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Authors: Louisa May Alcott

Tags: #Clásico, Drama, Romántico

Mujercitas (81 page)

BOOK: Mujercitas
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—Me preguntaba cómo os llevaríais tú y Amy.

—Como dos ángeles.

—Claro, eso de entrada. Pero… ¿quién manda?

—No tengo reparo en reconocer que, por ahora, manda ella. O, por lo menos, dejo que lo crea. Eso la hace feliz, ¿sabes? Con el tiempo, nos iremos turnando, porque dicen que el matrimonio divide los derechos y multiplica las obligaciones.

—Si sigues como ahora, Amy llevará la voz cantante hasta el fin de tus días.

—Bueno, lo hace con tanta sutileza que no creo que me incomode nunca. Es la clase de mujer que sabe cómo llevar a un hombre. De hecho, me agrada que así sea, porque te enreda con la suavidad de un ovillo de seda y consigue que sientas que es ella quien te hace un favor.

—¡Quién iba a pensar que te vería convertido en un calzonazos y disfrutando de ello! —exclamó Jo alzando las manos.

Ante tal insinuación, Laurie se encogió de hombros y sonrió con sorna masculina mientras apostillaba, con aire digno:

—Amy está demasiado bien educada para hacer algo así, y yo no soy la clase de hombre que se somete a su mujer. Mi esposa y yo nos respetamos demasiado el uno al otro para tiranizarnos o pelearnos.

A Jo le gustó oír aquello, y la recién adquirida dignidad de su amigo le pareció entrañable, pero ver que su muchacho se había convertido demasiado rápido en hombre le provocaba una mezcla de pesar y alegría.

—No me cabe duda. Amy y tú nunca peleabais como hacíamos nosotros. Ella es el sol y yo, el viento de la fábula. Y el sol sabe cómo llevar a un hombre, ¿recuerdas?

—Te aseguro que ella, además de brillar, puede sacarte los colores. —Laurie se echó a reír—. ¡Si hubieses visto el sermón que me soltó en Niza! Te aseguro que fue mil veces peor que tus sarcasmos. Fue una provocación en toda regla. Ya te lo contaré en otra ocasión. Ella no lo hará nunca, porque, después de decir que me despreciaba y que se avergonzaba de mí, resulta que se enamora de tan mal partido y se casa con el inútil.

—¡Menuda bajeza! Bueno, si te trata mal, ven a decírmelo y yo saldré en tu defensa.

—Parece que necesito ayuda, ¿verdad? —dijo Laurie, y se levantó y puso una pose divertida, que cambió de pronto al oír a Amy preguntar:

—¿Dónde está mi querida Jo?

La familia en pleno llegó y todos se dieron abrazos y besos una y otra vez y, tras varios intentos fallidos, los tres viajeros se sentaron y los demás los estudiaron en medio de una alegría generalizada. El señor Laurence, más sano y robusto que nunca, era sin duda el que más había mejorado con el viaje. Había perdido en gran medida su dureza, y su tradicional cortesía era aún más exquisita, por lo que resultaba especialmente encantador. Era maravilloso verle sonreír ante «mis niños», como llamaba a la joven pareja; era aún mejor ver cómo el afectuoso y filial trato que Amy le dispensaba le tenía totalmente robado su anciano corazón, pero sin duda lo mejor de todo era observar cómo Laurie revoloteaba feliz, alrededor de ambos, disfrutando de tan hermoso cuadro.

Cuando Meg vio a Amy, comprendió que el vestido que ella llevaba no tenía para nada un toque parisino… que la señora Moffat quedaría totalmente eclipsada en presencia de la señora Laurence y que su «señoría» se había convertido en una dama fina y elegante. Al ver a los dos enamorados juntos, Jo pensó: ¡Qué buena pareja hacen! Yo tenía razón, Laurie ha encontrado una joven hermosa y educada que encajará en su hogar mucho mejor que la vieja y desgarbada Jo y que, en lugar de un tormento, será motivo de orgullo. La señora March y su esposo sonreían y asentían felices al comprobar que la prosperidad de su hija menor no sería solo material, sino que contaba con la mayor riqueza de todas: amor, confianza y felicidad.

El rostro de Amy irradiaba ese dulce brillo que nace de un corazón en paz, su voz poseía una ternura distinta y su aspecto, antaño frío y cursi, denotaba una dignidad femenina e irresistible. Había abandonado toda afectación, y la amable dulzura que presidía todos sus gestos contribuía a aumentar su encanto más que su belleza recién adquirida o su antigua elegancia, porque era la prueba inequívoca de que se había convertido en una auténtica dama, tal y como siempre había soñado.

—El amor ha transformado a nuestra pequeña —susurró la madre.

—Siempre ha tenido un buen espejo en el que mirarse, querida —murmuró el señor March observando amorosamente el rostro ajado y el cabello gris de su esposa.

Daisy no podía apartar los ojos de su hermosa tía y se pegó a la maravillosa dama como un perro faldero. Demi se tomó su tiempo antes de mostrarse incondicional de la pareja mediante la inmediata aceptación del soborno que sus tíos le ofrecieron: una tentadora familia de osos de madera procedente de Berna. Laurie, que sabía cómo ganarse su favor con un sencillo movimiento, le dijo:

—Jovencito, cuando tuve el honor de conocerte, me golpeaste en el rostro; ¡ahora exijo una compensación de caballeros! —Dicho esto, el alto tío procedió a sacudir y despeinar a su pequeño sobrino de una manera que dañó su dignidad filosófica casi tanto como hizo las delicias de su alma de niño.

—¡Válgame Dios, si va toda de seda, de pies a cabeza! ¡Qué gracia verla así, tan arreglada! ¡Y que todo el mundo llame «señora Laurence» a mi pequeña Amy! —musitó la vieja Hannah, que aprovechaba mientras ponía la mesa para entrometerse abiertamente y echar vistazos a los recién llegados.

¡Y había que verlos! ¡Cómo hablaban! Primero uno, después el otro, y al final los tres a la vez, tratando de resumir las anécdotas de tres años de viaje en media hora. Por fortuna, llegó la hora de la cena y pudieron hacer una pausa y sosegarse, ya que, de haber seguido a aquel ritmo, habrían terminado roncos y agotados. Qué feliz procesión formaban al entrar en el comedor. El señor March acompañaba orgulloso a la «señora Laurence» y la señora March caminaba dichosa del brazo de «su hijo». El anciano caballero, que se apoyaba en Jo, le susurró al oído: «Ahora, tendrás que ser mi niña», y lanzó una mirada hacia el rincón vacío, junto a la chimenea; con labios temblorosos, Jo murmuró: «Intentaré estar a la altura, señor».

Los gemelos iban detrás, dando brincos la mar de felices, porque, como todo el mundo estaba pendiente de los recién llegados, los dejaban divertirse a sus anchas, y ellos no dudaron en sacar el máximo partido a las circunstancias. Bebieron un poco de té a escondidas, se hincharon de pan de jengibre ad líbitum, comieron sendas magdalenas y, en el colmo del atrevimiento, escondieron un tentador pastelillo de mermelada en sus bolsillitos, donde se pegó y desmigajó traicioneramente, lo que les enseñó que la naturaleza humana y los pastelillos son ¡igualmente delicados! Abrumados por el peso de la culpa por los pastelillos sustraídos, y temerosos de que la aguda mirada de la tía Dodo, como llamaban a Jo, descubriese el botín oculto tras la fina tela de batista y lana, los jóvenes pecadores no se despegaron de su abuelo, que no llevaba las gafas puestas. Amy, que iba de mano en mano, como la comida, volvió al salón del brazo del abuelo de Laurie y, como el resto se emparejó, Jo se quedó sola, circunstancia que aprovechó para quedar rezagada y charlar con Hannah, que, ilusionada, le había preguntado:

—¿Crees que la señorita Amy irá en su propio carruaje y comerá en la hermosa vajilla de plata que guardan en la casa?

—Si usase un carruaje tirado por seis caballos blancos, comiese en platos de oro y nevase diamantes y vestidos de encaje todos los días, no me sorprendería. Para Teddy, nada es lo suficientemente bueno para su esposa —contestó Jo muy satisfecha.

—¡No se puede pedir más! ¿Qué querrás para desayunar, picadillo o pescado? —preguntó Hannah, que mezclaba sabiamente poesía y prosa.

—Me es igual. —Y Jo cerró la puerta sintiendo que la comida no era un tema adecuado para el momento. Se quedó mirando cómo todos iban a la planta de arriba y, cuando vio desaparecer los pantalones de cuadros escoceses de Demi, al llegar este al último escalón, la embargó un repentino sentimiento de soledad, tan intenso que miró alrededor, con los ojos llenos de lágrimas, en busca de algo a lo que asirse, ahora que hasta Teddy la había abandonado. De haber sabido qué regalo de cumpleaños la esperaba, no se habría dicho: Ya lloraré cuando me acueste, ahora no puedo estar deprimida. Se secó las lágrimas con la mano —pues una de sus costumbres masculinas consistía en no recordar nunca dónde tenía el pañuelo— y cuando, no sin esfuerzo, consiguió esbozar una sonrisa, alguien llamó a la puerta principal.

La abrió con hospitalaria prontitud y se sobresaltó como si hubiese recibido la visita de un fantasma. Frente a ella había un caballero robusto, con barba, cuya sonrisa lo iluminaba todo, como el sol de medianoche.

—¡Señor Bhaer! ¡Qué alegría verle! —exclamó Jo, que lo abrazó con fuerza, como si con ello pudiese evitar que la noche se lo tragase.

—Lo mismo digo, señorita March. Disculpe, creo que he interrumpido su fiesta… —El profesor hizo una pausa al oír voces y música de baile procedentes de la planta superior.

—No, no es una fiesta, es una reunión familiar. Estamos celebrando que mi hermano y mi hermana han vuelto de su viaje. Entre y súmese a nosotros.

Como hombre educado que era, el señor Bhaer hubiese preferido marcharse y regresar en otro momento, pero le fue imposible ya que Jo cerró la puerta y le despojó de su sombrero. Tal vez la expresión del rostro de la joven hizo el resto, porque esta no pudo disimular la alegría que le produjo aquel encuentro y la mostró con una franqueza que al solitario caballero, que no esperaba tan grata bienvenida, le pareció irresistible.

—Si no es molestia, me encantará saludarlos. ¿Ha estado enferma, querida?

La pregunta pilló a Jo desprevenida mientras colgaba el abrigo en el perchero, y al señor Bhaer no se le escapó el cambio que produjo en el semblante de la joven.

—No, enferma no. Me he sentido cansada y triste, han ocurrido muchas cosas desde que hablamos por última vez.

—¡Ah, sí, estoy al corriente! Me sentí muy triste por usted cuando me enteré. —Y le estrechó la mano tan afectuosamente que Jo pensó que no había consuelo comparable al de aquella mirada dulce y aquel cálido apretón de manos.

—Papá, mamá, este es mi amigo, el profesor Bhaer —dijo ella sin poder disimular su orgullo y alegría. A buen seguro, de haber podido, le habría anunciado con trompetas y haciendo una reverencia en la puerta.

Si a nuestro caballero le quedaba alguna duda sobre la pertinencia de su visita, se disipó de inmediato al observar lo bien que lo recibía la familia. Todos le trataron con exquisita amabilidad, primero por cortesía hacia Jo, pero enseguida lo hicieron por gusto. No podía ser de otro modo, puesto que el señor Bhaer llevaba el talismán que abre todos los corazones, y aquellas personas sencillas le acogieron con más calidez y amabilidad porque era pobre, ya que la pobreza enriquece a quienes la trascienden y es un pasaporte seguro para ganar la hospitalidad de los espíritus bienintencionados. El señor Bhaer se sentó y miró alrededor sintiéndose como un viajero que llama a la puerta de unos desconocidos y estos le acogen como a uno de ellos, Los niños fueron hacia él, atraídos como las moscas a la miel, se sentaron en sus rodillas y se dedicaron a revisar sus bolsillos, tirarle de la barba y estudiar su reloj de bolsillo con audacia infantil. Las mujeres intercambiaron mudas señales de aprobación. El señor March sintió que había encontrado un igual y conversó animadamente con su nuevo huésped, mientras John escuchaba en silencio, muy atento, y el señor Laurence se resistía a retirarse.

Si no hubiese estado tan ocupada, a Jo le habría hecho gracia el comportamiento de Laurie, pues este sintió una incomodidad que, más que a los celos, obedecía al recelo, y se mantuvo distante al principio, observando al recién llegado con la circunspección de un hermano. Sin embargo, la desconfianza no duró demasiado, el señor Bhaer le cautivó a pesar suyo y, sin darse cuenta, se unió a la agradable charla. El señor Bhaer rara vez se dirigía a Laurie, pero le miraba con frecuencia con cierta pena, como si, al ver a aquel joven en la flor de la vida, pensase con nostalgia en su juventud perdida. Luego miraba a Jo con una intención tan transparente que, de haberle visto ella, habría respondido de inmediato a su muda pregunta. Pero Jo, consciente de que una mirada podría delatar sus sentimientos, no quitaba ojo del calcetín que estaba confeccionando en su mejor estilo de solterona modelo.

De vez en cuando, le echaba un cauteloso vistazo que calmaba su ansia como el agua mitiga la sed del esforzado caminante, porque todo cuanto veía eran buenos presagios. El señor Bhaer había perdido su aire distraído y se mostraba apasionado, totalmente centrado en el momento presente, y parecía mucho más joven y apuesto que de costumbre. Curiosamente, Jo no lo comparó con Laude, como solía hacer con los hombres a los que conocía, para detrimento de la mayoría. El señor Bhaer parecía muy inspirado, aunque las costumbres funerarias de los antiguos —el tema del que estaban hablando— no resultase precisamente muy alegre. Cuando Jo vio que Teddy se apasionaba con la conversación y su padre escuchaba con atención, sintió una gran satisfacción y se dijo: ¡Cómo disfrutaría pudiendo hablar cada día con un hombre como este! Por último, el señor Bhaer vestía un traje negro que le daba el aspecto de un auténtico caballero. Se había recortado la poblada barba y llevaba el cabello muy bien peinado, aunque no le duró mucho, ya que, con la pasión de la charla, se lo alborotó y volvió a tener el divertido aspecto de costumbre, quejo prefería porque pensaba que le favorecía mucho más. ¡Pobre Jo! Allí sentada, tricotando, no dejaba de alabar a aquel hombre sencillo y no había detalle que se le escapase, ni siquiera el hecho de que el señor Bhaer llevaba gemelos de oro en sus inmaculados puños.

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