El servicio era abominable. Cuando le llevaron el almuerzo ya había excretado y limpiado el tubo de los diamantes, se había lavado y puesto polvos de talco en el cuello magullado, había sacado de las maletas todo lo que tenía intención de sacar, encendido el televisor y preparado una lista de todo lo que tenía que comprar y hacer. Pero el camarero que le llevaba el almuerzo —que se merecía una estrella completa— era un hombre blanco casi de la misma edad que él, es decir, de unos sesenta años, ataviado con una simple chaquetilla de tela blanca que, sin duda, se podría comprar en cualquier tienda que vendiera ropa de trabajo. La agregó a su lista, ya que comprarla le resultaría más fácil que robar una.
La comida fue un lenguado
a la bonne femme
… Preferible olvidarlo.
Un poco después de la una salió del hotel por una puerta lateral. Gafas de sol, nada de bigote, un sombrero, peluca, abrigo con el cuello levantado. Bajo la axila, el arma en su pistolera. No quería dejar nada de valor en aquella habitación, y, además, en los Estados Unidos era prudente ir armado; no sólo para él, para cualquiera.
Washington era una ciudad más limpia de lo que había esperado, y muy atractiva, pero la nieve del día anterior mantenía húmedas las calles. Lo primero que hizo fue detenerse en una zapatería para comprar un par de chanclos. En un vuelo de pocas horas había pasado del verano al invierno, y él siempre había sido sensible a los resfriados; su lista incluía también vitaminas.
Fue andando hasta una librería, donde entró y se puso a recorrer las estanterías, cambiándose las gafas oscuras por las que usaba habitualmente para leer. Encontró un ejemplar del libro de Liebermann en edición de bolsillo, y observó la foto, no mayor que un sello de Correos, reproducida en la contratapa. Era inconfundible aquella nariz de judío. Al ojear la sección de fotografías incluida en el centro del libro, tropezó con la suya; pero Liebermann, por lo demás, se vería en dificultades para reconocerlo. La fotografía que aparecía en el libro era la tomada en Buenos Aires en 1959, evidentemente, la mejor que el autor había podido conseguir. Ni con la peluca y el bigote castaños ni con su propio pelo gris casi rapado y el recién afeitado labio superior, Mengele se parecía mucho, ¡ay!, al apuesto personaje que había sido dieciséis años antes. Sin contar con que Liebermann, naturalmente, ni esperaría encontrarse con él.
Volvió a dejar el libro en el estante y encontró una sección de libros de viajes. Eligió un atlas de carreteras de los Estados Unidos y otro de Canadá, los pagó con un billete de veinte dólares y aceptó el cambio, en monedas y billetes, echando un vistazo descuidado y con un gesto de agradecimiento.
De nuevo con las gafas de sol, se dirigió a calles menos espaciosas, donde los escaparates de las tiendas eran más chillones y llamativos. No pudo encontrar lo que buscaba y finalmente se lo preguntó a un joven negro, ya que nadie podría saberlo mejor que él. Siguió andando, ajustándose a las indicaciones, expresadas con sorprendente claridad.
—¿Qué clase de cuchillo? —le preguntó el hombre, también negro, que estaba detrás del mostrador.
—De caza.
Eligió el mejor. Fabricación alemana, bueno de manejar, una verdadera maravilla. Y tan afilado que se podían cortar con él tiras de un papel sostenido en el aire. Dos billetes más de veinte, y uno de diez.
La puerta siguiente era la de un
drugstore
; compró las vitaminas.
En la manzana siguiente lo encontró:
Uniformes y ropa de trabajo
.
—Usted debe tener el treinta y seis.
—Sí.
—¿No quiere probársela?
—No. (Se notará la pistola).
Se compró también un par de guantes blancos, de algodón. Le fue imposible encontrar una tienda de comestibles. Nadie sabía; aparentemente, no comían.
Finalmente descubrió una, un supermercado relumbrante, lleno de negros. Compró tres manzanas, dos naranjas, dos plátanos y, para su propio consumo, un hermoso racimo de uvas blancas, sin semilla.
Tomó un taxi para volver al «Benjamin Franklin» —la entrada lateral, por favor—, y a las 3.22 estaba de regreso en la lamentable habitación de un décimo de estrella.
Descansó un rato mientras tomaba algunas uvas y miraba los atlas, sentado en el «cómodo» sillón del cuarto y consultando de vez en cuando las hojas escritas a máquina en que llevaba anotados nombres, direcciones, fechas. Podría dar con Wheelock, suponiendo que viviera aún en New Providence, Pennsylvania, casi en la fecha fijada. Intentaría mantenerse a no más de seis meses de las fechas óptimas. Davis en Kakakee; después, el Canadá en busca de Stroheim y de Morgan. Más adelante, Suecia. ¿Tendría que renovar el visado?
Tras el descanso, un ensayo. Se quitó la peluca y se puso la chaquetilla y los guantes blancos; practicó llevando en la bandeja la cesta de frutas.
—Como atención de la casa, señor —repitió una y otra vez, hasta que le pareció que había obtenido la pronunciación correcta.
Se paró de espaldas a la puerta, cerrada con cerrojo, colgó del aire el cartel de
No molestar
y lo dejó caer.
«Como atención de la casa, señor» —atravesó la habitación con la bandeja, la dejó sobre la cómoda, sacó el cuchillo de la vaina que se había puesto en el cinturón; se volvió, ocultando el cuchillo a sus espaldas; dio unos pasos, se detuvo, extendió la mano izquierda.
—Gracias, señor —la mano izquierda le cogía, mientras la derecha le apuñalaba.
«Gracias, señor».
Gracias. Cias, cias, cias
.
Los judíos, ¿dan propina?
Ensayó algunos otros movimientos, por las dudas.
*
La meseta de nubes iluminada por el sol terminó bruscamente; con un azul casi negro, arrugado y moteado de blanco, inmóvil, abajo estaba el océano. Con el mentón apoyado en la mano, Liebermann lo contemplaba.
Ay.
Se había pasado la noche despierto, como despierto se había pasado el día, pensando en un Hitler adulto que ametrallara con sus demoníacos discursos a las muchedumbres, demasiado descontentas para que les importara un rábano la historia. Y hasta en dos o
tres
Hitler, maniobrando para llegar al poder en diferentes lugares, reconocidos por sus secuaces, y por ellos mismos, como los primeros seres humanos obtenidos mediante lo que en 1990 más o menos sería un procedimiento bien conocido y, probablemente, practicado en gran escala. Más parecidos que hermanos, el mismo hombre multiplicado: ¿no unirían acaso sus fuerzas para librar otra vez (¡con armas de 1990!) la guerra racial del primero de ellos? Indudablemente, tal era la esperanza de Mengele; era lo que había dicho Barry: «¡Se supone que los llevará al triunfo de la raza aria, por el amor de Dios!» Más o menos con esas palabras.
Lindo paquete para entregárselo a un FBI en el que, desde la muerte de Hoover en el 72, casi el cien por ciento del personal había cambiado. Ya se imaginaba la pregunta, extrañada: «¿Yakov
qué
?»
La noche anterior había sido bastante fácil convencer a Klaus de que ya se las arreglaría, de que echaría abajo las puertas; y en realidad no estaba del todo falto de contactos. Había senadores a quienes él había conocido cuando todavía ocupaban sus cargos; uno de ellos, sin duda, haría que se le abrieran las puertas necesarias. Pero ahora, después de haber sopesado el horror, temía que, aun contando con que se le abrieran las puertas, se perdería demasiado tiempo. Habría que investigar la muerte de Guthrie y la de Curry, interrogar a las viudas, interrogar a los Wheelock… Lo urgentemente necesario era capturar al asesino designado para Wheelock y por medio de él, encontrar a los otros cinco. El resto de los noventa y cuatro hombres debían salvarse de la muerte; no se debía permitir que los discos de las cajas de seguridad, como expresara Lena en su comparación (buena para recordar y usar en los días venideros) giraran hasta llegar a lo que tal vez fuera el número final y decisivo de la combinación.
Lo que empeoraba más las cosas era que el 22 no pasaba de ser una aproximación a la fecha designada para la muerte de Wheelock. ¿Y si la fecha real era anterior? ¿Y si… (era irrisorio, de qué pequeñeces podía depender la historia futura), si Frieda Maloney se había equivocado al decir que el cachorro tenía diez semanas? ¿Qué pasaría si no tenía más que nueve semanas, ocho, tal vez, cuando los Wheelock recibieron el niño? El asesino podía dar el golpe y desaparecer en cosa de muy pocos días.
Miró el reloj: las 10.28. No, no era ésa la hora; todavía no lo había retrasado. Se ocupó de hacerlo: giró las manecillas, con lo que ganaba seis horas, por lo menos en lo que se refería a los relojes: las 4.28 En media hora estarían en Nueva York y, pasada la aduana, el breve salto a Washington. Esa noche podría dormir un poco, al menos así lo esperaba (ya se sentía un poco aturdido), y por la mañana llamaría a los despachos de los senadores; también a Shettles y a algunos otros de la lista que le había dado Nürnberger.
Bastaba con arreglar de inmediato que al asesino de Wheelock lo vigilaran, sin necesidad de andar esperando, explicando, verificando, indagando. Tendría que haber venido antes; y era lo que habría hecho, claro, de haber sabido la cabal enormidad de…
Ay.
Lo que necesitaba realmente era un FBI judío, o una rama estadounidense de la Mossad israelí. Algún lugar donde pudiera ir mañana mismo a decirles:
—«Un nazi va a matar a un hombre de apellido Wheelock en New Providence, Pennsylvania. Vigilen a éste y capturen al nazi. No me hagan preguntas, ya les explicaré después. Soy Yakov Liebermann. ¿Le daría yo acaso una información errónea?»
Y que sin más ni más salieran a hacer lo que les pedía.
¡Qué sueño! ¡Si existiera una organización así!
En el avión, la gente se ponía los cinturones de seguridad, haciendo comentarios entre sí; se había encendido la señal.
Con el ceño fruncido, Liebermann siguió mirando por la ventanilla.
*
Tras una reparadora hora de siesta, Mengele se lavó y se afeitó, se puso la peluca y el bigote y se enfundó en su traje negro. Dispuso todo sobre la cama —la chaquetilla blanca, los guantes, el cuchillo en su vaina, la bandeja con la cesta de fruta y el anuncio de
No molestar
—, de modo que tan pronto como viera a Liebermann inscribirse en la recepción y supiera qué número de habitación tenía, le fuera posible volver rápidamente arriba para asumir sin demora su papel de camarero. Cuando salió de la habitación se aseguró de que estaba bien cerrado el picaporte y colgó en él el otro cartel de
No molestar
.
A las siete menos cuarto estaba sentado en el vestíbulo, hojeando un ejemplar del
Time
, sin perder de vista la puerta giratoria. Los pocos recién llegados que maleta en mano se acercaban al mostrador de recepción situado del otro lado del vestíbulo eran casi todos hombres solos. Un verdadero muestrario elemental de tipos raciales inferiores; no sólo había negros y semitas, sino también un par de orientales. Se inscribió, no obstante, un espléndido tipo ario, joven, pero minutos después, como si fuera para compensar un error, apareció un enano negro, que arrastraba junto a sí una maleta con ayuda de un soporte de metal con ruedas.
A las siete y veinte entró Liebermann: alto, cargado de hombros, bigote negro, con una gorra castaña y abrigo castaño, con cinturón.
¿O no
sería Liebermann? Un judío, sí, pero parecía demasiado joven, y la nariz no era la de Liebermann.
Se levantó, atravesó perezosamente el vestíbulo y tomó un ejemplar de
Esta semana en Washington
de un montón que había sobre el deteriorado mostrador de mármol.
—¿Se quedará usted hasta el viernes por la noche? —preguntaba el empleado al posible Liebermann a espaldas de Mengele.
—Sí.
Apareció un botones.
—Haz el favor de acompañar al señor Morris a la habitación 717.
—Sí, señor.
Siempre con lentitud, volvió a atravesar el vestíbulo. Un libanés o algo así le había ocupado el asiento; un tipo gordo y de aspecto grasiento, con anillos en todos los dedos.
Se buscó otro lugar.
Desde allí vio llegar a la nariz de las narices, pero venía adherida al rostro de un joven que llevaba del brazo a una mujer de pelo gris.
A las ocho se metió en una cabina telefónica y llamó al hotel. Preguntó (con sumo cuidado de no tocar con los labios la boquilla del teléfono, que podía estar llena de sabe Dios qué microbios) si esperaban al señor Liebermann.
—Un momento —un clic, ruido de llamada. El empleado que estaba en Recepción, al otro lado del vestíbulo, levantó el teléfono.
—Recepción.
—¿Tienen ustedes una habitación reservada para el señor Yakov Liebermann?
—¿Para esta noche?
—Sí.
El empleado miró hacia abajo, como si leyera.
—Sí, señor —respondió—. ¿Es el señor Liebermann el que habla?
—No.
—¿Quiere usted dejarle un mensaje?
—No, gracias, le llamaré más tarde.
Desde el interior de la cabina podía mantener con igual facilidad su vigilancia, de modo que puso otra moneda en el teléfono y preguntó a la telefonista cómo podía conseguir el número de un abonado de New Providence, Pennsylvania. Ella le dio un número para llamar, que Mengele anotó en el borde rojo de la revista
Time
; después retiró la moneda del receptáculo al pie del teléfono, la volvió a insertar y marcó.
Había un Henry Wheelock en New Providence. Escribió el número debajo del otro. La mujer le dio también la dirección, Old Buck Road, sin número.
Un hombre de aspecto latino, con una maleta y un perro pachón sin correa, se acercó a Recepción.
Mengele pensó un momento y volvió a llamar a la telefonista para pedirle instrucciones. Examinó las monedas que había dispuesto en el pequeño estante, bajo el teléfono, y eligió las adecuadas.
Sólo en el momento en que el teléfono empezaba a sonar al otro extremo de la línea cayó en la cuenta de que, si ése era el número del verdadero Henry Wheelock, era posible que le contestara el muchacho personalmente. ¡Dentro de unos instantes podría estar hablando con su Führer, renacido! Una alegría embriagadora le dejó sin aliento y le obligó a apoyarse, mareado, contra la pared de la cabina mientras el teléfono volvía a llamar. ¡Ah, por favor, pequeño atiende tú mismo el teléfono!
—¿Diga? —era una mujer.