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Authors: Ira Levin

Tags: #GusiX, Ciencia ficción, Intriga

Los niños del Brasil (8 page)

BOOK: Los niños del Brasil
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—Se me ocurre una idea absurda: tiene toda la razón del mundo —propuso Paul Higbee, mientras se sacaba la pipa de la boca.

—Oh, no me salgas con ésas —se burló Freya—. ¿Que los nazis le odien por teléfono?

—Los dos últimos años han sido tremendamente duros para él —señaló Beynon, mientras levantaba su vaso y volvía a coger el sándwich.

—¿Qué edad tiene? —quiso saber Freya.

—No estoy seguro —respondió Beynon—. Ah, pero ya veo. Diría que anda alrededor de los sesenta y cinco.

—¿Has visto? —Freya se dirigió a Paul—. De manera que los nazis andan matando a hombres de sesenta y cinco años. Es una fantasía paranoide muy bien urdida. Dentro de un mes dirá que a quien persiguen es
a él
.

Dermot Brody volvió a inclinarse hacia delante.

—¿Realmente le vas a conseguir esos recortes?

—No, claro que no —dijo Freya, y se volvió hacia Beynon—. Eso me imagino, ¿no es verdad?

Beynon sorbió el vino, con el sándwich en la mano.

—Bueno, me comprometí a hacerlo —contestó—, y si no lo hago, lo único que conseguiré será que siga acosándome cuando regrese. Además, en Londres pensarán que estoy trabajando sobre algún asunto —sonrió a Freya—, y ésa es una impresión que no está de más dar.

*

A los 65 años, y a diferencia de la mayoría de los hombres de su edad, Emil Döring, que en su momento había sido segundo ayudante administrativo del director de la Comisión de transportes públicos de Essen, no se había resignado a convertirse en un ser de hábitos. Aunque estaba jubilado y vivía en Gladbeck, un pueblo al norte de la ciudad, cuidaba muy especialmente de variar su rutina diaria. No tenía una hora fija para buscar el periódico de la mañana, ni una tarde determinada para visitar a su hermana de Oberhausen, y tampoco pasaba las noches en ningún bar favorito, e incluso a veces decidía en el último momento quedarse en casa. Tenía tres bares favoritos y sólo decidía a cuál de ellos iría en el momento de salir de su apartamento. Unas veces estaba de vuelta en un par de horas, y otras se quedaba hasta la medianoche.

Durante toda su vida, Döring había vivido acosado por sus enemigos, de los que se había protegido no sólo con las armas —tan pronto como tuvo la edad suficiente—, sino también procurando que sus movimientos fueran lo más impredecibles posible. Primero habían sido los hermanos mayores de sus compañeros de escuela los que injustamente le habían acusado de prepotente. Después, sus compañeros del ejército, todos unos bestias, quienes se habían resentido por su don de congraciarse con los oficiales y de conseguir que le dieran las misiones más fáciles y más seguras. Más tarde, sus rivales en la Comisión de transporte, algunos de los cuales podrían haber dado lecciones de traición a Maquiavelo. ¡Vaya si Döring podía contar cosas sobre la Comisión de transporte!

Y ahora, en lo que debían haber sido sus dorados años de paz, cuando había pensado que por fin podría bajar la guardia y relajarse, dejando la vieja «Máuser» guardada en el cajón de la mesilla… Ahora, más que nunca sabía que estaba en verdadero peligro de que le atacaran.

Su segunda mujer, Klara (que nunca se cansaba de recordarle de sutiles maneras que era veintitrés años menor que él), tenía indudablemente algún asunto con el antiguo profesor de clarinete del hijo de ambos, un ser despreciable, casi invertido, de nombre Wilhelm Springer, menor incluso que ella —¡treinta y ocho!— y con algo de sangre judía. A Döring no le quedaba la menor duda de que Klara y su maricón judío Springer estarían encantados de quitarle del medio; ella no sólo quedaría viuda, sino con fortuna. Döring tenía más de trescientos mil marcos (que
ella
supiera, amén de quinientos mil de los que
nadie
tenía noticias, enterrados en dos cajas de acero en el patio de su hermana). Lo que impedía a Klara divorciarse de él era el dinero. Su mujer estaba esperando; era lo que hacía la muy perra desde el día mismo en que se casaron.

Bueno, pues, que
siguiera
esperando; él gozaba de una salud espléndida y estaba preparado para defenderse de una docena de Springer que saltaran sobre él desde algún callejón. Dos veces por semana (aunque no en días fijos) iba al gimnasio y, tuviera o no sesenta y cinco años, seguía portándose excelentemente en los combates cuerpo a cuerpo, aunque ya no se luciera tanto si su contrincante era mujer. Él seguía siendo excelente, y su «Máuser» también, como le gustaba recordar, sonriendo, mientras palmeaba el bulto tranquilizador, grande y duro que llevaba bajo el brazo, oculto por la americana.

Eso mismo le había dicho a Reichmeider, el vendedor de equipos quirúrgicos a quien conociera en el «Lorelei-Bar». ¡Qué tipo agradable, el tal Reichmeider! Se había interesado de verdad por sus asuntos de la Comisión de transporte y casi se había caído del taburete, de tanto reírse al conocer los resultados del negociado de 1958. Al principio le había resultado un poco incómodo hablar con él, por la forma en que se le movía uno de los ojos (evidentemente era artificial), pero Döring no había tardado mucho en acostumbrarse a eso y acabó por contarle no solamente el asunto del negociado, sino también la investigación estatal de 1964, y el escándalo Zellermann. Después habían hablado de cosas más personales, mientras iban dando cuenta de unas cinco o seis cervezas, y Döring se había franqueado hablando del asunto de Klara y Springer. En ese momento fue cuando palmeó la pistola y dijo aquello sobre él y su arma. Reichmeider no podía creer que tuviera en realidad sesenta y cinco años.

—Pues yo habría jurado que no tenía usted más de cincuenta y siete, ¡cuando mucho! —había insistido.

¡Qué tipo tan estupendo! Era una lástima que sólo pensara pasar unos pocos días en la ciudad; una suerte, sin embargo, que se quedara en Gladbeck y no en la propia ciudad de Essen.

Esa noche, Döring había regresado al «Lorelei-Bar» para encontrarse con Reichmeider y contarle la historia del ascenso y caída de Oskar
Sabelotodo
, Vowinckel. Pero eran ya pasadas las nueve de la noche y Reichmeider no había aparecido, pese a que la noche anterior habían quedado citados. Había un montón de jóvenes bulliciosos y de chicas bonitas, una de las cuales enseñaba parte de las tetas, y sólo unos pocos clientes habituales, entre ellos Fürst, Apfel y otros de los cuales ni uno sólo sabía escuchar. Más que un miércoles, parecía un viernes o un sábado. Por televisión, un partido de fútbol iba y venía como una marea; Döring bebía lentamente, observando por el espejo aquellas tetas jóvenes y estupendas De vez en cuando se recostaba en el taburete y trataba de ver quiénes iban llegando, sin perder la esperanza de que Reichmeider hiciera su aparición, tal como lo había prometido.

Y bien que la hizo, pero de la manera más súbita y extraña: aferrando con una mano el hombro de Döring, con los ojos entrecerrados en un gesto de urgencia y susurrando:

—Döring, salga rápido afuera. ¡Hay algo que tengo que decirle! —y volvió a desaparecer.

Confundido e intrigado, Döring llamó con un gesto la atención de Franz, le dejó un billete y salió abriéndose paso entre los clientes. Reichmeider le hacía señas, mientras se alejaba por la Kirchengasse. Tenía un pañuelo atado en torno de la mano izquierda como si se la hubieran lastimado, y las perneras y los hombros de su elegante traje gris estaban manchados de algo polvoriento, que parecía tiza.

—¿Qué hay? —preguntó Döring mientras se acercaba presurosamente a él—. ¿Qué le ha pasado?

—Es a
usted
a quien van a sucederle cosas, no a mí —dijo Reichmeider con excitación—. Acabo de pasar por ese edificio que están demoliendo, en la calle después de la manzana siguiente. Escuche, cómo se
llama
, el tipo de quien usted me habló, ¡el que anda tonteando con su mujer!

—Springer —respondió Döring completamente atónito, pero sin dejar de advertir la excitación de Reichmeider—. ¡Wilhelm Springer!

—¡Ya
sabía
yo que era así! —exclamó Reichmeider—. ¡Sabía que no me equivocaba! Qué suerte que casualmente tuve que… Escuche, se lo explicaré todo. Yo venía por la calle esa, en esta dirección, y me estaba orinando, simplemente no podía contenerme. De modo que cuando llegué al edificio, ese que están derribando, entré por la calleja que hay al lado; pero como allí había demasiado luz, encontré una abertura en la empalizada que bordea el lugar y me metí dentro. Hice lo que tenía que hacer, y en el momento en que estoy a punto de volver a salir, aparecen dos hombres que se detienen exactamente en el lugar por donde yo entré. Uno de ellos llama al otro «Springer» —mientras Döring contenía la respiración, Reichmeider movió lentamente la cabeza en un gesto afirmativo— y el tal Springer le dice algo así como: «En este momento el maldito viejo está en el ‘Lorelei’». Y agrega: «Nos cargaremos a golpes a ese gordo presuntuoso». Yo
sabía
que Springer era el nombre que usted mencionó. Ése es el camino que usted sigue para volver a su casa, ¿no es verdad?

Con los ojos cerrados, Döring inhaló el aire mientras se tragaba parcialmente su furia.

—A veces —susurró, mientras abría los ojos—. Tomo diferentes caminos.

—Bueno, pues esta noche ellos esperan que vaya usted por allí. Están los dos esperándole, con unos palos, las gorras caladas sobre los ojos, el cuello de la americana levantado; exactamente como dijo usted anoche, Springer está planeando saltar sobre usted desde un callejón. Yo seguí atravesando el edificio y encontré otra salida por este lado.

Döring volvió a respirar profundamente y palmeó el polvoriento hombro de Reichmeider con un gesto de agradecimiento.

—Gracias, gracias —repitió.

—Estoy seguro —declaró Reichmeider con una sonrisa— de que usted podría darles una paliza a los dos con una mano atada a la espalda, ya que el otro tipo es un flacucho insignificante, pero, por supuesto, lo más prudente sería volver a su casa por otro lado. Si usted quiere lo acompañaré. A menos, naturalmente, que prefiera usted librarse del tal Springer de una vez por todas.

Döring le miró con aire interrogante.

—Es una oportunidad espléndida, realmente —señaló Reichmeider—, si no la aprovecha usted, lo único que sucederá será que lo ataque alguna otra noche. Es muy sencillo: va usted allá, ellos le atacan —bajó los ojos hacia la americana de Döring y le sonrió, volviendo a mirarlo de reojo— y usted se defiende. Yo iré unos pasos detrás de usted para servirle como testigo, y en el caso improbable de que realmente se viera en dificultades —se acercó más a Döring y se apartó la solapa para exhibir la culata de una pistola— yo me ocupo de ellos, y
usted
me sirve de testigo. De cualquiera de las dos maneras, se verá usted libre de él, y a no mayor precio que recibir uno o dos golpes con un palo.

Döring se le quedó mirando. Se llevó la mano a la americana, para acariciar el bulto duro que ésta ocultaba.

—¡Dios mío —dijo pensativamente—, podré
usar
realmente esto!

Reichmeider se quitó el pañuelo que le envolvía la mano y se sopló una raspadura que tenía sobre el dorso.

—Además, le dará algo en qué pensar a su esposa —observó.

—Dios mío —se regocijó Döring—, ¡ni siquiera había pensado en eso! ¡Se desmayará a mis pies! «Escucha, Klara, ¿te acuerdas de Wilhelm Springer, el profesor de clarinete de Erich? Esta noche me ha atacado en la calle, no puedo imaginarme por qué, y he tenido que matarle.» —Entrecruzó las manos encantado, y silbó entre dientes—: ¡Dios mío, eso la matará
a ella también
!

—¡Vamos, no perdamos tiempo! —urgió Reichmeider—. ¡Antes de que pierdan el valor y se vayan!

Presurosos, comenzaron a descender la oscura pendiente de la Kirchengasse. El resplandor de los faros de un automóvil los enfocó y pasó de largo.

—¿Quién dijo que no hay justicia, eh?

—¿Conque «gordo presuntuoso»? ¡Ah, maricón de mierda, ya te voy a enseñar lo que es bueno!

Atravesaron la Lindenstrasse, que estaba desierta; lentamente y en silencio se deslizaron a lo largo de los escaparates cerrados. Por fin, llegaron al edificio: cuatro pisos de mampostería, con la parte superior medio demolida y oscuramente recortada contra el cielo iluminado por la luna, rodeado en la parte baja por una empalizada de madera que mostraba varias puertas pintadas. Reichmeider empujó a Döring al interior de la oscuridad del pasadizo.

—Quédese usted aquí —le susurró—. Yo iré hacia el otro lado para asegurarme que no hay otros diez con ellos.

—¡Sí, será mejor! —asintió Döring mientras sacaba el arma.

—Ahora ya conozco el camino, y, además, tengo una linterna, de manera que no tardaré. Quédese usted aquí mismo.

—¡No deje que le vean!

—No se preocupe —susurró Reichmeider, que ya se alejaba. La luz, tenue y oscilante, reveló el techo y las paredes de madera del pasadizo. La silueta alta y delgada de Reichmeider se alejó por él, dio la vuelta hacia el interior y desapareció, sin dejar tras de sí nada más que tinieblas.

Alerta y excitado, Döring se aferró al peso maravillosamente tranquilizador de la pistola «Máuser» que durante tantos años había llevado consigo y ahora estaba a punto de usar. La acercó más a la abertura del pasadizo, observándola a la débil luz que llegaba de la Lindenstrasse; con una mano acarició la tersura del cañón, y cuidadosamente colocó el seguro en posición de
disparo
.

Volvió hacia la pared, donde lo había dejado Reichmeider. ¡Vaya amigo! ¡Un hombre de verdad! Mañana por la noche le llevaría a cenar al «Kaiserhof». Y le compraría algo también, algo de oro. Unos gemelos tal vez.

Se quedó inmóvil en el pasadizo, que alcanzaba a distinguir cada vez con más claridad, sosteniendo la pistola en la mano; pensaba en cómo atravesarían a Wilhelm Springer las balas mortales.

Y en cómo, una vez arreglado todo con la Policía, se iría a casa a decírselo a Klara. Muérete, perra.

¡Hasta saldría la noticia en los periódicos!
Administrador jubilado de la Comisión de Transportes mata a sus atacantes
. Con una fotografía. ¿Habría entrevistas por televisión?

Pero
realmente
, tenía que orinar. La cerveza. Volvió a poner el seguro del arma y se la colocó nuevamente en la pistolera. Se volvió hacia la pared, abrió la cremallera de la bragueta y, abriéndose de piernas, empezó a orinar. ¡Qué alivio!

—¿Está usted ahí, Döring? —le llamó suavemente Reichmeider, desde arriba.

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