Mujercitas (80 page)

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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

BOOK: Mujercitas
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Rara vez lo es y, desde la perspectiva de quien cumple veinticinco años, los treinta pueden parecer el fin de todo, pero la verdad no es tan mala como amenaza y es posible seguir feliz cuando se tiene un buen respaldo. A los veinticinco, las jóvenes empiezan a comentar la posibilidad de quedarse solteras pero, en secreto, piensan que eso no les ocurrirá jamás. A los treinta, no dicen nada pero aceptan las circunstancias en silencio y, si son inteligentes, se consuelan pensando que tienen por delante veinte años de felicidad en los que aprender a envejecer con elegancia. No os riáis de las solteronas, jovencitas, porque suelen ser muy sensibles y ocultan trágicas historias de amor en corazones que laten quedamente bajo sobrios vestidos, y su silente renuncia a la juventud, la ambición y el amor vuelve sus apagados rostros especialmente hermosos a los ojos de Dios. Hay que entender incluso a las hermanas tristes y amargadas, porque no han conocido el aspecto dulce de la vida, y verlas con compasión, no con desdén; vosotras, jovencitas en la flor de la vida, recordad que la flor se marchitará, que la tez no permanecerá eternamente tersa y sonrosada, que en el cabello castaño aparecerán hebras plateadas y que, llegado un punto, la ternura y el respeto os parecerán tan valiosos como hoy lo son el amor y la admiración.

Caballeros, me refiero a vosotros, muchachos, sed educados con las solteronas, por pobres, poco atractivas y estiradas que sean, porque la única caballerosidad que merece la pena tener es aquella que nos lleva a respetar a nuestros mayores, proteger al débil y servir a las mujeres, sin importar su clase social, edad o color de piel. Recordad que las buenas tías, además de sermonear y preocuparse por todo, os han cuidado y mimado, a menudo sin que nadie se lo agradeciera, os han salvado de más de un aprieto, os han dado «propinas» en la medida de sus pequeños presupuestos; sus viejos y pacientes dedos han dado muchas puntadas y sus ancianos pies, muchos pasos por vosotros, de modo que no olvidéis tener con ellas, en justa gratitud, esas atenciones que toda mujer espera recibir a lo largo de su vida. Vuestra actitud no pasará inadvertida a las jóvenes de ojos vivos y os valorarán más por ello. Y si la muerte, que es el único poder que puede separar a una madre de su hijo, os roba la vuestra, a buen seguro os quedará el abrazo, tierno, cálido y maternal, de una tía soltera que habrá reservado siempre un lugar privilegiado en su solitario corazón para «el mejor sobrino del mundo».

Jo se debió de quedar dormida (como imagino que le habrá ocurrido al lector tras este pequeño sermón), ya que de pronto se encontró de frente con el fantasma de Laurie, Era un fantasma de carne y hueso, y estaba inclinado sobre ella, mirándola con aquella cara que solía poner cuando sentía algo y no quería que se le notase. Ella se quedó mirándole fijamente, perpleja y sin decir una sola palabra, hasta que él se encorvó y le dio un beso. Entonces, supo que era él, se levantó de golpe y exclamó con gran alegría:

—¡Teddy! ¡Mi Teddy!

—Querida Jo, entonces, ¿te alegras de verme?

—¿Alegrarme? ¡Válgame el cielo, no hay palabras para describir lo contenta que estoy! ¿Dónde está Amy?

—Se ha quedado con tu madre en casa de Meg, donde paramos de camino, y no he podido arrancar a mi esposa de allí.

—¿Tu qué? —exclamó Jo, pues Laurie había pronunciado aquellas dos palabras con un orgullo y una satisfacción que le delataban.

—¡Oh, vaya, qué diantre! Bueno, ya lo he dicho… —Y adoptó un aire culpable que hizo quejo se le echara encima.

—¿Os habéis casado?

—Sí, pero prometo no volver a hacerlo. —Y se arrodilló y juntó las manos como si fuese un penitente, pero con la expresión picara y alegre del que se siente un triunfador.

—¿De veras estáis casados?

—Eso creo, gracias.

—¡Por favor! ¿Qué otra barbaridad vas a cometer a continuación? —Jo se dejó caer en el sofá, ahogando un grito.

—Bueno, esa es una forma de felicitarnos muy original, aunque propia de ti —repuso Laurie, que seguía arrodillado pero radiante de satisfacción.

—¿Qué esperabas después de dejarme sin aliento? Te cuelas sin hacer ruido, como un ladrón, ¡y me das una noticia así, como si nada! Levántate, no seas ridículo, y cuéntamelo todo.

—No diré nada a menos que me dejes ocupar mi lugar de siempre y prometas no construir una barricada con los cojines.

Jo se rió porque hacía mucho tiempo que no hacía eso, dio unas palmadas en el sofá para invitarle a sentarse y dijo en tono cordial:

—El viejo cojín está en el desván, ya no es necesario. Ven aquí y confiésalo todo, Teddy.

—Cómo me alegra que me llames Teddy. Eres la única que lo hace. —Y Laurie se sentó muy contento.

—¿Cómo te llama Amy?

—Mi señor.

—Eso es muy propio de ella. Bueno, de verdad pareces un señor. —Por la forma en que le miró, estaba claro que Jo encontraba a su muchacho más apuesto que nunca.

El cojín había desaparecido, pero aun así había una barricada entre ellos. Era un muro lógico, creado por efecto del tiempo, la ausencia y los cambios en sus corazones. Ambos lo sintieron y, por un instante, se miraron el uno al otro como si una barrera invisible proyectase una pequeña sombra sobre ellos. Sin embargo, la distancia se disipó de inmediato cuando Laurie comentó, con fingida dignidad:

—Dime, ¿a que parezco un hombre casado, un auténtico cabeza de familia?

—En absoluto, y no creo que logres parecerlo nunca. Aunque has crecido y eres más fuerte, no has dejado de ser el pícaro de siempre.

—Venga, Jo, deberías tratarme con más respeto —empezó Laurie, que lo estaba pasando en grande.

—¿Cómo? Si pensar que te has casado y has sentado la cabeza me hace tanta gracia que no consigo ponerme seria —repuso Jo sonriendo con una alegría tan contagiosa que ambos se echaron a reír, tras lo que pudieron, al fin, mantener una buena charla, a la vieja usanza.

—No salgas a buscar a Amy con este frío, porque ya vienen todos hacia aquí. ¡Yo no podía esperar! Quería ser el primero en darte la gran noticia y ver tu reacción.

—¡Cómo no! ¡Pero has echado a perder la historia empezando por el final! En fin, ahora cuéntamelo todo, desde el principio. ¿Cómo empezó? Estoy ansiosa por saberlo.

—Bueno, accedí para complacer a Amy —dijo Laurie, con una risita maliciosa que hizo quejo exclamase:

—¡Primera mentira! Seguro que fue Amy la que accedió para complacerte a ti. Siga, caballero, pero diga la verdad, si es posible.

—Vaya, empieza a reaccionar, es un gusto verla así, ¿no te parece? —dijo Laurie mirando a la chimenea como si mantuviese una conversación con el fuego, y este respondió aumentando su brillo e intensidad como si le diese la razón—. Verás, como somos uno, da igual quién accediera a qué. Teníamos previsto volver a casa con los Carrol, hace un mes, pero de pronto cambiamos de idea y decidimos quedarnos a pasar el invierno en París. Sin embargo, mi abuelo tenía ganas de volver a casa y, puesto que había ido a Europa para acompañarme a mí, sentí que no podía dejarle marchar solo. Tampoco me quería separar de Amy pero, como la señora Carrol cree a pies juntillas en las carabinas a la antigua usanza inglesa y todas esas tonterías, no permitía que Amy me acompañase. Así que zanjé el asunto diciendo: «Casémonos, así podremos hacer lo que nos plazca».

—Por supuesto, siempre consigues lo que quieres.

—No siempre. —Al decir esto, algo en la voz de Laurie hizo quejo se precipitara a cambiar de tema.

—¿Y cómo lograste que la tía diese su consentimiento?

—No fue fácil, pero entre los dos conseguimos convencerla porque teníamos muchas razones a favor. No había tiempo para escribir y pedir permiso, pero sabíamos que a todos os encantaba la idea y que ya la habíais aceptado… Así que no era más que un trámite, como dice mi esposa.

—¡Hay que ver lo orgulloso que está de esas dos palabras y lo mucho que le gusta pronunciarlas! —apuntó Jo dirigiéndose a su vez al fuego, encantada de ver que los ojos de su amigo, que en su último encuentro estaban tristes y apagados, brillaban de felicidad.

—No me lo tengas en cuenta. Es una mujer tan fascinante que no puedo sino estar orgulloso de ella. Bueno, como te decía, ya que el tío y la tía se erigieron en defensores del decoro y nosotros estábamos tan perdidamente enamorados que no éramos capaces de pensar en nada más, decidimos que casarnos simplificaría mucho la cuestión. Así que lo hicimos.

—Pero ¿cuándo, dónde, cómo? —preguntó Jo dando rienda suelta a una incontrolable y febril curiosidad femenina.

—Hace seis semanas, en el consulado de Estados Unidos en París. Fue una boda muy discreta, claro está, porque, a pesar de nuestra felicidad, tuvimos muy presente a nuestra querida Beth.

Al oírle decir esto, Jo le tomó la mano y Laurie acarició el pequeño cojín rojo que tantos recuerdos le traía.

—¿Por qué no nos informasteis de inmediato? —preguntó Jo en voz más baja, tras un momento de silencio.

—Queríamos daros una sorpresa. Pensábamos venir directamente a casa, pero mi querido abuelo, una vez casados, dijo que necesitaba un mes para dejarlo todo listo antes de partir y propuso que fuésemos a pasar la luna de miel a donde quisiéramos. En una ocasión, Amy había comentado que Valrosa era un lugar ideal para una luna de miel, así que fuimos allí y pasamos los días más felices de nuestra vida. Imagínatelo, ¡amor entre las rosas!

A Jo le pareció que Laurie se olvidaba de que hablaba con ella y se alegró, porque el hecho de que le contase con tanta naturalidad y libertad esas cosas indicaba claramente que había olvidado y perdonado lo ocurrido entre ambos, Hizo ademán de separar la mano de la de Laurie pero, como si adivinase su intención, él la sujetó con firmeza y dijo, con una seriedad y una madurez desconocidas en el joven:

—Jo, querida, quiero decirte algo y, después, olvidaremos el asunto para siempre. Como te comenté en la carta en la que refería lo amable que era Amy conmigo, nunca dejaré de amarte, pero mi amor ha cambiado y he comprendido que es mejor así. Amy y tú habéis intercambiado los puestos que ocupabais en mi corazón, eso es todo. Creo que era mi destino y hubiese llegado a él de cualquier modo, aunque fuese dejando pasar el tiempo como tú pretendías. Pero, como la paciencia no es mi fuerte, se me rompió el corazón. Era muy joven, pasional e impulsivo. Me costó mucho comprender mi error. Y en verdad era un error, como tú me advertías, Jo, pero no me di cuenta hasta después de haberme puesto en ridículo. He de confesar que, en un momento dado, estaba muy confundido y no podía determinar a quién quería más, si a ti o a Amy, y traté de quereros a las dos igual, pero no me fue posible. Cuando me reuní con Amy en Suiza, las dudas se disiparon de golpe. Cada una pasó a ocupar el lugar que le correspondía y entendí que había dejado de amarte a ti antes de enamorarme de Amy y que podía quereros de forma distinta, a ti como a una hermana y a ella como a mi esposa. Te pido que creas en mi palabra y volvamos a ser los amigos que éramos en los viejos tiempos, cuando nos conocimos.

—Te creo, de verdad, pero nunca podremos volver a ser los niños que fuimos, Teddy, los buenos y viejos tiempos nunca volverán y no podemos esperar que eso ocurra. Ahora somos un hombre y una mujer con obligaciones, el tiempo de jugar terminó y debemos dejar atrás la fiesta y las travesuras. Estoy segura de que sientes lo que dices, veo que has cambiado y tú verás que yo tampoco soy la misma. Echaré de menos a mi joven amigo, pero querré tanto o más al hombre en el que te has convertido y te admiraré porque harás lo posible por ser quien yo creía que podrías ser. No podemos seguir actuando como compañeros de juegos, pero sí ser un hermano y una hermana que se quieren y se ayudan toda la vida. ¿No te parece, Laurie?

Él no dijo nada, pero tomó la mano que ella le tendía y bajó la mirada unos segundos, sintiendo que de la sepultura de una pasión juvenil surgía ahora una hermosa y sólida amistad que sería una bendición para ambos. Jo, que no quería que la vuelta a casa se tiñese de tristeza, apuntó con voz alegre:

—Me cuesta creer que estéis casados y vayáis a formar un hogar. Parece que fue ayer cuando le ataba el delantal a Amy y te tiraba del pelo cuando te burlabas de nosotras. ¡Válgame el cielo, el tiempo vuela!

—Puesto que uno de nosotros es mayor que tú, no tienes por qué hablar como una abuela. Como dice Peggotty, el aya de David Copperfield, soy un «muchacho bastante crecidito» y, cuando veas a Amy, convendrás conmigo en que es una niña muy precoz —dijo Laurie, divertido al ver que Jo adoptaba un aire maternal.

—Puede que tengas más años que yo, pero, en lo relativo a sentimientos, yo soy mucho más madura, Teddy. Las mujeres siempre lo somos. Y este último año ha sido tan duro que me siento como si hubiese cumplido los cuarenta.

—¡Pobre Jo! Te hemos dejado cargar sola con todo, mientras nosotros nos divertíamos. Estás más vieja; ahí veo una arruga, y allá otra. Cuando no sonríes, tienes la mirada triste, y al tocar el cojín, hace un segundo, he notado que estaba empapado con tu llanto. Es mucho lo que has tenido que sobrellevar, y lo has hecho sola. ¡Soy un animal egoísta! —Laurie se tiró del cabello, con aire arrepentido.

Jo dio la vuelta al cojín que la había delatado y, Ungiendo un ánimo que no tenía, dijo:

—No es así; cuento con la ayuda de papá y mamá, y los niños son un auténtico consuelo. Por otro lado, saber que tanto tú como Amy estabais bien y dichosos hizo que la pena fuese más llevadera. A veces me siento sola, pero creo que me hará bien y…

—Ya no te sentirás sola nunca más —la interrumpió Laurie, y le pasó el brazo por encima del hombro, como para protegerla de todo mal—. Amy y yo no podemos vivir sin ti, así que tendrás que venir a casa y recordarnos que debemos ser buenos y compartirlo todo, como hacíamos nosotros, y dejar que te mimemos. Así podremos disfrutar de la bendición y la felicidad que proporciona una amistad como la nuestra.

—Si no he de ser un estorbo, me encantaría. Me siento mucho mejor ahora porque, contigo cerca, mis males desaparecen. Siempre me consuelas, Teddy. —Jo descansó la cabeza sobre su hombro, como había hecho tiempo atrás, cuando Beth estaba enferma y Laurie le ofreció su apoyo.

Él la miró y se preguntó si estaría recordando aquel instante, pero Jo sonreía como si, en verdad, todas sus preocupaciones se hubiesen esfumado con su llegada.

—Sigues siendo la misma, Jo. Puedes llorar en un instante y, al minuto siguiente, estar riendo. ¿A qué viene esa cara de picara, abuelita?

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