La mujer se inclinó hacia delante y, tomando de la bandeja uno de los vasos envueltos en papel, empezó a darle vueltas en las manos.
—Eso fue lo que sucedió entre…, bueno, la Navidad de 1960 y el final del verano de 1963, cuando terminé el trabajo y me fui. Alois me llamaba, o si no, con más frecuencia, otro hombre, Willi, y me decía: «Fíjese si… ‘los Smith’ de California quieren uno para marzo». O para el mes que fuera, generalmente con dos meses de anticipación. «Y pregúnteles también a ‘los Brown’, de Nueva York». A veces me daban tres nombres —miró a Liebermann y le explicó—: Siempre gente cuyas solicitudes yo había enviado antes.
Él asintió, sin hablar.
—Bueno. Entonces yo llamaba a las familias —quitó el papel que cubría la boca del vaso—. Les decía que alguien que había sido vecino de ellos me había contado que querían un niño. ¿Les interesaba todavía? Casi siempre contestaban que sí. —Miró a Liebermann con orgulloso desafío—. No sólo les interesaba, era un motivo de júbilo, para las mujeres especialmente. —Empezó a arrugar el papel con una mano, mientras iba sacando el vaso poco a poco—. Yo les decía que podía conseguirles uno, un niño blanco, sano, de pocas semanas, para marzo o para cuando fuera. Con documentos de adopción del Estado de Nueva York. Pero primero tenían que enviarme, lo antes posible, su ficha médica completa al apartado de Correos que me había indicado Alois y comprometerse a no decir jamás al niño que era adoptado. Les explicaba que era la madre la que insistía en eso. Y naturalmente, tendrían que pagarme algo cuando vinieran a buscar al niño, si se lo conseguía. Por lo general eran mil dólares; a veces más, si eran gente que podía pagarlo; eso se veía en la solicitud. Lo suficiente para que pareciera una transacción común del mercado negro.
Dejó sobre la bandeja la arrugada envoltura de papel y quitó el tapón de la botella.
—Unas semanas después recibía otra llamada. «Los Smith no sirven. Los Brown pueden tenerlo el 15 de marzo». O a veces… —inclinó la botella sobre el vaso, sin que saliera nada; la inclinó más—. Típico —masculló mientras daba vuelta boca abajo la botella negra, vacía—. ¡Típico de la forma en que funciona todo este maldito lugar! ¡Los vasos bien envueltos, pero en la botella no hay agua! ¡Vaya por Dios! —De un golpe, volvió a dejar la botella sobre la bandeja; los vasos envueltos dieron un salto.
—Yo se la traeré —dijo Fassler, levantándose, y tomó la botella—. Usted siga —agregó, mientras iba hacia la puerta.
—Las cosas que podría contarle sobre la ineptitud que hay aquí… —comentó Frieda Maloney a Liebermann—. Bueno. Sí. Me decían a quién se le entregaba el niño, y cuándo. O tal vez, si las dos parejas eran buenas, me decían que llamara a la segunda y les dijera que era demasiado tarde para éste, pero que sabía de otra chica que esperaba para junio. —Con los labios contraídos, hizo girar el vaso entre las palmas de las manos—. La noche que les entregaba el niño —continuó—, todo se combinaba muy cuidadosamente por adelantado. Entre Alois o Willi y yo, y entre el matrimonio y yo. Yo esperaba en una habitación del motel «Howard Johnson» del aeropuerto, el que ahora es Kennedy, entonces era Idlewild… reservado a nombre de Elizabeth Gregory. El niño me lo traía una pareja joven o una mujer sola, a veces una camarera. Algunos me trajeron más de uno… en diferentes ocasiones, quiero decir…, pero, por lo general, cada vez era una persona nueva. Traían los documentos también. Parecían completamente auténticos, con los nombres de la pareja ya inscritos. Una o dos horas después llegaba el matrimonio para llevarse el niño. Rebosantes de alegría, agradecidos. —Miró a Liebermann—. Gente buena, capaces de ser buenos padres. Me pagaban y me prometían (yo les hacía jurar sobre la Biblia) que jamás le dirían al niño que era adoptado. Eran siempre varones, hermosos. Se los llevaban y se iban.
—¿No sabía usted de dónde venían? —preguntó Liebermann—. Originariamente, quiero decir.
—¿Los niños? De Brasil. —Frieda Maloney miró a lo lejos—. Los que los llevaban eran brasileños —continuó, extendiendo una mano—, y las camareras eran de las líneas aéreas brasileñas, «Varig». —Recibió la botella que le ofrecía Fassler, la acercó al vaso, se sirvió agua. Fassler dio la vuelta a la mesa y volvió a sentarse.
Frieda Maloney dejó la botella en la bandeja, bebió, bajó el vaso, se pasó la lengua por los labios.
—Casi siempre andaba todo como un reloj —recordó—. Una vez, la pareja no apareció. Cuando los llamé, me dijeron que habían cambiado de idea, así que me llevé el niño a casa y combiné las cosas para que viniera a buscarlo la segunda pareja. También hubo que hacer documentos nuevos. A mi marido le dije que había habido una confusión en «Rush-Gaddis» y que nadie más tenía lugar para el niño. Él no sabía nada de nada, no lo sabe hasta hoy. Y eso es todo. En total, debí entregar unos veinte niños; algunos, al principio, a intervalos muy cortos y después uno cada dos o tres meses. —Volvió a levantar el vaso para beber.
—Menos doce —anunció Fassler, mirando su reloj, y sonrió a Liebermann—. ¿Ha visto? Todavía le quedan diecisiete minutos.
Liebermann miró a Frieda Maloney.
—¿Qué aspecto tenían los niños? —le preguntó.
—Eran hermosos —respondió ella—. De ojos azules y pelo oscuro. Eran todos muy parecidos, incluso más de lo que suelen parecerse los niños. Parecían europeos, no brasileños, con la piel clara y los ojos azules.
—¿Le dijeron a usted que venían de Brasil, o usted se basa simplemente en que…?
—A mí no me decían nada sobre los niños. Sólo qué noche los llevarían al motel, y a qué hora.
—¿De quién cree usted que eran hijos?
—La opinión de ella no influye en nada, en absoluto —señaló Fassler.
La mujer hizo un gesto con la mano.
—¿Y eso qué importancia tiene? —preguntó, y siguió hablando con Liebermann—. Yo pensé que eran hijos de alemanes que estaban en Sudamérica. Tal vez hijos ilegítimos de alemanas y sudamericanos. Ahora, por qué la Organización los colocaba en Norteamérica, y elegía con tanto cuidado a las familias, eso no pude imaginármelo siquiera.
—¿Nunca lo preguntó?
—Al comienzo, la primera vez que Alois me explicó qué tipo de solicitudes debía buscar, le pregunté a qué venía todo eso. Me contestó que no hiciera preguntas y me limitara a hacer lo que indicaran. Por la Patria.
—Y estoy seguro de que se daba usted cuenta —le recordó Fassler— de que, si no cooperaba, él podría haberla hecho objeto del tipo de persecución a que finalmente se vio sometida años después.
—Sí, claro —respondió Frieda Maloney—. De eso me daba cuenta, naturalmente.
—Las veinte parejas a quienes dio usted los niños… —empezó a decir Liebermann.
—Veinte aproximadamente —corrigió Frieda Maloney—. Tal vez fueran menos.
—¿…Eran todas norteamericanas?
—¿Estadounidenses, quiere usted decir? No, algunas eran canadienses. Cinco o seis. El resto eran de los Estados Unidos.
—Europeos no había.
—No.
Liebermann se quedó en silencio, frotándose el lóbulo de la oreja.
Fassler miró su reloj.
—¿No recuerda usted los nombres? —preguntó Liebermann.
La mujer sonrió.
—De eso hace trece o catorce años —le recordó—. Me acuerdo de uno, Wheelock, porque fueron quienes me dieron mi perro y alguna vez les llamé para pedirles consejo. Eran criadores de «dobermans». Él se llamaba Henry Wheelock y vivían en New Providence, Pennsylvania. Como yo había comentado que pensábamos comprar un perrito, cuando vinieron a buscar al niño me llevaron a
Sally
, que entonces tenía sólo diez semanas. Un animal precioso. Aún lo tenemos. Mi marido todavía lo tiene.
—¿Y Guthrie? —preguntó Liebermann.
—Sí, el primero fue Guthrie —contestó—. Tiene usted razón.
—De Tucson.
—No, de Ohio. No, era Iowa. Sí, de Ames, en Iowa.
—Se mudaron a Tucson —le informó Liebermann—, y él murió en un accidente, en octubre último.
—¿Sí?
—¿Quién vino después de los Guthrie?
Frieda Maloney sacudió la cabeza.
—Fue entonces cuando vinieron varios juntos, con sólo dos semanas de diferencia.
—¿Curry?
Ella volvió a mirarlo.
—Sí —respondió—. De Massachusetts. Pero no fue inmediatamente después de los Guthrie. Espere un momento, a ver… Los Guthrie fueron a fines de febrero; después hubo otro matrimonio, que vivía en algún lugar del Sur… los Macon, creo; y
entonces
los Guthrie. Y después los Wheelock.
—¿Dos semanas después de los Curry?
—No, dos o tres meses. Después de los tres primeros ya fueron más separados.
—¿No le revienta que tome nota de esto? —preguntó Liebermann a Fassler—. No es nada que pueda perjudicarla; ocurrió en Estados Unidos hace mucho tiempo.
Fassler frunció el ceño, suspiró.
—Está bien —accedió.
—¿Qué importancia tiene? —preguntó Frieda Maloney.
Liebermann sacó su estilográfica y encontró en el bolsillo un pedazo de papel.
—¿Cómo se escribe «Wheelock»? —preguntó. Ella se lo deletreó.
—¿De New Providence, en Pennsylvania?
—Sí.
—Trate de recordarlo: ¿cuánto tiempo, exactamente, después que a los Curry se les entregó el niño?
—No puedo recordarlo con exactitud. Dos o tres meses; los plazos no eran regulares.
—¿Serían más bien dos meses, o tres?
—No puede recordarlo —se impacientó Fassler.
—Está bien —se conformó Liebermann—. ¿Quién vino después de los Wheelock?
—No puedo recordar exactamente el orden —suspiró Frieda Maloney—. Fueron veinte, a lo largo de dos años y medio. Hubo un Truman, que no tenía nada que ver con el que fue presidente. Me parece que ése fue uno de los matrimonios canadienses. Y hubo un apellido como… «Corwin» o «Corbin», algo así.
Corbett
.
Consiguió recordar tres nombres más y seis ciudades, que Liebermann fue anotando.
—Es la hora —anunció Fassler—. ¿Quiere hacer el favor de esperarme fuera?
Liebermann guardó la estilográfica y el papel, miró a Frieda Maloney, hizo un gesto de saludo. Ella se lo devolvió.
Liebermann se levantó y fue hacia el perchero, se puso el abrigo sobre el brazo, tomó del estante el sombrero y la cartera. Cuando iba hacia la puerta bruscamente se detuvo y se quedó inmóvil; después se volvió.
—Quisiera hacer una pregunta más —pidió. Los dos lo miraron, y Fassler asintió con un gesto—. ¿Cuándo es el cumpleaños de su perra? —preguntó, mirando a Frieda Maloney. Ella lo miró a su vez sin entender.
—¿No lo sabe? —la urgió.
—Sí. El 26 de abril.
—Gracias —murmuró Liebermann, y agregó dirigiéndose a Fassler—: No tarde mucho, por favor; quisiera terminar con todo esto —se dio la vuelta, abrió la puerta y salió al corredor.
Allí se sentó en un banco y se puso a hacer cálculos con ayuda de un calendario de bolsillo. La guardiana, sentada al otro lado de su abrigo, le preguntó:
—¿Creen ustedes que podrán sacarla?
—Yo no soy abogado —fue su respuesta.
—Estoy completamente despistado —admitió Fassler mientras luchaba infructuosamente con el tráfico embotellado—. ¿Quiere decirme, por favor, qué tenía que ver la Organización en ese asunto de los niños?
—Lo siento —se disculpó Liebermann—, pero eso no estaba en nuestro acuerdo.
Como si él lo supiera.
*
Cuando volvió a Viena se encontró con que, obedeciendo a una orden del tribunal, estaban trasladando las mesas y los archivos a un despacho que había encontrado Max: dos cuartuchos en un edificio destartalado del distrito quince. Así, pues, también
él
tendría que cambiarse de inmediato a un apartamento más pequeño y más barato (adiós, Glanzer, hijo de perra) que Lili ya estaba buscando. Y para terminar, entre una cosa y otra —dos meses de adelanto por el despacho, costes, la mudanza, la cuenta del teléfono— en la hucha apenas si quedaba lo suficiente para sacar un billete a Salzburgo, y no hablemos de Washington.
Que era donde tenía que ir para el 4 o el 5 de febrero.
Se lo explicó a Max y a Esther mientras ellos se ocupaban de que la nueva oficina se pareciera más al Centro de Información sobre los Crímenes de Guerra que a «H. Haupt e Hijo. Publicidad y Anuncios».
Los Guthrie y los Curry —les informó mientras protegiéndose los dedos con un papel doblado, raspaba la segunda H del cristal de la puerta con una hojita de afeitar— recibieron sus niños con unas cuantas semanas de diferencia, a fines de febrero y de marzo de 1961. Y a Guthrie y a Curry los
mataron
con cuatro semanas de diferencia, día más día menos, en el mismo orden. Los Wheelock recibieron el niño hacia el 5 de julio, y esto lo sé porque le llevaron a Frieda Maloney un cachorro de diez semanas que había nacido el 26 de abril…
—¿Qué? —Esther se volvió para mirarle, sin dejar de sostener un mapa contra la pared para que Max lo clavara con chinchetas.
—… y desde fines de marzo hasta el 5 de julio —continuó Liebermann, sin dejar de raspar— hay aproximadamente catorce semanas, de manera que se puede apostar sin riesgo a que piensan matar a Wheelock hacia el 22 de febrero, catorce semanas después que a Curry. Y yo quiero estar en Washington dos o tres semanas antes.
—Me
parece
que te sigo —dudó Esther.
—Como consecuencia, es fácil de seguir —acotó Max—. Los van matando en el mismo orden en que les entregaron los niños, y con el mismo intervalo. La cuestión es por qué.
La cuestión, señaló Liebermann, tendría que esperar. Detener los asesinatos, fuera cual fuese el motivo, era lo importante, y la mejor probabilidad que tenía de conseguirlo era por mediación del FBI, en los Estados Unidos. Ellos podían confirmar con bastante facilidad que dos hombres que habían muerto en «accidente» eran padres de niños adoptados ilegalmente y que se parecían mucho, y que Henry Wheelock era el tercero en las mismas condiciones (o el cuarto, si conseguían localizar al de Macon). El 22 de febrero, días más, días menos, podrían capturar al proyectado asesino de Wheelock y por él conocer la identidad de los otros cinco, e incluso de las fechas que tenían asignadas. (A esa altura, Liebermann creía ya que los seis asesinos trabajaban aisladamente y no en parejas, dada la proximidad en el tiempo de los asesinatos de Döring, Guthrie, Horve y Runsten, todos en diferentes países).
Además y esto era más fácil, podría ir al Departamento Federal de Investigación Criminal de Bonn puesto que estaba seguro de que una agencia de adopciones alemana (lo mismo que una inglesa y tres escandinavas) había tenido su Frieda Maloney encargada de revisar los archivos y distribuir los niños. Klaus había comprobado que el niño de Friburgo era idéntico al de Trittau, y el propio Liebermann, mientras estaba en Düsseldorf, había llamado a la viuda de Döring, a la de Rausenberger y a la Schreiber, para preguntarles si su hijo era adoptivo, obteniendo como respuesta dos «síes» sorprendidos y cautelosos, un «no» furibundo, y tres órdenes de que se metiera en sus propios asuntos.