Noventa y cuatro hombres tienen que morir en las fechas señaladas y en un plazo de dos años y medio. Todos tienen 65 años.
Su muerte constituye el último paso de una operación a cuyo éxito tanto yo como la Organización hemos dedicado muchos años, un gran esfuerzo y buena parte de nuestra fortuna.
La esperanza y el destino de la raza aria dependen del resultado.
Un solo hombre poseía la clave de lo que estaba ocurriendo, pero lo que afirmaba era que estaba loco. Y no lo estaba. Al contrario, él era el único que podía impedir que murieran 94 personas. Así comienza una desesperada carrera contra el tiempo, una lucha titánica contra una organización tan disciplinada y perfecta que asesina nada más que porque esas son las órdenes. Las víctimas tienen diversas nacionalidades y ocupaciones. Viven en distintos lugares y entre ellos parecería no haber nada en común. Sin embargo, están en una lista y comienzan a morir.
Cada asesinato acerca a la Organización a su meta. Con cada hombre que muere el terror está más próximo y hay menos tiempo. Hay una manera de vencer: ser más astuto que los miembros de la Kamaradenwerk…
Ira Levin
Los niños del Brasil
ePUB v2.5
GusiX06.09.12
Título original:
The Boys from Brazil
Ira Levin, 1976
Traducción: Marta I. Guastavino
Ilustraciones: Víctor Viano
Diseño/retoque portada: GusiX
Editor original: GusiX (v1.0 a v2.5)
Corrección de erratas: GusiX
ePub base v2.0
Para
Jed Levin
Nicholas Levin
Adam Levin
Y en memoria de
Charles Levin
Este libro es totalmente de ficción. Los sucesos que en él se describen son imaginarios, y los personajes —excepción hecha de las personalidades a quienes se menciona por su nombre verdadero— son también imaginarios y no pretende representar con ellos a ninguna persona viva.
El autor agradece la información que le facilitaron el doctor Maurice F. Goodbody, h., el señor Samuel Halperin y su esposa, el señor Anthony Koestler y el señor Edmund C. Wall.
Al anochecer de un día de noviembre de 1974, un pequeño bimotor de color negro aterrizó en una pista secundaria del aeropuerto de Congonhas, en São Paulo, disminuyó la marcha, viró y rodó en dirección a un hangar junto al cual esperaba un automóvil. Tres hombres, uno de ellos vestido de blanco, bajaron del avión para subir al coche, que de Congonhas se dirigió hacia los blancos rascacielos del centro de São Paulo. Unos minutos más tarde, en la avenida Ipiranga, el coche se detuvo frente a «Sakai», un restaurante japonés con aspecto de templo.
Juntos, los tres hombres entraron en el gran vestíbulo, laqueado en rojo, del restaurante. Dos de ellos, con traje oscuro, eran corpulentos y de aspecto agresivo, uno rubio y el otro de pelo negro. El tercero, que marchaba entre los otros dos, era mayor y más delgado, y vestía de blanco de pies a cabeza, a no ser por una corbata de color amarillo limón. En su mano enguantada de blanco se mecía una abultada cartera de color canela y, mientras miraba a su alrededor con evidente placer, iba silbando una melodía.
Ataviada con un kimono, la muchacha del guardarropas se inclinó sonriente, recibió el sombrero del hombre de blanco e intentó tomar su cartera. Él, sin embargo, se apartó de ella y se dirigió a un japonés joven y enjuto que se le acercaba luciendo una sonrisa y un smoking.
—Me llamo Aspiazu —se presentó en portugués, endurecido por un leve acento alemán, y tengo reservado un salón privado.
Daba la impresión de tener algo más de sesenta años, llevaba el pelo gris muy corto, sus ojos castaños eran vivaces y alegres, y el bigote una pulcra línea de pelo gris.
—¡Ah,
senhor
Aspiazu! —exclamó el japonés en una versión muy personal del portugués—. Todo está listo para su fiesta. ¿Quieren ustedes venir por aquí, por favor? Por estos escalones. Estoy seguro de que quedará usted satisfecho cuando vea lo que le hemos preparado.
—Pues ya lo estoy —le aseguró el hombre de blanco, sonriendo—. Da gusto estar en la ciudad.
—¿Vive usted en el campo?
El hombre de blanco suspiró e hizo un gesto de asentimiento, mientras subía las escaleras en pos del rubio.
—Sí —contestó secamente—, vivo en el campo.
El hombre de pelo negro lo siguió y tras ellos fue el japonés.
—Es la primera puerta a la derecha —les indicó—. ¿Quieren ustedes quitarse los zapatos antes de entrar, por favor?
El rubio se agachó para mirar a través de una abertura octogonal practicada en la pared, después apoyó una mano en la jamba de la puerta, levantó un pie hacia atrás y se quitó el zapato. El hombre de blanco apoyó sobre la alfombra del pasillo un pie calzado también de blanco, y el de pelo negro se puso en cuclillas junto a él para desabrocharle la hebilla dorada que cerraba el zapato. El rubio, después de haberse descalzado, abrió una puerta complicadamente tallada y entró en el salón decorado en verde pálido que había tras ella. El japonés, con las puntas de los pies, se quitó ágilmente los finos zapatos.
—Nuestro mejor salón,
senhor
Aspiazu —le aseguró—. Muy agradable.
—No me cabe duda. —Delicadamente, el hombre de blanco apoyó las puntas de los dedos enguantados de blanco en el marco de la puerta, mientras miraba cómo le quitaban el otro zapato.
—Y después nuestra Cena Imperial para siete, con cerveza, no, con sake, y brandy y cigarros para después.
El rubio se acercó al vano de la puerta. Tenía la cara zurcida por pequeñas cicatrices blancas, y en una oreja le faltaba el lóbulo. Con un gesto de asentimiento, volvió hacia atrás. El hombre de blanco, que parecía más bajo sin sus tacones más altos que lo normal, entró en la habitación. El japonés le siguió.
El salón, fresco e impregnado de un olor dulce, era un plácido recinto rectangular con las paredes tapizadas de seda, teñido por el resplandor verde y brumoso de los
tatamis
del piso. En el centro había una mesa alargada, de color negro, a la que rodeaban unos respaldos de bambú provistos de almohadones que lucían un dibujo en blanco y tostado. La mesa estaba puesta toda con vajilla blanca. Con tres cubiertos en cada uno de los lados largos y otro en una de las cabeceras. Debajo se abría un rebaje poco profundo, de tamaño más reducido que el tablero, para acomodar los pies. En el rincón derecho de la habitación había otra mesa baja, también negra, apoyada contra la pared, y sobre ella un par de calentadores eléctricos. La pared opuesta era de
shoji
, mamparas de papel blanco montado en marcos negros.
Es muy cómodo para siete. —Con un gesto, el japonés señaló la mesa central—. Y serán ustedes atendidos por nuestras mejores chicas… y las más bonitas —agregó, enarcando las cejas con una sonrisa.
—Allí detrás, ¿qué hay? —preguntó el hombre de blanco señalando las mamparas
shoji
.
—Otro salón privado, señor.
—¿Lo usarán esta noche?
—No está reservado, pero es posible que algún grupo lo pida.
—Pues lo reservo yo. —Con un gesto, el hombre de blanco indicó al rubio que abriera las mamparas. El japonés miró también a éste, y luego se volvió al hombre de blanco.
—Es un salón para seis —explicó titubeando—. Para ocho, a veces.
—Naturalmente. —El hombre de blanco se dirigió hacia el extremo de la habitación—. Le pagaré ocho cenas más.
Cuando se inclinó para observar los calentadores dispuestos sobre la mesa, la abultada cartera le rozó la pernera del pantalón.
El rubio estaba ya apartando las mamparas y el japonés se precipitó a ayudarlo, tal vez para evitar que pudiera romperlas. La habitación que había al otro lado parecía la imagen especular del cuarto en que estaban, con la única diferencia de que el panel de luz del techo estaba apagado y la mesa que había bajo él estaba preparada para seis personas, dos a cada lado y una en cada extremo. El hombre de blanco se había dado la vuelta para mirar hacia allí y el japonés le sonrió desde el otro lado de la habitación, con cierto embarazo.
—Se lo cobraré únicamente si alguien lo pide —explicó—, y aun así, le cobraré solamente la diferencia entre lo que cobramos abajo y lo que se cobra aquí arriba.
—¡Muy amable! —exclamó el hombre de blanco, con aire sorprendido—. Muchas gracias.
—Disculpe, por favor —el hombre de pelo negro se dirigía al japonés. Estaba de pie junto a la puerta, aunque ya dentro de la habitación, con su traje oscuro y arrugado y la cara redonda y morena brillante de sudor—. ¿No hay modo de cerrar esto? —señaló la abertura octogonal de la pared. Hablaba con acento brasileño.
—Es para las chicas —explicó el japonés—. Para que puedan ver cuándo deben traer el plato siguiente.
—Está bien —intervino el hombre de blanco, dirigiéndose al de pelo negro—. Tú te quedarás fuera.
—Pensé que tal vez él pudiera… —empezó a decir el otro, pero se interrumpió y se encogió de hombros en un gesto de disculpa.
—Todo está muy bien —cumplimentó el hombre de blanco al japonés—. Mis invitados llegarán a las ocho y…
—Los haré pasar aquí.
—No será necesario; uno de mis hombres les esperará abajo. Y después de cenar, tendremos una reunión aquí.
—Pueden ustedes quedarse hasta las tres, si lo desean.
—¡No será para tanto, espero! Nos bastará con una hora. Y ahora le agradeceré que me traiga un «Dubonnet» rojo, con hielo y una corteza de limón.
—Sí,
senhor
. —El japonés saludó con una reverencia.
—¿No será posible algo más de luz? Pienso leer mientras espero.
—Lo siento,
senhor
, pero no hay más luz que ésta.
—Me las arreglaré. Gracias.
—Gracias a usted,
senhor
Aspiazu. —El japonés volvió a hacer una reverencia, se inclinó un poco menos ante el rubio, y prácticamente nada ante el hombre de pelo negro. Después salió rápidamente de la habitación.
El hombre de pelo negro cerró la puerta y, de pie frente a ella, levantó bien los brazos, curvó los dedos y apoyó las yemas sobre la parte alta del dintel, como si fuera un teclado. Después empezó a apartar lentamente las manos.
El hombre de blanco se levantó y fue a colocarse de espaldas al agujero abierto en la pared, mientras el rubio se dirigía hacia el respaldo colocado en la cabecera de la mesa y se ponía en cuclillas junto a él. Palpó los almohadones estampados en tostado y blanco, los retiró del soporte de bambú y los dejó a un lado. Inspeccionó el respaldo, le dio vuelta para mirarlo por debajo y lo hizo a un lado junto a los almohadones. Tanteó todo el extremo del
tatami
que rodeaba el extremo de la mesa, presionando suavemente la paja trenzada con ambas manos extendidas.
Después se puso de rodillas, metió la rubia cabeza bajo la mesa y recorrió con la vista el rebaje para los pies. Inclinándose más aún, giró la cabeza para mirar con un ojo azul la parte de debajo de la mesa, que recorrió minuciosamente de punta a punta.
Después se apartó, tomó de nuevo el armazón de bambú, volvió a ponerle los dos almohadones y colocó el respaldo en un ángulo que resultara accesible. Se levantó y permaneció atento tras el respaldo.