Los niños del Brasil (9 page)

Read Los niños del Brasil Online

Authors: Ira Levin

Tags: #GusiX, Ciencia ficción, Intriga

BOOK: Los niños del Brasil
9.67Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Sí! —respondió, levantando la vista hacia los andamios—. ¿Qué hace usted allí
arriba
?

—Es más fácil llegar por aquí. Por abajo está todo lleno de basura. En un minuto estaré con usted. Quédese ahí, que se me ha apagado la luz y no podré encontrarle si usted se mueve.

—¿Les ha visto?

No hubo respuesta. Döring siguió orinando, con los ojos fijos en una rendija entre las puertas. ¿Podría bajar sin peligro Reichmeider, no teniendo luz? ¿Y habría visto a Springer y al otro, o todavía no habría llegado? ¡Dese prisa, Reichmeider!

Arriba se oyó una serie de golpes, y Döring volvió a levantar los ojos. Guijarros o algo parecido caían sobre los tablones. Con un ruido de trueno, se precipitaron sobre él y, sin entender, dolorido, murió rápidamente.

*

Había hablado en Heidelberg por última vez en 1970, en una espléndida catedral antigua de roble oscurecido, con un público que desbordaba los mil asientos. Esta vez estaba en un anfiteatro nuevo, de color arena, para quinientas personas; muy moderno y bien diseñado, pero con las dos últimas filas vacías. Claro que hablar allí era mucho más fácil, como si fuera una charla en el
living room
, amplio y cómodo, de algún amigo. Había un auténtico contacto personal con esos jóvenes tan inteligentes. Pero así y todo…

Bueno, la cosa iba bien, y hasta el momento había ido bien todas las noches. Los públicos alemanes integrados por gente joven eran siempre los mejores; realmente se preocupaban, atendían, se interesaban por el pasado. Conseguían que
él
diera lo mejor de sí, que encontrara de nuevo su auténtico sentimiento allí donde un público inglés o norteamericano, menos comprometido, lo llevaba a deslizarse a un recitativo mecánico de líneas memorizadas. Naturalmente, el hecho de hablar alemán era una diferencia. Significaba la libertad de usar palabras naturales, en vez de enmarañarse con el «was» y el «were» (y palabras como «
ex
pulsado» y «
re
pulsado»; ¿Sydney, estás recogiéndome los recortes que te pedí?).

Se obligó a volver al tema.

—Al comienzo, lo único que quería era venganza —dijo a una joven que le escuchaba atentamente desde la segunda fila—. Venganza por la muerte de mis padres y de mis hermanas, venganza por los años que yo mismo pasé en los campos de concentración —ahora hablaba a los de las filas más alejadas—, venganza por
todas
las muertes, por los años
de todo el mundo
. ¿Para qué me había salvado, sino para ejercer venganza? —Esperó un momento—. Indudablemente, Viena no tenía necesidad de otro compositor. —Se produjo el acostumbrado estallido de risas de alivio; Liebermann sonrió junto con el público y eligió a un joven de pelo castaño que estaba al fondo, hacia la derecha (se parecía un poco a Barry Koehler)—. Pero el problema de la venganza —le explicó, mientras trataba de no pensar en Barry—, es que, para empezar, no es en realidad posible —apartó los ojos del muchacho que se parecía a Barry, para dirigirse a la totalidad del público—, y, además, aunque lo fuera, ¿sería lo bastante útil? —Sacudió la cabeza—. No. De manera que ahora lo que quiero es algo mejor que la venganza, pero igualmente difícil de conseguir —se lo dijo a la muchacha de la segunda fila—: Quiero el recuerdo. El recuerdo —repitió, dirigiéndose a todos—. Pero es difícil de conseguir porque la vida continúa; todos los años tenemos nuevos horrores: Vietnam, las actividades terroristas en Medio Oriente y en Irlanda, asesinatos… (¿Los noventa y cuatro hombres de sesenta y cinco años?) y año tras año —continuó—, el horror de los horrores, el Holocausto, queda un poco más lejos cada vez y parece un poco menos horrible. Pero los filósofos ya nos lo han advertido: Si olvidamos el pasado, estamos condenados a repetirlo, y por eso es importante capturar a un Eichmann y a un Mengele; para que se pueda… —oyó lo que acababa de decir y se sintió perdido—. Un Stangl, quiero decir —balbuceó—. Discúlpenme, pero parece que aquí me dejé llevar por mis deseos.

El público se rió un poco, pero la cosa no tenía arreglo, aunque él trató de enmendarlo.

—Por eso es importante capturar a un Eichmann y a un
Stangl
—precisó—. Para que sean procesados; no necesariamente para condenarlos, no, sino para permitir
que se puedan presentar testigos
, para recordar al mundo, y especialmente para recordarles
a ustedes
, que no habían nacido siquiera cuando sucedieron estas cosas, que personas que externamente no difieren de ustedes ni de mí pueden, en ciertas circunstancias, cometer las atrocidades más bárbaras e inhumanas. Para que usted —señaló— y usted, y usted, se ocupen de que esas circunstancias no puedan darse nunca más.

Al terminar, Liebermann inclinó la cabeza, escuchando los aplausos que lo saludaban, y se apartó un paso del atril, sin dejar no obstante de apoyar sobre él una mano, como para mantener su derecho. Esperó, respirando con dificultad; después volvió a avanzar un paso, se aferró nuevamente con ambas manos al atril e hizo frente a los aplausos casi hasta silenciarlos.

—Gracias —expresó—. Ahora, si tienen que hacerme alguna pregunta, haré todo lo que pueda por contestarlas —miró a su alrededor, eligió a uno de los circunstantes y escuchó.

*

Traunsteiner, inclinado sobre el volante que sostenía firmemente con ambas manos, arrojó su coche a toda velocidad sobre un hombre de pelo gris que caminaba por el arcén. Inundado por la luz explosiva de los faros que se aproximaban, el hombre se volvió, levantó una revista doblada para protegerse los ojos, dio un paso atrás. El guardabarros lo levantó en el aire y lo arrojó a distancia. Luchando con una sonrisa, Traunsteiner hizo volver el automóvil a la calzada, pasando a pocos centímetros de un cartel anunciador de un cruce de caminos. Apretó el freno, siguió apretándolo y, haciendo chirriar los neumáticos, llevó el coche hacia la izquierda, hacia una carretera más ancha señalada por un cartel que anunciaba
Esbjerg-14 Km
.

*

—De contribuciones, principalmente —respondió Liebermann—, provenientes de judíos y de otras personas interesadas de todo el mundo. Y también de los ingresos que yo obtengo escribiendo y de compromisos tales como éste.

Señaló una mano que se alzaba en la fila del fondo, y una joven se levantó, con su rostro sonrosado y regordete, para empezar a plantear lo que Liebermann se anticipó a definir como la cuestión de Frieda Maloney.

—Comprendo —dijo la muchacha— que es importante conseguir que sean procesados los personajes clave, los que tenían cargos superiores. Pero me pregunto si en un caso como el de Frieda Maloney, una guardiana a quien se la trae aquí después de haber sido ciudadana norteamericana durante tantos años, no sigue usted estando motivado por la venganza. Sea lo que fuere lo que hizo durante la guerra, ¿no lo ha compensado con lo que hizo a partir de entonces? Era una persona útil en los Estados Unidos, dedicada a la enseñanza y cosas semejantes.

La joven volvió a sentarse. Liebermann hizo un gesto de asentimiento y durante un momento permaneció en silencio, mientras se alisaba pensativamente el bigote, como si nunca le hubieran planteado la misma cuestión.

—Por lo que usted pregunta —contestó después— deduzco que se da cuenta de que una mujer que ha sido profesora de jardín de infancia, se ha ocupado de encontrar hogar para niños desamparados y ha sido una buena ama de casa y una persona bondadosa con los perros extraviados, también puede haber sido… ¡esa mismísima mujer!, una guardiana de un campo de concentración, culpable quizá, cosa que nos dirá su proceso, cuando finalmente tenga lugar, de asesinatos en masa. Pues bien, ahora le pregunto yo: ¿Estaría usted al tanto de esta sorprendente posibilidad si no se hubiera encontrado a Frieda Altschul Maloney y conseguido su extradición? Yo no lo creo, y no creo que sea una posibilidad carente de importancia y merecedora de olvido. Tampoco es esa la opinión de su Gobierno.

Miró a su alrededor, atento a las manos que se levantaban, entre ellas las del chico que se parecía a Barry. Apartó la vista de él (ahora no, Barry, estoy ocupado) y señaló a un joven rubio de aspecto espabilado que estaba sentado en el centro mismo del auditorio. («Son
noventa y cuatro
», le insistía por teléfono la voz de Barry, «y son
todos funcionarios públicos de sesenta y cinco años
. ¿Qué le parece el estofado?»)

Ya estaban formulándole una nueva pregunta.

—Pero a Frieda Maloney ni siquiera la han acusado todavía —señalaba el joven rubio—. Nuestro Gobierno, ¿está realmente tan interesado en perseguir a los criminales nazis? ¿O, para el caso, cualquier Gobierno del mundo actual, incluso el israelí? ¿No ha declinado acaso ese interés, y no es ésa una de las razones por las cuales no ha podido usted volver a abrir su Centro de Información?

Vaya, ¿quién le habría dicho que eligiera a los de aspecto espabilado?

—Para empezar —explicó—, el Centro está funcionando en un lugar más reducido, pero sigue abierto. Hay gente que trabaja, que recibe cartas, hay asesores que salen. Como ya dije antes, nuestros fondos provienen de particulares, y no dependemos en modo alguno de ningún Gobierno. En segundo lugar, aunque es verdad que ni los fiscales alemanes ni los austríacos se muestran ya tan… sensibles como solían ser, y que Israel tiene otros problemas más urgentes, no hemos abandonado la causa de la justicia. Sé de buena fuente que Frieda Maloney será acusada probablemente hacia enero o febrero, y enjuiciada poco después. Se ha encontrado ya a los testigos, tarea difícil, que lleva mucho tiempo y en la que el Centro desempeñó un papel importante —miró las manos que se levantaban ante él, los rostros jóvenes y despiertos, y de pronto se dio cuenta con exactitud de qué era lo que estaba mirando. ¡Por Dios, una mina de oro! ¡Ahí, enfrente de él!

Ahí, en ese anfiteatro luminoso, había casi quinientos jóvenes que se contaban entre los más inteligentes de Alemania, la flor y nata de su generación y él, un viejo tonto de cerebro cansado, se empeñaba en resolver solo el problema. ¡Santo Dios!

Preguntarles…
¿A ellos?
¡Qué locura!

Sin pensarlo, debía haber señalado a alguien; acababan de plantearle la cuestión del neonazismo.

—Para un resurgimiento del nazismo —recitó rápidamente—, se necesitan dos factores: un empeoramiento de las condiciones sociales que las lleve a aproximarse a las de comienzos de la década del treinta, y la aparición de un líder al modo de Hitler. Si llegaran a conjugarse estos dos factores, naturalmente los grupos neonazis de todo el mundo se convertirían en un foco de peligro. Pero por el momento eso no me preocupa particularmente —algunas manos se levantaron, pero Liebermann las inmovilizó con un gesto—. Un momento, por favor —pidió. Me gustaría interrumpir momentáneamente las preguntas, y formularles yo una en vez de contestarlas.

Las manos descendieron, los rostros jóvenes e inteligentes le miraban expectantes.

¡Qué locura! Pero ¿por qué no intentar valerse del poder de esos cerebros?

Con ambas manos se aferró al atril, respiró profundamente, pensó.

—Lo que quiero —dijo al anfiteatro, que en ese momento se le aparecía como una ostra llena de perlas— es recurrir al ingenio de ustedes para resolver un problema. Un problema
hipotético
que me planteó un joven amigo. Estoy muy ansioso por resolverlo, hasta el punto de estar dispuesto a hacer una pequeña trampa y pedirles ayuda. —Se oyeron risitas—. ¿Y quién podría ayudarme mejor que los estudiantes de esta gran Universidad y sus amigos?

Volvió a soltar el atril y se enderezó, mientras les miraba con el aire casual de un hombre que plantea un problema hipotético, de ninguna manera real.

—Ya les he hablado de la Organización de los Camaradas en Sudamérica —les recordó— y también del doctor Mengele. He aquí el problema que me planteaba mi amigo. La Organización y el doctor Mengele deciden que quieren matar un gran número de personas de diferentes países de Europa y de Norteamérica. Noventa y cuatro hombres, para ser exactos, todos ellos de sesenta y cinco años y funcionarios públicos. Las muertes deben tener lugar a lo largo de un período de dos años y medio, y responden a una motivación política, a una motivación nazi. ¿Cuál es esa motivación? ¿Pueden ustedes encontrar la respuesta? ¿Quiénes son esos hombres? ¿Por qué la muerte de ellos es deseable para la Organización de los Camaradas y para el doctor Mengele?

El joven auditorio se mostraba indeciso. Empezó a elevarse un murmullo; se oyó una tos; otra le hizo eco.

Siempre con aire casual, Liebermann volvió a apoyarse en el atril.

—No estoy gastándoles una broma —aclaró—. Es un problema que me han planteado, como ejercicio de lógica. ¿No pueden ayudarme?

Los concurrentes se inclinaban unos hacia otros. El murmullo de los susurros se intensificó, convirtiéndose en el zumbido de las ideas que se intercambiaban al azar.

Noventa y cuatro hombres —repitió lentamente Liebermann, para guiarlos—. De 65 años. Funcionarios públicos. En distintos países. En dos años y medio.

Se levantó una mano y la siguió otra.

Esperanzado, se dirigió al primero de los jóvenes sentado unas filas hacia atrás, algo hacia la izquierda.

—¿Sí?

El que se levantó fue un muchacho de suéter azul.

—Son personas que tienen cargos de gran responsabilidad —aventuró, con voz inesperadamente aguda—. Su muerte provocaría de manera directa o indirecta el empeoramiento de las condiciones sociales a las cuales usted acaba de referirse, con lo que se crearía un clima más adecuado para el resurgimiento del nazismo.

Liebermann sacudió la cabeza.

—No, no lo creo —reflexionó—. Si durante varios meses, no hablemos de dos años y medio, empiezan a morir personas que ocupan cargos de importancia eso llamaría la atención y motivaría una investigación. No, esos hombres tienen que ser funcionarios públicos de escasa importancia. Y a los 65 años es más que probable que de todas maneras estén a punto de jubilarse, de manera que el objeto de la matanza no puede ser hacerlos cesar en su trabajo.

—Pero ¿por qué matarlos, simplemente? —preguntó una voz desde el fondo a la derecha—. ¡Si no tardarán en morir de muerte natural!

—Exactamente —confirmó Liebermann, mientras hacía un gesto de asentimiento—. No tardarán en morir de muerte natural, de manera que, ¿por qué matarlos? Eso es lo que les pregunto.

Other books

A home at the end of the world by Cunningham, Michael
Dark Universe by Devon Herrera
The Destroyed by Brett Battles
Poor Little Bitch Girl by Jackie Collins
My Animal Life by Maggie Gee
Capitol Threat by William Bernhardt
Learning to Swim by Sara J Henry
Dorothy Must Die by Danielle Paige
Deadly Jewels by Jeannette de Beauvoir