Pero en Bonn no podía ofrecer una próxima víctima, aparte de que la forma en que había conseguido hacer hablar a Frieda Maloney no sería bien recibida. Tampoco él sería bien recibido, como esperaba que podía serlo en Washington. Además, en lo más hondo de su corazón judío, Liebermann no confiaba tanto en las autoridades alemanas como en las norteamericanas sobre todo cuando estaba en juego algo relacionado con los nazis.
Así pues, tenía que ser Washington y el FBI. En su nuevo despacho, se sentó ante el teléfono para llamar a sus «contribuyentes» de siempre.
—No me gusta importunarlo de esta manera, pero créame que es importante. Es algo que está sucediendo ahora y en lo que intervienen seis hombres de la SS y Mengele.
Le hablaban de inflación, de recesión. Los negocios eran un espanto. Liebermann empezó a sacar a colación los familiares muertos, los Seis Millones… lo que más le reventaba, valerse de la culpa como medio para recaudar fondos. Consiguió algunas promesas.
—Pronto, por favor, que es importante —insistió.
—Pero no es
posible
—declaró Lili mientras con la cuchara se servía una segunda y enorme porción de puré de patata—. ¿Cómo es posible que haya tantos niños tan parecidos?
—Lili —le advirtió Max desde el otro lado de la mesa—, no digas que no es posible. Yakov los ha
visto
. Y su amigo de Heidelberg los ha visto.
—También Frieda Maloney los vio —le recordó Liebermann—. Los niños eran todos muy parecidos, más de lo que lo son generalmente los bebés.
Lili hizo como que escupía al suelo, junto a ella.
—Que se muera.
—El nombre que usaba —prosiguió Liebermann era Elizabeth Gregory. Tuve intención de preguntarle si se lo impusieron o si lo eligió ella misma, pero me olvidé.
—¿Qué importancia tiene? —preguntó Max, con la boca llena.
—
Gregory
es el apellido que usaba Mengele en la Argentina —le recordó Lili.
—Ah, claro.
—
Tuvo
que salir de él —afirmó Liebermann. Todo debió salir de él, toda la operación. Lleva su sello, aunque él no se lo proponga.
Le llegó algún dinero, desde Suecia y desde los Estados Unidos, y reservó un pasaje para Washington, vía Francfort y Nueva York, para el martes 4 de febrero.
*
Durante la noche del viernes 31 de enero, Mengele usó el apellido Mengele. En compañía de sus guardaespaldas había volado a Florianápolis, en la isla de Santa Catarina, aproximadamente a mitad de camino entre São Paulo y Pôrto Alegre, donde —en el salón de baile del «Hotel Novo Hamburgo», decorado para la ocasión con svásticas y gallardetes de color rojo y negro— los Hijos del Nacionalsocialismo ofrecían una cena con baile, a cien cruceiros por cabeza. ¡Qué excitación, cuando hizo su aparición Mengele! Los nazis de más renombre, los que habían desempeñado papeles estelares en el Tercer Reich y eran conocidos en todo el mundo, tendían a mostrarse remilgados con los Hijos: declinaban las invitaciones escudándose en razones de salud y hacían perversos comentarios sobre su líder, Hans Stroop (de quien incluso los Hijos admitían que en ocasiones sobreactuaba su parte de Hitler). Pero aquí estaba, en persona, Herr Doktor Mengele, en carne y hueso y con un smoking blanco de gala, estrechando manos, besando mejillas, radiante, sonriente, repitiendo nombres nuevos, ¡Qué amable de su parte, venir! ¡Y qué sano y feliz parecía!
Y lo estaba, ¿por qué no? ¿Acaso no era 31? Mañana tendría que hacer cuatro tachaduras más y tendría ya cubierta más de la mitad de la primera columna: dieciocho. En esos días iba a cuantas fiestas y bailes le invitaban; como reacción, claro, después de la angustia y la depresión que había pasado en noviembre y comienzos de diciembre, cuando durante un tiempo tuvieron la impresión de que Liebermann, ese judío hijo de puta, estaba a punto de echarlo todo a perder. Mientras sorbía su champaña en el festivo salón de baile, lleno de arios que le prodigaban su admiración, algunos de ellos con el uniforme nazi (entrecerrando un poco los ojos, le parecía estar en Berlín, en los años treinta), evocaba atónito el estado en que se encontrara apenas un par de meses atrás. ¡Absolutamente dostoievskiano! Planeando, tramando, tomando sus medidas para entrar en acción si la Organización le traicionaba (que era exactamente lo que habían estado a punto de hacer de eso no cabía duda). Pero había obligado a Mundt a hacer una gira por Francia, y a Schwimmer a recorrer las ciudades que menos tenían que ver, en Inglaterra; hasta que al fin, gracias a Dios, había abandonado y se había quedado tranquilo, suponiendo sin duda que su joven espía norteamericano se había equivocado. (A Dios gracias, claro, a
ése
le habían echado el guante antes de que pudiera ponerle la cinta a Liebermann). Así que aquí estamos, bebiendo champaña y tomando estos deliciosos entremeses («Encantado de estar aquí. ¡Gracias! »), mientras el pobre Liebermann, según cuenta
The New York Times
anda por los yermos de Estados Unidos en algo que para quien sabe leer entre líneas las pomposas informaciones de una prensa controlada por los judíos, no es seguramente más que una gira de conferencias muy de segundo orden. ¡Y allá es invierno! Que nieve, Dios mío; ¡que nieve mucho!
Se sentó en el estrado, con Stroop a su izquierda. Su acompañante —que no era tan idiota como se había imaginado— brindó elocuentemente por Mengele, que no tardó en dedicar la atención a una rubia fascinante que tenía a la derecha. Comprobó que era la que el año anterior había conseguido el título de Miss Nazi, aunque ahora lucía anillo de bodas y —en eso a él no le engañaban— estaba embarazada. De cuatro meses. El marido estaba de viaje de negocios en Río, y ella fascinada de compartir la cena con alguien tan distinguido… ¿Y si…? Siempre podía quedarse, y regresar alegremente mañana temprano.
Mientras bailaba con la embarazada Miss Nazi, dejando que una mano descendiera poco a poco hacia unas nalgas realmente de maravilla, Farnbach se le acercó bailando y le saludó:
—¡Buenas noches! ¿Cómo está? Supimos que estaba usted aquí y vinimos a toda prisa. ¿Me permite que le presente a mi esposa Ilse? Querida, Herr Doktor Mengele.
Siguió bailando en el mismo lugar, sonriendo, pensando que había bebido demasiado, pero Farnbach no desapareció ni se convirtió en otra persona; siguió siendo Farnbach, e incluso
más
cada vez; con la cabeza afeitada, los labios gruesos, se presentó con una mirada ávida a Miss Nazi, mientras la fea mujercita que tenía en los brazos tartamudeaba algo de un «honor» y de un «placer» y de «aunque me haya apartado usted de Bruno».
Dejó de bailar y soltó a la muchacha, mientras Farnbach le explicaba alegremente:
—Estamos en el «Excelsior». Una segunda luna de miel.
Se le quedó mirando. Después le dijo:
—Tenía que estar usted en Kristianstad, preparándose para matar a Oscarsson.
A la mujercita fea se le abrió la boca. Farnbach se puso blanco y, a su vez, se quedó mirándolo.
—
¡Traidor!
—se oyó vociferar—.
Cerdo de
…
Como las palabras no le llegaban se arrojó sobre Farnbach y le aferró por el cuello; lo empujó hacia atrás entre los bailarines, estrangulándolo, mientras éste trataba de rechazarlo con ambas manos. Estaba rojo, con los ojos azules desorbitados. Gritos de mujer, rumor de personas.
—¡Ay, Dios mío!
Una mesa impedía retroceder a Farnbach que empezó a ladearse. Él siguió empujándolo, estrangulándolo; la mesa se derrumbó, derramando platos, vasos y cubiertos y vertiendo sopa y vino sobre la cabeza afeitada de Farnbach, hasta lavarle el rostro purpúreo.
Unas manos detuvieron a Mengele; las mujeres gritaban; la música se astilló y se detuvo. Rudi le tiró de las muñecas, mirándole con aire de súplica.
Él se aflojó, se dejó apartar y arrastrar.
—¡Este hombre es un traidor! —les gritó a todos—. ¡
Me
ha traicionado, les ha traicionado a
todos
! ¡Ha traicionado a la
raza
! ¡Ha traicionado a la raza aria!
Un grito brotó de la mujercita arrodillada ahora al lado de Farnbach que, con la cara roja y húmeda, se frotaba la garganta jadeante:
—¡Se le han clavado unos cristales en la cabeza! —gritaba la mujer—. ¡Oh, Dios mío! ¡Busquen un médico! ¡Bruno, Bruno!
—A este hombre habría que matarle —explicaba entrecortadamente Mengele a quienes le rodeaban—. Ha traicionado a la raza aria. Se le asignó una misión, un deber de soldado, y ha decidido no cumplirla.
Los hombres parecían confundidos y preocupados. Rudi frotaba a Mengele las muñecas magulladas.
Farnbach tosía e intentaba decir algo. Se apartó de la cara la mano de su mujer, que le secaba con una servilleta, y se enderezó apoyándose en un brazo, mirando a Mengele. Tosía y se frotaba la garganta. Su mujer le aferró de los hombros empapados.
—¡No te muevas! —le pidió—. ¡Oh, Dios! ¿Dónde hay un médico?
—¡Ellos me… ordenaron… que volviera! —graznó Farnbach. Una gota de sangre se le deslizaba por la oreja derecha y se convirtió en un pequeño pendiente de rubí cada vez más grueso.
Mengele apartó a los hombres y se inclinó hacia él.
—¡El lunes! —le explicó Farnbach—. ¡Yo estaba en Kristianstad! Disponiendo las cosas para… —miró a los otros y después miró a Mengele— para lo que tenía que hacer.
El pendiente de sangre se le cayó y otro empezó a formarse en su lugar.
—Me llamaron a Estocolmo y dijeron —echó un vistazo a su mujer y volvió a mirar a Mengele— a alguien que me conoce allí que yo debía regresar. A las oficinas de mi compañía, inmediatamente.
—Está mintiendo —le reprochó Mengele.
—¡No! —gritó Farnbach, y volvió a caérsele el pendiente rojo—. ¡Todos han vuelto! Uno de ellos estaba en… la oficina, cuando yo me presenté allí. Dos más ya habían estado, y esperaban a los otros dos.
Mengele se lo quedó mirando; después tragó saliva.
—¿Por qué? —preguntó.
—
No lo sé
—respondió Farnbach, con resentimiento—. Yo ya no hago preguntas; hago lo que me dicen.
—¿Dónde hay un
médico
? —chillaba su mujer. Desde la puerta, alguien le respondió:
—Está en camino.
—Yo… soy médico —murmuró Mengele.
—¡Usted, ni se le acerque!
—Cállese —ordenó Mengele, mirando a la mujer de Farnbach. Después miró a su alrededor—. ¿Tiene alguien un par de pinzas?
En el despacho del administrador de la sala de banquetes se puso a sacar las astillas que Farnbach tenía en la nuca, con ayuda de las pinzas y de una lupa, mientras Rudi le sostenía cerca la lámpara.
—Quedan unas pocas más —anunció, mientras dejaba caer una de las astillas en un cenicero.
Sentado con la cabeza inclinada, Farnbach no decía palabra.
Mengele puso desinfectante en las cortaduras y con un esparadrapo aseguró sobre ellas un trozo de gasa.
—Lo lamento mucho —se disculpó.
Farnbach se puso de pie y se enderezó la chaqueta que estaba húmeda.
—¿Y cuándo sabremos
por qué
nos enviaron? —preguntó.
—Me pareció entender que había dejado usted de hacer preguntas —señaló secamente Mengele, después de mirarle un momento.
Farnbach giró sobre sus talones y se marchó. Mengele entregó las pinzas a Rudi y le ordenó que saliera también.
—Ve a buscar a Tin-tin —le ordenó—. Nos vamos en seguida. Dile que vaya a advertir a Erico, y cierra la puerta.
Volvió a guardar las cosas en el maletín de primeros auxilios, se sentó ante la desaliñada mesa, se quitó las gafas y se palmeó la frente para secársela, Después sacó la pitillera; encendió un cigarrillo y le dio una chupada, mientras dejaba caer la cerilla sobre las astillas de vidrio. Volvió a ponerse las gafas y sacó su libreta de direcciones.
Llamó al número particular de Seibert y una doncella brasileña le informó, entre risitas, que el
senhor
y la
senhora
estaban fuera, pero ella no sabía dónde.
Probó con el cuartel general, sin esperanza de respuesta, y no la obtuvo.
Siegfried, el hijo de Ostreicher, le dio otro número; cuando llamó, el propio Ostreicher levantó el receptor.
—Habla Mengele. Estoy en Florianápolis, y acabo de ver a Farnbach.
Se hizo un silencio.
—
Maldición
—masculló después la voz—. El coronel iba a decírselo a usted mañana por la mañana; ha venido postergándolo. Está disgustadísimo con el asunto, con todo lo que luchó por él.
—Ya me lo imagino —asintió Mengele—. ¿Qué ha ocurrido?
—Es por el hijo de puta de Liebermann. La semana pasada estuvo viendo a Frieda Maloney.
—¡Pero si está en Estados Unidos! —exclamó Mengele.
—No, salvo que la hayan trasladado, está en Düsseldorf. Ella debe de haberle contado toda la historia, tal como puede verla. Su abogado preguntó a algunos de nuestros amigos de allá cómo se explicaba que en la década de 1960 estuviéramos colocando niños en el mercado negro. Él los convenció de que era verdad, y entonces
ellos
fueron los que
nos
preguntaron. Rudel llegó en avión el sábado pasado, para una reunión de tres horas, y aunque Seibert estaba muy interesado en que estuviera usted presente, Rudel y algunos de los otros no quisieron… y así fueron las cosas. Los hombres regresaron el martes y el miércoles.
Mengele se levantó las gafas sobre la frente y gimió, oprimiéndose los ojos.
—
¿Por qué no podían matar simplemente a Liebermann?
¿Están chiflados, o es que ellos son judíos, o qué? Mundt habría atrapado la ocasión
por los pelos
. Si quería hacerlo él por su cuenta, ya desde el comienzo. Él solo es más despierto que todos sus coroneles juntos.
—¿No quiere enterarse de la postura adoptada?
—Adelante. Si vomito mientras usted habla, discúlpeme, por favor.
—Ya hay diecisiete hombres que han muerto. De acuerdo con lo que calculó
usted
, eso significa que podemos tener seguridad de uno o dos éxitos. Y es posible que haya uno o dos más entre los otros, puesto que a los sesenta y cinco años algunos morirán de muerte natural. Liebermann todavía no lo sabe todo, porque tampoco Maloney lo sabe. Pero es posible que ella haya recordado algún nombre, y en ese caso, el paso que él lógicamente dará será intentar atrapar a Hessen.
—¡Pero entonces bastaba con llamarle a
él
! ¿Por qué a los seis?