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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Mujercitas (82 page)

BOOK: Mujercitas
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Mi querido amigo no se habría vestido con más cuidado si hubiese ido a una petición de mano, pensó Jo. De pronto, le asaltó una sospecha que k hizo sonrojarse de tal manera que dejó caer la labor y se agachó a recogerla para poder ocultar su rostro.

Sin embargo, la maniobra no le dio tan buen resultado como esperaba porque, aunque estaba hablando de cómo se prendía fuego en una pira funeraria, el señor Bhaer soltó metafóricamente la antorcha y se agachó a recoger el pequeño ovillo azul. Y, cómo no, se dieron un golpe en la cabeza, vieron las estrellas y ambos se incorporaron ruborizados y sonrientes, sin haber recuperado el ovillo, y volvieron a sus asientos deseando no haberse levantado.

Como Hannah se encargó de acostar a los niños y el señor Laurence se fue a casa a descansar, la velada se alargó sin problemas. Sentados alrededor de la chimenea, todos charlaron animadamente, sin ver el tiempo pasar, hasta que Meg, convencida de que Daisy se había caído de la cama y de que Demi se había prendido fuego al camisón al jugar con unas cerillas, decidió que era hora de regresar a casa.

—Ahora que volvemos a estar todos reunidos, deberíamos cantar como hacíamos en los viejos tiempos —propuso Jo, convencida de que cantar sería una forma segura y agradable de dar salida a la jubilosa emoción que sentía.

No estaban todos, pero nadie juzgó incorrectas o irrespetuosas esas palabras, puesto que Beth parecía estar allí —una presencia serena—, invisible, pero más querida que nunca, pues la muerte no podía romper los lazos familiares que el amor había vuelto indisolubles. La pequeña silla seguía en su lugar, el pulcro cesto que guardaba la labor que la joven dejó inacabada cuando la aguja se volvió demasiado pesada para sus dedos continuaba en el estante, y su amado instrumento, que casi nunca sonaba ya, seguía donde siempre. Y, por encima de todo eso, el rostro de Beth, sereno y sonriente como en los buenos tiempos, parecía observarlos y decir: «¡Sed felices, sigo aquí!».

—Amy, toca algo para que vean cuánto has aprendido —propuso Laurie, con el comprensible orgullo de un maestro que desea ver lucirse a su pupila.

Amy suspiró, miró con lágrimas en los ojos el taburete y dijo:

—Esta noche no, querido. Hoy no puedo tocar nada.

Sin embargo, mostró algo mejor que su habilidad o su brillantez al piano, ya que cantó las canciones que solía entonar Beth con una dulzura que ningún maestro puede enseñar y que llega al corazón de quienes la escuchan con una fuerza que solo la inspiración puede dar. La sala estaba en silencio, y a Amy se le quebró la voz al pronunciar la última frase de la canción favorita de Beth, que decía: «No existe dolor terreno que el cielo no pueda curar». Después, abrazó a su esposo, que estaba detrás de ella, y sintió que su regreso al hogar no era tan perfecto sin el beso de su hermana Beth.

—Y ahora, para terminar, el señor Bhaer nos cantará una canción —dijo Jo para evitar que aquel silencio lleno de dolor se prolongara.

El señor Bhaer se aclaró la garganta, dio un paso hacia Jo y repuso:

—Si usted la canta conmigo. Nos sale muy bien juntos.

Tal afirmación era una mentira piadosa, puesto que Jo tenía la gracia musical de un grillo. No obstante, habría aceptado hasta cantar una ópera si él se lo hubiese pedido. Así pues, se puso a gorjear sin prestar atención ni al tono ni al compás, pero no se notó mucho porque el señor Bhaer, como buen alemán, cantaba alto y bien, de modo que Jo se limitó a tararear para oír aquella voz melodiosa que parecía cantar exclusivamente para ella. La canción hablaba de una tierra lejana a la que el protagonista ansiaba ir con su amada, y Jo, emocionada, deseó contestar a tan dulce invitación que partiría feliz con él a esa tierra desconocida cuando él quisiese.

La canción fue del agrado de todos y el intérprete, tímido, recibió las alabanzas del público. Momentos después, al ver que Amy se ponía el gorro para salir, el señor Bhaer olvidó sus buenos modales y la miró boquiabierto. No entendía qué ocurría, porque Jo se la había presentado como su hermana y nadie se había referido a la joven como la señora Laurence. Sin embargo, cuando Laurie declaró: «Mi esposa y yo estaremos encantados de recibirle en nuestra casa, donde siempre será bienvenido», el profesor comprendió todo de golpe y mostró tal satisfacción que Laurie se dijo que era el hombre más agradecido que conocía.

—Yo también he de irme, pero volveré pronto, si me lo permite, querida señora. He de atender un asunto en la ciudad que me retendrá aquí varios días.

El profesor hablaba a la señora March, pero miraba a Jo. La hija consintió con la mirada y la señora March lo hizo con palabras, pues, contrariamente a lo que pensaba la señora Moffat, no era ajena a los intereses de sus hijas.

—Parece un hombre inteligente —comentó el señor March, con plácida satisfacción, desde la alfombrilla, una vez que el último de los huéspedes se hubo marchado.

—Estoy segura de que es un buen hombre —añadió la señora March mostrando su decidido apoyo al profesor, mientras daba cuerda al reloj.

—Sabía que os caería bien —fue todo lo que dijo Jo al despedirse para ir a la cama.

Se preguntaba qué asunto había traído al señor Bhaer a la ciudad y, al final, concluyó que le habrían otorgado algún premio al que él, por su modestia, habría preferido no referirse. Si le hubiese podido ver la cara mientras, ya de vuelta en su habitación, contemplaba el retrato de una joven severa y rígida, con una buena mata de pelo, que parecía tener la mirada perdida en un oscuro futuro, habría imaginado de qué se trataba. Y si le hubiese visto besar el retrato antes de apagar la luz, no le habría quedado ninguna duda.

44
SEÑOR Y SEÑORA


P
or favor, mamá, ¿podría prestarme a mi esposa media hora? El equipaje ya ha llegado y, aunque he estado revolviendo entre las galas parisinas de Amy, no encuentro lo que busco —dijo Laurie al día siguiente, cuando fue a buscar a su esposa y la encontró sentada en las rodillas de su madre, como si volviese a ser una niña.

—Por supuesto. Ve, querida. Había olvidado que ahora tienes otro hogar. —Y la señora March apretó la blanca mano que llevaba el anillo de casada como si pidiera perdón por su codicia maternal.

—No habría venido a buscarla de haber podido evitarlo, pero ya no sé vivir sin mi mujercita, soy como un…

—Una veleta sin viento —apuntó con una sonrisa Jo, que desde que Teddy había regresado a casa volvía a ser la muchacha desvergonzada de siempre.

—Exactamente, porque Amy me tiene mirando al oeste la mayor parte del tiempo y solo me deja girar de vez en cuando hacia el sur. Desde que me he casado no sé qué es el viento del este ni he visto el del norte. Aun así, sigo sano y tranquilo… No, ¿querida?

—Por ahora, hemos tenido buen tiempo, pero no sé cuánto durará. De todos modos, las tormentas no me asustan porque estoy aprendiendo a guiar mi barco. Iré a casa, querido, y te ayudaré a buscar tu sacabotas, que imagino es lo que has estado rebuscando entre mis cosas. Madre, los hombres son unos inútiles —dijo Amy, con ese tono de joven recién casada que entusiasmaba a su esposo.

—¿Qué pensáis hacer una vez instalados? —preguntó Jo, mientras abrochaba el abrigo de Amy como hacía con su delantal cuando era pequeña.

—Tenemos planes pero no queremos decir nada todavía porque estamos ultimándolos. Eso sí, no vamos a quedarnos ociosos. Yo trabajaré en el negocio con una entrega que satisfará a mi abuelo y le demostraré que no soy un niño malcriado. Necesito algo que me dé estabilidad, estoy harto de vagar sin rumbo; voy a trabajar como un hombre.

—¿Y Amy qué hará? —inquirió la señora March, contenta de que Laurie hubiese tomado tal decisión y hablase de ella con tanto entusiasmo.

—Después de cumplir con todas las formalidades sociales, sorprenderá a todos con la organización de elegantes encuentros en nuestra casa a los que acudirá la flor y nata de la sociedad y que tendrán una influencia benéfica sobre el mundo en su conjunto, ¿Lo he explicado bien, madame Recamier? —preguntó Laurie mientras miraba a Amy con socarronería.

—El tiempo dirá. Ve a casa, impertinente, y no te burles de mí delante de mi familia —contestó Amy, convencida de que en un hogar, antes de una dama de sociedad que organiza reuniones, debe haber una buena esposa.

—¡Qué felices parecen juntos! —comentó el señor March, al que le costaba reanudar la lectura de Aristóteles después de que la pareja se marchara.

—Sí, y creo que durará —añadió la señora March, con el alivio de un capitán que ha llevado el barco sano y salvo al puerto.

—Seguro que sí. Amy será muy feliz —dijo Jo con un suspiro. Después, al ver que el profesor Bhaer abría la puerta del jardín con impaciencia, su rostro se iluminó con una sonrisa.

Más tarde, ese mismo día, después de encontrar el sacabotas, Laude dijo de improviso a su esposa, que estaba organizando sus nuevos tesoros artísticos:

—Señora Laurence…

—Sí, mi señor.

—¡Ese hombre pretende casarse con nuestra Jo!

—Eso espero; ¿tú no, querido?

—Bueno, amor mío, me parece estupendo en todos los sentidos, pero me gustaría que fuese algo más joven y mucho más rico.

—Venga, Laurie, no seas tan quisquilloso y tan práctico. Si se aman, ¿qué importan los años que tenga o lo pobre que sea? Una mujer nunca debería casarse por dinero… —Amy se interrumpió al oírse decir eso y miró a su esposo, que repuso con maliciosa seriedad:

—Estoy de acuerdo. Sin embargo, he oído a algunas jovencitas encantadoras decir en ocasiones que esa es su intención. Si la memoria no me falla, en algún momento tú pensaste que tenías la obligación de casarte con un hombre rico. Tal vez esa sea la razón por la que te has unido a un inútil como yo…

—¡Oh, querido, no digas eso! Cuando te di el «sí» había olvidado que eras rico. Me hubiese casado contigo aunque no tuvieses un centavo y, a veces, me gustaría que fueses pobre para poderte demostrar lo mucho que te amo. —Dicho esto, Amy, que era muy digna en público y muy cariñosa en privado, dio sobradas muestras de la veracidad de sus palabras—. Supongo que ya no creerás que soy una persona tan interesada como pude ser en otro momento, ¿verdad? Si me dijeses que no crees que remaría contigo en el mismo bote aunque no tuvieses de qué vivir, me partirías el corazón.

—No soy tonto, querida. ¿Cómo iba a no creerte cuando rechazaste a un hombre más rico por mí y no permites que te compre la mitad de lo que mereces? Hoy en día, a muchas chicas las educan para que se casen por dinero, pobrecillas, y creen que es su única salida. Pero, aunque en algún momento temí por ti, has estado a la altura de las enseñanzas que recibiste y no me has decepcionado. Precisamente ayer se lo comenté a mamá, y ella se puso más contenta y estuvo más agradecida que si le hubiese regalado un millón para obras de caridad. Señora Laurence, no me está escuchando… —Laurie se interrumpió porque, aunque Amy le miraba, parecía ausente.

—Sí te escucho, pero estoy admirando el hoyuelo que se te forma en la barbilla. No quiero que te vuelvas vanidoso, pero estoy más orgullosa de mi esposo por lo guapo que es que por todo el dinero que tiene. No te rías, pero tu nariz me gusta muchísimo… —Y al decir eso, Amy acarició la perfecta nariz de Laurie con satisfacción de artista.

Laurie había recibido muchos elogios a lo largo de su vida, pero ninguno le había complacido tanto, como bien demostró, aunque se rió del peculiar gusto de su esposa mientras ella decía:

—Querido, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Por supuesto.

—Si Jo se casa con el señor Bhaer, ¿te molestará?

—Oh, ya veo, de modo que ese es el problema, ¿no es cierto? Pensaba que mi hoyuelo no te acababa de convencer… Te aseguro que el día en que Jo se case bailaré feliz en el convite, ya que me siento el hombre más afortunado de la Tierra. ¿Lo dudas,
mon amie
?

Amy le miró satisfecha, el último rastro de celos desapareció para siempre y le dio las gracias llena de amor y confianza.

—Me gustaría hacer algo por nuestro magnífico y viejo profesor. ¿Y si nos inventamos que un pariente lejano suyo acaba de morir en Alemania dejándole una pequeña fortuna? —comentó Laurie cuando empezaron a caminar por la sala cogidos del brazo, como les gustaba hacer para recordar sus paseos por el jardín del castillo.

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