese sufrido la pobre tía March de haber visto a Tom, Dick y Harry invadir el sagrado recinto, ordenado y pulcro, de Plumfield! Al fin y al cabo, había cierta justicia poética en la situación, ya que la vieja dama había atemorizado a los jóvenes de la comarca y, ahora, los desterrados disfrutaban de los ciruelos prohibidos, armaban jaleo en el patio con sus profanas botas sin que nadie los riñese y jugaban al críquet en el amplio campo en el que «la irritable vaca con un cuerno roto» solía recibir a embestidas a los mozalbetes que se acercaban. Aquello se convirtió en un paraíso para muchachos y Laurie propuso que le llamasen «Jardín de Infancia Bhaer» en honor a su maestro y para describir mejor a sus habitantes.
Nunca fue una escuela de moda ni sirvió para que el profesor amasase una fortuna, pero fue exactamente lo quejo esperaba, «un hogar feliz para muchachos que necesitaban formación, atención y ternura». Pronto, todas las habitaciones estuvieron llenas, cada tiesto del jardín tuvo dueño y se creó un equipo de mantenimiento para el granero y el establo —estaba permitido tener animales domésticos—, y tres veces al día Jo sonreía a Fritz desde la cabecera de una larga mesa a la que se sentaban jóvenes que tenían siempre una mirada afectuosa, una palabra confiada y un corazón lleno de amorosa gratitud hacia «mamá Bhaer». Al fin tenía tantos niños como quería y no se cansaba de ellos, a pesar de que no eran unos angelitos y algunos daban al profesor y la profesora más de un quebradero de cabeza. Pero su fe en que aun el más travieso, descarado y provocador albergaba bondad en su corazón les proporcionaba paciencia y habilidad para, con el tiempo, salir airosos, porque ningún muchacho se podía resistir a la benevolente presencia de papá Bhaer, que los iluminaba constantemente como un sol, ni al sempiterno perdón de mamá Bhaer. Jo valoraba mucho la amistad de los muchachos, las palabras de arrepentimiento que musitaban entre lágrimas después de hacer una barrabasada, las graciosas o emotivas confidencias en las que le participaban sus ilusiones, esperanzas y planes, incluso sus penas, que solo compartían con ella y con las que se ganaban su simpatía. Había muchachos torpes y vergonzosos, sosos y divertidos, muchachos que ceceaban y otros que tartamudeaban, alguno que cojeaba y un alegre cuarterón al que no aceptaban en ningún otro lugar y que acogieron en el Jardín de Infancia Bhaer, a pesar de que ciertas personas predijeron que su admisión supondría la ruina del colegio.
Sí, Jo era una mujer muy feliz allí, a pesar del duro trabajo, de los muchos nervios y del perpetuo estruendo. Disfrutaba de verdad y el aplauso de sus muchachos le producía mucha mayor satisfacción que cualquier elogio. Ahora solo contaba historias a su pequeño grupo de admiradores. Con el paso de los años, Jo tuvo dos hijos que aumentaron su felicidad. Al primero le llamaron Rob, en honor a su abuelo, y el segundo, Teddy, era un niño despreocupado que había heredado la naturaleza noble de su padre y el espíritu animoso de su madre. Que pudieran criarse bien en aquella vorágine de muchachos era un misterio para su abuela y sus tías, pero el caso es que ambos florecieron como dientes de león en primavera, y sus rudas niñeras los querían y cuidaban estupendamente.
De las muchas fiestas que celebraban en Plumfield, una de las más entrañables era la de la recogida de la manzana, porque todos, los March, los Laurence, los Brooke y los Bhaer, se reunían y pasaban el día juntos. Cinco años después de la boda de Jo, organizaron una de esas fiestas. Era un apacible día de octubre y el aire tenía un frescor estimulante que animaba los sentidos y hacía que la sangre fluyese más rápido por las venas. El viejo huerto estaba vestido de gala; los muros, llenos de musgo, estaban rematados con varas de oro y ásteres, los saltamontes daban enérgicos brincos sobre la marchita hierba y los grillos cantaban como gaiteros en un día de feria. Las ardillas estaban muy ocupadas con su pequeña cosecha, los pájaros piaban su despedida desde los alisos del camino y los árboles estaban listos para dejar caer una lluvia de manzanas rojas o amarillas al primer golpe de vara. No faltaba nadie, todos reían y cantaban, trepaban por los troncos y caían; todos dijeron no recordar otro día más feliz ni un marco mejor para celebrarlo, y todos se dedicaron a disfrutar del momento en libertad, como sí la pena y la preocupación se hubiesen borrado del mundo.
El señor March paseaba plácidamente, citando a Tusser, Cowley y Columella mientras charlaba con el señor Laurence y saboreaba una dulce sidra. El profesor iba arriba y abajo por los verdes pasillos como un robusto caballero teutón, con un palo por lanza, seguido por los muchachos, que formaban una auténtica compañía con ganchos y escaleras y hacían maravillas tanto recogiendo del suelo como haciendo caer los frutos de los árboles. Laurie se dedicó a los más pequeños, paseó a su hijita en un cesto, levantó a Daisy para que viera los nidos de los pájaros y cuidó de que el aventurero Rob no se partiese el cuello. La señora March y Meg, sentadas entre las montañas de manzanas cual Pomonas, clasificaban los frutos que llegaban sin parar. Mientras tanto, Amy dibujaba, con una hermosa y maternal expresión en el rostro, a los distintos grupos y vigilaba al caballero pálido que estaba sentado junto a ella, con su muleta al lado y cata de adoración.
Aquel día, Jo estaba a sus anchas y corría con el vestido recogido, el sombrero en cualquier lugar menos en la cabeza y su hijo bajo el brazo, dispuesto a vivir cualquier aventura. El pequeño Teddy parecía protegido por un hechizo, ya que nunca le ocurría nada malo. Jo no se angustiaba si le veía trepar por un árbol con un muchacho, galopar sobre una rama o comer las amargas bayas rojas que le daba su indulgente papá, que, como buen alemán, creía a pies juntillas que el estómago de un niño puede digerir cualquier cosa, desde col en vinagre hasta botones, uñas o sus propios zapatos. Sabía que el pequeño Ted volvería, sonrosado y sin un rasguño, sucio y tranquilo, y siempre le recibía afectuosamente, porque Jo quería mucho a sus hijos.
A las cuatro, hicieron una pausa. Los cestos permanecieron vacíos mientras los recolectores descansaban y comparaban sus cosechas y sus magulladuras. Entonces, Jo y Meg, ayudadas por un destacamento de los muchachos mayores, montaron la mesa sobre la hierba, porque un día de júbilo como aquel siempre terminaba con una gran merienda. En aquellas ocasiones, la tierra se inundaba, literalmente, de leche y miel, ya que no obligaban a los chicos a sentarse a la mesa y estos podían comer como les venía en gana y disfrutar de la libertad que tan esencial es para un alma joven; para sacar el máximo partido a una situación tan poco frecuente, algunos probaban a beber leche haciendo el pino, otros jugaban a la pídola y comían pastel entre salto y salto; sembraban galletas a voleo por todo el campo y las empanadas de manzana acababan posadas sobre las ramas de los árboles como una nueva clase de pájaro. Las niñas organizaron su propia merienda y Ted picoteaba de los platos a su antojo.
Cuando ya nadie era capaz de comer más, el profesor propuso el primero de los brindis, que solían hacer en tales circunstancias:
—¡Dios bendiga a la tía March! —El brindis era sincero, pues el bueno de Bhaer no olvidaba lo mucho que debía a la anciana, y bebió en silencio, junto a los muchachos, que habían aprendido a respetar y mantener viva la memoria de la tía—. ¡Y ahora, por los sesenta años de la abuela!